viernes, 26 de octubre de 2007

UN ARTÍCULO PEREZOSO

En agosto el año marca como una plenitud: parece que los meses precedentes ensayaron los días de agosto para entregárnoslos en un derroche de mañanas luminosas y tardes y recuerdos transidos de pereza. Agosto es un mes amable, hecho de añoranzas: la casa grande de la infancia, con la alberca donde aprendimos a nadar y los patios de piedras que se regaban al atardecer; los libros que hemos devorado en las infinitas horas de vagancia que agosto nos regala; las calles que llenamos con nuestros juegos en un verano feliz en que los coches aún no habían conquistado la ciudad y en el que los vecinos todavía tomaban el fresco en las calles; el portal encalado y con botijo donde –henchida de estrellas la medianoche– nos sentábamos a escuchar las historias que contaba Magdalena... En agosto, sí, recordamos y nos sentimos amplios, como si se estiraran las alamedas de nuestro interior. Por eso agosto fortalece el alma y oxigena la sangre dándole fuerzas para apurar las semanas que restan hasta el fin de año.

Seguramente ha sido siempre así. Porque en agosto han dormitado los pueblos del Mediterráneo sus mejores impulsos a lo largo de la historia: atravesando los montes de Almería pensaba en las tardes de agosto que en ese paisaje de palmeras y huertas recatadas habrán pasado tantos pueblos durante tantos siglos. Tardes repetidas en las villas romanas de mármol blanco y cipreses enhiestos o en los pórticos románicos, tardes de pensamientos desmayados como el sol –que todo lo pudo al mediodía– tras los montes azules. Entonces, claro, no había televisiones y los atardeceres se vivirían en las puertas, entre cánticos de romances viejos –algún día nos daremos cuenta del valor de la tradición oral que hemos dilapidado– y sabor de melón y vino.

Nosotros somos herederos de esas tardes lánguidas, tal vez incluso de esos pensamientos hilvanados en el filo de la pereza. Porque agosto, qué duda cabe, es un mes perezoso. Sobre todo, a la tarde. Por la mañana es posible, aún, ensayar un afán, trazar una ocupación. Pero la tarde de agosto invita sólo al descanso, a esas siestas que nuestro amigo Antonio del Castillo denomina como de «pijama, escupidera y padrenuestro». Y luego –aún la calor en toda su plenitud– continúa ajustando la tarde su abandono en la oportunidad de leer o escribir o, simplemente, soñar sobre un fondo de cigarras que cantan mientras las estúpidas hormigas intentan aguarnos la fiesta de la pereza, recordándonos la crueldad divina que nos condenó a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente... aunque luego algunos hagan trampa y se coman un pan que han sudado las frentes de otros.

En fin, agosto no es culpable de las injusticias que hayan cometido Dios y los hombres. Ni siquiera es culpable de que hayamos nacido lejos del mar o de que nadie invente una sociedad en la que se trabaje un mes y haya once de vacaciones... Ni de... Pero dejémoslo aquí, que el pensamiento perezoso hila vaguedades y teje un tapiz de modorras. Y no es muy de agosto un artículo con tantas letras, que el mejor artículo de agosto, por perezoso, sería uno completamente en blanco que cada cual rellenase con sus pensamientos y sus ensoñaciones.

(Publicado en Diario IDEAL el 23 de agosto de 2007)

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