viernes, 18 de marzo de 2016

INVECTIVAS CONTRA LA UNIÓN (y IV)




Europa humilló a Grecia. Europa desahució a Grecia. Europa torturó a Grecia. Europa asfixió a Grecia. Europa se ensañó contra Grecia. Europa quiso matar a Grecia.

Hoy, sin embargo, Grecia es lo único decente que queda en Europa: los valores que alentaron la idea de Europa son los que hoy ponen en la práctica los que ayudan a los refugiados en las praderas del norte de Grecia y cuando Turquía le compre los refugiados a la Unión Europea y nuestros líderes nos liberen así de las imágenes terribles de los niños embarrados, entonces, Europa habrá perecido definitivamente.

Mientras, Europa se ha refugiado en Grecia. Porque ese país empobrecido es el único que ofrece un refugio y un consuelo a los que llegan a Europa huyendo de las guerras de Oriente. Refugio miserable, consuelo precario: pero Grecia no puede dar más, porque Europa no le dejó nada más. Y quien al hermano que sufre le da lo poco que tiene, lo está dando todo: recordad el valor de la humilde moneda de la viuda.

jueves, 17 de marzo de 2016

INVECTIVAS CONTRA LA UNIÓN (III)









El barro se ha convertido en la gran metáfora de la Europa del último siglo. Entre 1914 y 2016, toda la historia de Europa parece resumirse y condensarse en dos lodazales.

El barrizal de tierra, lluvia, sangre y vísceras pisoteadas de las trincheras de Verdún o del Marne fue el punto de partida de un sueño europeo que cuajó tras la experiencia del barro y las cenizas de Auschwitz.

El barrizal de Idomeni, en la frontera de Grecia con Macedonia, certifica que el proyecto carece de contenido. Los niños que han recorrido a pie o en los brazos de sus padres miles de kilómetros, huyendo de la guerra, y que se encuentran en territorio de la Unión llenos de barrio, llorando, hambrientos, empapados de lluvia y tiritando de frío, enfermos, esos niños testifican que Europa ya no existe.

Existe, sí, otra cosa que se llama Europa (con sus políticos, con sus costosas burocracias e instituciones, con sus sus planes de beneficencia para lavar conciencias), pero que no es Europa. Existe una cosa que se llama Europa y que no es más que una excusa para justificar los sufrimientos causados por las políticas que se idean en los despachos de Berlín y de Bruselas.

miércoles, 16 de marzo de 2016

INVECTIVAS CONTRA LA UNIÓN (II)




Espoleado por los recortes dictados por el gobierno de Alemania y bendecidos por Bruselas, galopa con creciente fuerza el fantasma de los populismos: el extremismo político es un jinete que viaja sobre los lomos del caballo de la desesperación y de la miseria.

Los recortes criaron el caballo y, para engordarlo, los chusqueros y matones de la política buscaron un enemigo (los emigrantes, los refugiados, los que vienen a quitarnos nuestros trabajos y nuestros derechos y a violar a nuestras mujeres y nuestras hijas) que aglutinase los miedos y temores provocados por los recortes. Ésta no es una política brillante: de hecho, alguien tan carente de aptitudes intelectuales como Hitler ya la llevó a cabo con gran éxito. De hecho, para que esta política sea posible sólo se necesita que la inmoralidad sea inversamente proporcional a la inteligencia.

Dispuesta a repetir lo peor de su historia, Europa se adentra en el laberinto que ya recorrió en la década de 1930. Pero la historia, cuando se repite, nunca es igual: Marx advirtió que la primera vez que ocurre, la historia es una tragedia; la segunda, la segunda es una farsa, un esperpento carente de toda grandeza. Pero Marx nunca dijo que las farsas no puedan, también, venir cargadas de sufrimiento. 

martes, 15 de marzo de 2016

INVECTIVAS CONTRA LA UNIÓN (I)




Dentro de la trampa, el conejo apura las últimas hojas de lechuga que lo incitaron a entrar en ella. Fuera, lo esperan los zorros dispuestos a devorarlo en el caso de que pudiera levantar la trampilla que lo mantiene encerrado. En algo así se ha convertido la Unión Europea. En una trampa.

Dentro de la Unión Europea, las clases trabajadoras y medias soportan una política de recortes de sus derechos cada vez más aguda, más descarada cada vez. Pero fuera les espera el espanto deshumanizado del mundo globalizado. Es difícil encontrar en la historia un momento como el que vivimos los europeos del siglo XXI, donde ocurre que tanto la decisión irracional (permanecer en la Unión Europea) como la decisión racional (salir de la Unión) avocan a una situación igualmente destructiva.

Sólo en la vieja copla de la sabiduría popular se describe con precisión el irresoluble dilema que hoy plantea la Unión Europea: “Ni contigo ni sin ti, tienen mis males remedio. Contigo porque me matas y sin ti porque me muero”. Pues en esa trampa estamos: en la de elegir si preferimos que nos mate la Unión Europea o si es mejor morirnos solos fuera de ella.

martes, 8 de marzo de 2016

CUANDO EUROPA DEJÓ DE SER EUROPA




El imaginario europeo es un vasto territorio moral que, desde los tiempos del Renacimiento, la Reforma y la Ilustración, se ha venido construyendo con la aspiración de habilitar un espacio en la tierra donde no fuera posible que los humanos volviesen a sentir vergüenza de ser humanos. Podríamos hacer una larga lista con los valores morales que se han ido agregando al ideal de una Europa unida: la libertad, la dignidad de la persona, la solidaridad, la compasión, el justo reparto de la riqueza, la acogida del que sufre, el respeto de los derechos de las minorías y un largo etcétera.

Fue necesario el horror de los años 30 y de la II Guerra Mundial para que Europa se afirmase como un proyecto diferente ante el mundo que acaba de derrotar al fascismo y en el que aún se enseñoreaba el terror de los regímenes comunistas. De aquella Europa en ruinas y llena de viudas, huérfanos y desplazados surge la voz potente a favor de la unión de los estados europeos: una unión que hiciera posible que Europa pudiera volver a mirarse, sin sonrojar, en el espejo de la historia.

El pacto fundacional de lo que conocemos como Unión Europea es un pacto, básicamente, entre la socialdemocracia y la democracia cristiana, o sea, entre las dos fuerzas ideológicas que alentadas de un humanismo de altos vuelos, entienden que Europa necesita una cura de humanidad y que apuestan por construir una política con las zonas templadas del espíritu y de rosto humano en la que concurra lo mejor del legado histórico de Occidente. El pacto fundacional se basa también en el reconocimiento implícito de que el potencial alemán es tan grande, que necesita ser controlado para no convertirse en un cáncer que colonizase todo el cuerpo europeo.

Quizá el origen ideológico de la fundación de la Unión explica su quiebra actual: desaparecidas del panorama político, tras 1989, tanto la socialdemocracia como la democracia cristiana, el proyecto europeo se ha quedado sin valedores. Porque defender esta Unión sin alma europea que desde hace décadas defienden los líderes europeos, no puede ser, en ningún caso, defender la Unión Europea. Esto de hoy es una cosa muy distinta de aquella Europa con la que soñaban los fundadores de  la postguerra mundial. Quizá la quiebra de la Unión se explica también porque se ha convertido en un mero apéndice burocrático al servicio del Reich Alemán construido sobre las divisiones financieras del euro y tomado por la doctrina del control del déficit sean cuales sean los sufrimientos que esto cause.

La socialdemocracia y la democracia cristiana han sido sustituidas por fuerzas ideológicas que nada tienen que ver con el ideario fundacional. Populismos de (extrema) derecha y de (extrema) izquierda que surgen como setas espoleados por un descontento ciudadano sin parangón desde los años 30 y que responden a las políticas del neoliberalismo, que han sido las que han socavado todos los principios morales, toda la arquitectura ética y todo el armazón humanista que sostenían la Unión Europea. Liberales de nuevo cuño, que defienden una política granítica, angulosa, sin ninguna capacidad de empatía con los sufrimientos humanos. Líderes sin ideas, dispuestos a pactar con el diablo con tal de mantener el aparato desnudo de la Unión Europea, sin valores, sin principios, sin moral, sin ética. El sueño de los líderes europeos de 2016 es mantener una Unión Europea sin Europa: un aparato despiadado y sin valores.

La Unión Europea ya no puede ser sinónimo de libertad, de solidaridad o de compasión con los que sufren. Lo fue para la generación de nuestros abuelos, pero para la de nuestros hijos la Unión Europea es la impulsora y la justificadora de los recortes si piedad en los servicios públicos, en la asistencia social o en los derechos de los trabajadores; la Unión Europea de nuestros hijos será la que no duda en pactar con los conservadores británicos la destrucción de los valores europeos para mantener “Europa”; la Unión Europea es, desde hoy, la que pacta con esa Turquía en la que el islamismo carcome la democracia y el pluralismo político y social, para convertir a Turquía en un gran campo de refugiados donde arrojar, como fardos de carne podrida, a los niños, a las mujeres y a los ancianos que vienen huyendo de las guerras de Oriente Medio y que ahora quedarán al cuidado del gobierno Erdogan, que no sólo no garantiza la protección de los derechos humanos sino que es un creciente peligro para los mismos. La Unión Europea es ya la que viene consintiendo, durante todo el invierno, que en los campos de la frontera entre Grecia y Macedonia  duerman miles de niños sobre el barro y bajo la lluvia, enfermos, sin alimentos ni tiendas de campaña, después de haber recorrido a pie miles de kilómetros y de haberse jugado la vida cruzando el Egeo en barcas de juguete.

La Unión Europea nació para que hubiese un lugar en la tierra en el que no hubiese que sentir vergüenza de ser humanos. Pero hoy, cuando desde Grecia nos llega el clamor de un sufrimiento que no se veía en nuestros países desde las matanzas nazis y desde la ocupación soviética, hoy, cuando se firma con Turquía el pacto más vergonzoso desde el firmado por Daladier y Chamberlein en Munich en 1938, hoy, la bandera azul de las estrellas amarillas sólo puede mirarse con asco. Y con vergüenza. Con la misma vergüenza que no quisieron que sintiéramos quienes habían contemplado las columnas de humo de los campos de exterminio y  las masas de niños y mujeres vagando por las fronteras, huyendo de la muerte. 

martes, 1 de marzo de 2016

POLÍTICA EN PROSA



Quiero pensar (triste forma de consuelo) que formo parte de ese grupo grande de ciudadanos españoles que, a estas alturas, sólo sienten cansancio cuando miran al panorama político. Porque hay demasiada grandilocuencia que envuelve demasiada oquedad como para que el aparato de la política nacional no nos pese como una losa.

Nuestros políticos hacen una política a lo lírico, con discursos adornados de arrebatos espasmódicos que pretenden hacernos creer que vivimos una situación excepcional. Porque ciertamente hay momentos de la historia en los que se necesita una política de vuelos poéticos (una política de la épica y de la lírica), capaz de electrizar a una sociedad que se enfrenta a una tarea ingente. Pienso en Churchill y en aquel discurso suyo de la sangre, el sudor y las lágrimas que fue el punto en el que se torció la victoria del fascismo. Pero, cumplida la tarea que exigió el esfuerzo épico y el derroche lírico, lo normal es volver a los márgenes normales de la prosa cotidiana. Pienso en la inteligencia del pueblo inglés que, nada más terminar la II Guerra Mundial, entregó el gobierno no al excesivo Churchill sino a ese hombre normal y corriente que era Attlee.

Los españoles no vivimos un momento épico que requiera una política lírica, no vivimos un momento de encrucijada, y esas apelaciones carentes de racionalidad y sobrecargadas de pseudo-poéticas ora pseudo-revolucionarias ora pseudo-patrioticas que abundan en todos los grupos políticos (en unos más que en otros, cierto es) y que construyendo un imaginario que no se corresponde con la exacta realidad, no buscan más que dividir y segar los espacios de la racionalidad política. En España ni está ni se espera al Apocalípsis, pero los políticos andan empeñados en convencernos de que el Apocalípsis es eso que nos espera si es el otro el que gobierna.

No somos una sociedad perfecta, pero somos una sociedad que ha hecho grandes cosas en estos años, en los cuarenta años que se corresponden con los que yo tengo vividos; vistos mis cuarenta años en perspectiva histórica y colectiva estoy absolutamente convencido de que sólo podemos ser honestos si asumimos que son más las cosas que hemos hecho bien que esas que se nos han torcido. No somos una democracia perfecta, pero somos una democracia con herramientas para perfeccionarse y mejorarse. No tenemos unos servicios públicos comparables a los daneses o los suecos (tampoco queremos pagar unos impuestos que nos permitan mantener unos servicios así), pero tenemos motivos para sentirnos orgullosos de la red de protección social que se ha construido en estos años (y que ni siquiera las políticas de Rajoy han podido destruir) o de servicios como la sanidad pública. No tenemos los mejores servicios públicos de Europa, pero cada día funcionan en nuestro país, gracias al trabajo de profesionales extraordinarios, hospitales y escuelas públicas, universidades, museos, centros de atención a mujeres maltratadas, residencias públicas de mayores, bibliotecas, laboratorios, una vasta red de servicios impensables hace cuatro décadas y que demuestran que sí, que nos queda mucho camino por recorrer, pero que es mucho el que hemos recorrido. No vivimos en el mejor de los países, pero podemos mejorarlo porque vamos adquiriendo conciencia de que hay cosas que pueden y deben mejorarse y porque, tímida, tenemos conciencia de nuestros valores como sociedad en la que la familia, la solidaridad o el sentido de la justicia del que hablaba Machado no han podido ser derrotados por el egoísmo neoliberal. Tenemos problemas, pero son los problemas que tienen las sociedades de nuestro entorno, porque en estos cuarenta años hemos dejado de ser una excepción situada en el costado de Europa para ser una sociedad equiparable al resto de sociedades occidentales y en muchos aspectos mejor que nuestros vecinos. Es cierto que nos falta confianza en nosotros mismos y capacidad para creernos capaces de seguir haciendo cosas importantes juntos, pero sabemos ya que no estamos condenados por ninguna tara histórica ni somos el resultado de un maleficio.

No somos una excepción. Y no vivimos una situación excepcional. Por eso sobra la política de la poética, la política de la lírica y de la épica, con la que quieren arrebatar nuestra normalidad necesitada de reformas. Porque el edificio tiene problemas, pero no necesita ser tirado hasta los cimientos para levantar uno nuevo: la tarea necesaria es la de cambiar puertas, ventanas, suelos, pintura o tuberías, pero los cimientos, los muros y los tejados son sólidos por primera vez en nuestra historia contemporánea y merece la pena conservarlos.

Es necesaria una política de prosa que no tenga miedo a resultar gris por huir de lo blanco y de lo negro, una política de prosa escrita por un redactor que sabe que lo que escribe, que siempre elige la palabra certera, una prosa con márgenes y líneas rectas, una prosa que no aspira al Premio Nobel pero que no sonroja por sus incorrecciones y sus faltas de ortografía, una prosa capaz de abarcar la realidad, de describir, de proponer y disponer, una prosa sensata pero que no tenga miedo de expresar una emoción y de dejarse apresar por el valor de la compasión. 

Frente a esa política lírica que nos agota, urge reivindicar una política en prosa: no para que nos ilusione sino para, que simplemente, nos haga volver a sentirnos partícipes de la cosa pública. Porque estos tiempos nuestros no requieren un Winston Churchill (ni tampoco un Ché Guevara) sino un Clement Attlee. Nada más y nada menos que un Clement Attlee, porque no hay ninguna guerra que ganar ni ninguna revolución que cumplir, porque sólo hay una realidad que gestionar y reformar y mejorar.