sábado, 30 de mayo de 2009

BLA, BLA, BLA



Llevamos una semana de campaña electoral –suponiendo que toda la vida política española no sea una permanente campaña– y salvo los lelos o los apesebrados no creo que haya nadie que soporte el ritmo de tonterías, vaciedades y simplezas con que se está despachando la casta política que padecemos. Tonterías, vaciedades y simplezas que en el caso de las elecciones europeas alcanzan el grado de superlativas. Y ello porque en realidad aquí no nos jugamos nada, digan lo que digan los políticos. El Parlamento Europeo es un organismo fantasma que pinta lo mismo que el ejército español en la lucha contra los piratas somalíes, y cuya única hazaña conocida ha sido el debatir sobre la conveniencia de que los europeos trabajemos 65 horas a la semana. Nada más que por esto los eurodiputados –con excepciones: el socialista Borrell votó en contra de esa barbaridad, pero se ve que esta vez no hay sitio en las listas para los dignos– se merecerían todo nuestro desprecio. Porque manda güevos –que diría el filósofo aquel que manda a los militares al paredón mientras él se apoltrona en la butaca– que debatan sobre condiciones de trabajo semiesclavista quienes tienen sueldos de superlujo, privilegios de toda clase y todo ello por asistir a un par de sesiones a Bruselas. Luego, claro, tenemos que tener en cuenta que lo Europa no le importa ni a los políticos, que en su cantinela mitinera se dedican a arrojarse militares griposos, parados desesperados o corruptelas de ambos bandos pero no hablan de la parlamentada europea porque en realidad allí no se decide nada que no sea la buena vida de sus diputados.

¿Votar el 7 de junio? No podemos olvidar que los eurodiputados son privilegiados entre los privilegiados, vagos entre los vagos, bienpagados entre los bienpagados. ¿Votar el 7 de junio? Sí, pero recordando que mientras los políticos se enzarzan en sus agotadores bla, bla, bla, un millón de familias españolas no tienen ingresos. ¿Votar el 7 de junio? Sí, a votar, pero sin olvidar que unos quieren despidos libres, carne de obrero a precio de saldo, y que otros han dinamitado la educación como mecanismo de ascenso social, por muchos ordenadores que ahora quieran llevar a las aulas, suponemos que para tener entretenida a la muchachada entre recreo y recreo. ¿Votar el 7 de junio? Sí, pero para mostrar nuestro cansancio, nuestra hartura, nuestro desprecio ante tanta canallada política. ¿Votar el 7 de junio? Por supuesto, pero para dejar claro nuestro deseo de ser un país normal, decente, serio. ¿Votar el 7 de junio? Cuenten con ello, señores mitineros, pero para que de una vez por todas entiendan que no somos tontos y que no pueden seguir tratándonos como a tales, con esos discursos y esos eslóganes suyos que sonrojan de puro idiotas, de tan manidos y vacíos.

En una cosa llevan razón los políticos: el 7 de junio tenemos una cita en las urnas. Porque tenemos que vernos las caras con los políticos. Que cada uno lleve en la mano la porra cívica con la que darles el garrotazo urgente y necesario.

(Publicado en Diario IDEAL el día 28 de mayo de 2009)

jueves, 28 de mayo de 2009

PACO TITO



Se han conmemorado los primeros veinticinco años de vida del taller alfarero de Paco Tito. Ah, ¿qué ustedes nunca han visitado un taller de alfarería? Pues no sé, pero me parece que se están perdiendo una de esas emociones que, siendo casi diminutas, son capaces de remover cosas muy hondas dentro del alma. O al menos a mí presenciar el trabajo del alfarero siempre me ha causado ese sosiego, porque sigue siendo un misterio ver como de la masa informe de barro, de la tierra empapada en agua –tierra y agua: un resumen del cosmos en las manos de un hombre– las manos de estos hombres de antiquísima sabiduría son capaces de obtener las formas brillantes, rotundas, de los cacharros.

Paco Tito tiene su taller en la Calle Valencia: dice una vieja coplilla ubetense que allí –calle de arrabal, de árboles cansados y guijarros gastados– los alfareros con el agua y el barro hacen pucheros. Me gustan esos alfares ubetenses de la Calle Valencia, que antaño fueron decenas y que hoy apenas son un puñado de casas cargadas de historia y de historias. Es fácil que desde el patio de esos alfares, subiéndose uno al viejo horno de piedra que construyeron los árabes, se vean la huerta de los carmelitas y las ruinas de la Merced y la torre de San Millán y la muralla derruida. El paisaje es hermoso desde los alfares, lleno de luminosidad y de pájaros que cantan en las tardes de primavera y poblado de vapores y nieblas en los días de invierno, cuando uno es incapaz de comprender como las manos no se quedan ateridas al abrazar el barro para ir buscando el espíritu que guarda dentro. Supongo que al fin y al cabo todo lo que un alfarero es lo es por las manos y que el ser –si tiene honduras– no tiene fríos. A mí siempre me ha parecido que hay una sabiduría sin tiempo en las manos, un saber transmitido sin palabras durante muchas generaciones que se basa en el movimiento de los dedos, en los gestos de los pulgares sosteniendo el barro para que los otros dedos vayan arañado la forma del cántaro o del botijo o de todos los utensilios que nos hablan de los afanes de otros tiempos, cuando la vida era más pobre pero más intensa y sincera. La alfarería es uno de los últimos vestigios –vestigio ennoblecido ahora que los cacharros de barro ya no son ajuar para la casa del pobre– de aquel tiempo en que el trabajo de las manos sostenía todos los arcos de la riqueza de un país.

Ver trabajar a los que saben hacerlo con las manos me da envidia y me produce sosiego. Las manos sobre la madera, sobre el hierro, las manos del albañil o las que recogen tomates o aceitunas dicen una verdad que jamás podrán decir los otros oficios, los oficios tramposos que hurtan esfuerzos perdiéndolos en palabrerías vanas. Al fin y al cabo uno puede mentir con las palabras pero nunca puede hacerlo con las manos: las manos son una sabiduría antigua, ya lo he dicho, pero también son una verdad incontestable, y por eso el oficio del juez o del político es mentiroso y no lo es el de alfarero. Uno es lo que sus manos hacen, con lo cual algunos apenas si somos nada porque tenemos torpes las manos, y otros –los alfareros– lo son todo.

Y luego, claro, está la otra admiración que nos produce a los que no sabemos hacer nada ese señorío de los que trabajan con las manos: las manos son capaces de crear sagas, de hilvanar muchas generaciones en un hilo común, en una cantinela que declina muchas voces con un mismo son, como si la habilidad de las manos sobre el barro se heredara con la sangre y las palabras sosegadas del alfarero. En la casa de Paco Tito hay una foto hermosísima en la que, junto al retrato en barro del viejo abuelo Tito, están situados Paco, Juan Pablo y el pequeño Tito. Al verla uno entiende de golpe el misterio definitivo del barro, del que está hecha la escultura del primer Tito de la saga y del que al fin y al cabo estamos todos hechos, y uno entiende que la virtud de este trabajo basado en el esfuerzo de las manos es que reúne en un cántico sin fronteras a todos los que desde hace siglos han bajado a la Calle Valencia a sentarse frente al torno y, perdidos en sus pensares –hondos pensares de hombres sabios, o sea, de hombres que nunca pisaron la universidad–, trabajar dándole forma a los cacharros, jugando a ser Dios.

…la puerta del horno es pequeña. Dentro, una cúpula de piedra está llena de cacharros relucientes, recién cocidos con un ritual más antiguo que las vigas de madera que sostienen el alfar de Paco Tito. Unas horas antes el fuego ha vibrado rojísimo dentro de este recinto casi sagrado, luchando por llenar de eternidad la quebradiza fragilidad de la tierra empapada en agua de lluvias. Cuando los alfareros saquen las piezas verdes del horno lo harán lentamente, con la ternura del hombre que conoce y podría dar nombre a cada una de las piezas que ha realizado, con la lentitud de quien sabe que las manos no tienen prisa porque ellas serán capaces de jugar con el tiempo hasta que el tiempo las venza definitivamente sobre el corazón apagado… ¿Nunca han estado en una alfarería?… A mí me gusta ir de vez en cuando a la Calle Valencia y pasear silencioso por las estancias blanqueadas de estas casas de Melchor o de Paco Tito. Y asomarme a la ventana y ver la tarde sobre el barrio de San Millán, detenida en los granados del patio. Y no me calma el ansia tanto saber que el tiempo está suspenso en el viejo barrio mozárabe como la certeza de que abajo, en el obrador, Paco Tito o Juan Pablo siguen hablando de eternidades con sus manos puestas sobre el barro. Y que mañana las manos de ese niño que llama Tito seguirán evitando que se pierda este oficio de hombres rectos y de sabidurías elementales.

(Publicado en IBIUT, núm. 161, abril de 2009)

miércoles, 27 de mayo de 2009

DE FÚTBOL




Supongo que la de esta tarde es una de esas tardes en las que las calles se quedan vacías como de repente y la gente se va a los bares o a sus casas a ver el fútbol, mientras muchos ponen de fondo ese sonido insufrible y que debería estar penado que son las retransmisiones deportivas de la radio, sobre todo de la SER. Porque hoy es uno de esos días (y mañana también lo será) en los que todo el mundo habla de fútbol. Y digo que habla todo el mundo porque si hasta en este Camino hablamos hoy de fútbol eso significa que ya nadie ha quedado libre de semejante epidemia.

A mí, en realidad, me da exactamente igual que esta noche gane el Barcelona o el equipo inglés del que ahora mismo no recuerdo el nombre. En realidad yo siempre prefiero que ganen los equipos extranjeros, porque así los que no gustamos de la pasión del fútbol nos ahorramos el suplicio que supone tener que tragarse el día siguiente con su retahíla de periódicos futboleros, telediarios futboleros y retransmisiones futboleras en directo que nos ofrecen la llegada del equipo, la ofrenda ante la Virgen de turno y el espectáculo de saltimbanquis de caras pintadas en la plaza del pueblo jaleando a los millonarios que han ganado lo que estaba en juego. Si Sergio Alises lleva razón, todo esto debe obedecer a un trauma de cuando yo era estudiante y me vi obligado (amistad obliga, pero no sabía que obliga a tanto) a grabar todas las celebraciones que esa plaga llamada Real Madrid realizó cuando ganó no sé qué copa o qué liga y que, por cierto, acabaron en el Paseo de Recoletos como un dosdemayo.

Sean cuáles sean las razones, el caso es que hoy me ha dado por hablar de fútbol, para ser uno más y no ser el que siempre se aburre en las conversaciones. ¿De fútbol? Pues verán, es que llevo pensando de qué equipo sería yo si a mí me gustase eso del fútbol. Desde luego tengo muy claro que no sería del Real Madrid. Y a partir de ahí ya nada tengo claro. Y para poder ver de equipo hubiera yo podido ser he pensado en mis pasiones toreras. ¿De equipo puede ser alguien cada vez más desencantado con una fiesta que hubo un día que fue hermosa, como ha dicho Antonio Lorca, y hoy es un desastre? ¿De qué equipo puede ser alguien va a los toros a sufrir, con Curro cuando Curro toreaba, con José Tomás…? Pues creo que un sufridor, un aficionado correoso a esto de los toros, un aficionado de sentimientos, sólo puede ser del Atlético (creo que se escribe así) de Madrid. Además es el único equipo que tiene una canción que me gusta, que es la del centenario que hizo Sabina.

Ahora bien, que esta declaración no levante euforias entre mis amigos colchoneros, que ya veo al Parri y a Pepe Navarrete convirtiendo a mi Manuel a la religión rojiblanca y llevándoselo a celebrar lo poco que celebra este equipo. Ya digo, puro currismo: mucho sufrir y poco celebrar. Aunque si a Manuel tiene que gustarle el fútbol (Dios nos libre) preferible es que sea del currismo futbolero… Un consuelo es un consuelo. Al menos en días tan terribles como estos en los que todo es fútbol, fútbol y fútbol. Porque pan hay poco, pero circo tenemos para hincharnos.

martes, 26 de mayo de 2009

DEJADOS DE LA MANO DE DIOS



Fue mucho el patrimonio artístico que se perdió en la Úbeda de 1936. Pero no menos cierto es que, aprovechando el río revuelto del fin de la guerra, hubo muchos pescadores que en abril de 1939 “perdieron” otra parte importante del patrimonio histórico ubetense. Y así, cuadros, imágenes o joyas guardadas en lo que hoy es Archivo Municipal o amontonadas en los templos, desaparecieron tras la guerra sin que nadie levantase la voz: era fácil apropiarse de obras de arte cuando se disponía de los medios suficientes para pregonar a los cuatro vientos que “todo lo habían quemado los rojos”, que por otra parte no podían defenderse pues hacían cola para ser fusilados o encarcelados.

La llama anticlerical que asoló una parte considerable del patrimonio artístico en Ubeda y en otros lugares de España no era nueva. El anticlericalismo fue un movimiento de larga trayectoria en la historia española, alimentado no sólo por las ideas de la izquierda: convenía a los intereses de la burguesía y la nobleza –tan católicas– tener siempre dispuesto el trapo del anticlericalismo, para agitarlo cuando fuese necesario que las masas obreras embistieran contra algo. Preferible era que quemaran templos a que asaltaran los intereses de empresarios y terratenientes, por muy devotos que estos se proclamasen.

Sea lo que fuere el anticlericalismo, cuando en el verano de 1936 son asaltadas y saqueadas las iglesias y los conventos de Úbeda, el ataque al patrimonio histórico no hacía más que repetirse, porque aquello no era nuevo. Ya con la Desamortización de Mendizábal, a partir de 1835, había tenido lugar una destrucción de nuestro patrimonio mucho mayor que la cometida un siglo después, y mucho más grave si tenemos en cuenta que aquella la perpetraron hombres que se decían creyentes. Con todo, y siendo terrible, lo peor no fue la pérdida de aquellos bienes artísticos en 1936: lo peor fue el proceso que desde los años cuarenta se siguió para “reconstruir” los templos ubetenses.

Si dejamos a un lado la desaparición gratuita –y consentida por hombres que se reclamaban cultos y también creyentes– de vestigios históricos importantes como los monasterios de San Andrés, La Victoria o San Juan de Dios o el santuario de Madre de Dios del Campo, los años que median entre el final de la guerra y el final de la dictadura implican la comisión de auténticas barbaridades en el interior de los templos ubetenses. Es cierto que esta barbarie ha seguido cebándose en las iglesias de Úbeda en los años siguientes, ya en plena democracia y bajo la atenta supervisión de cultísimas comisiones de cultura: ahí tenemos los ejemplos del expolio de San Nicolás a finales de los 90, la sistemática destrucción de Santa María desde 1983 o el abandono y saqueo de San Bartolomé casi ayer mismo. Pero son sobre todo los años 60 los que pasarán a la historia como los años en que la horterada y la reinvención histórica nacen como instrumentos legítimos para abordar la “restauración” de las iglesias de Úbeda.

Tenemos ejemplos sangrantes.

Pensemos, en primer lugar, en Santa María, en la que en vez de abordarse un programa de reconstrucción del coro –cosa relativamente sencilla tras la guerra– se procede a desmontarlo sin más, a despedazar la reja del Maestro Bartolomé y a repartir al tuntún por otros lugares del templo capillas corales y trozos de reja. ¿Qué sentido tenía la desaparición del coro? Ninguno: respondió, como en tantas otras ocasiones, al capricho del párroco de turno. Como fue un capricho el hecho de sacar la piedra del claustro, siempre blanqueado, iniciando así una nefasta moda que hoy se encuentran en pleno apogeo. Faltó un programa artístico para intervenir en la ornamentación de Santa María, y a fecha de hoy la antigua colegiata sigue padeciendo las secuelas de ese desprecio por su historia que iniciara don Marcos Hidalgo Sierra.

No menor fue el atentado cometido contra San Isidoro, cuya capilla mayor puede ser en la actualidad –a la espera de la apertura de Santa María– el ejemplo más claro que existe en nuestra ciudad del mal gusto y de la falta de rigor artístico a la hora de acometer una intervención contra un monumento. La Junta de Andalucía, con su apoyo millonario al proyecto retablístico del Camarín de Jesús Nazareno en Jaén, parece estar demostrado una desconocida sensibilidad artística: ¿podrá traducirse, algún día, en el diseño de un plan general de ornamentación de los templos ubetenses? De existir en el futuro este plan, debería comenzar a ejecutarse en San Isidoro, desmontando con urgencia ese engendro que preside el altar mayor y quitando los mármoles grises del graderío y suelo de la capilla mayor.

Santa María, San Isidoro, San Pedro… Frente a las horteradas antiestéticas que han guiado las intervenciones en estos templos, tenemos el abandono y el estado de ruina que presentan las que posiblemente sean las dos iglesias más bellas de la ciudad, que no son otras que Santo Domingo y San Lorenzo, que más pronto que tarde serán dos montones de escombro. O el aspecto desolado de la Trinidad, desnuda de todo ornamento. O un San Nicolás que, salvo en la capilla mayor y la del Deán, fue despojado por monseñor García Aracil de su retablo de 1840 y de otros retablos menores y tal vez no muy valiosos, pero desde luego más sugerentes que los fríos mojones de cemento en los que –contra las pareces desnudas y convenientemente privadas de blanco– se posan hoy las imágenes. O la Capilla de Santiago, templo de originalísima planta en forma de H que no puede apreciarse porque ha sido devorada por el graderío situado a ambos lados de un escenario que oculta las gradas de la capilla mayor, la magnífica mesa de piedra del altar o la tumba del fundador.

La imaginería y la retablística viven un nuevo auge en Andalucía y se están realizando obras verdaderamente interesantes. Promete ser valioso el retablo de Jesús en Jaén, y es una verdadera obra de arte el de la ermita del Rocío. ¿Tan descabellado es desear que un día no muy lejano este renacer de las artes decorativas de los templos católicos pudiese llegar a nuestras abandonadas iglesias? Puede que no sea descabellado pero, conociéndonos, es completamente ilusorio. A fecha de hoy tan sólo la Casa Ducal de Medinaceli se ha tomado en serio esta tarea de reconstruir el esplendor perdido. Y resulta digno de todo elogio el interés con que viene interviniendo en El Salvador, reconstruyendo el órgano, restaurando pinturas y (rumorean) pensando en la reconstrucción de la sillería del coro y de retablos y capillas para que en ellas vuelvan a estar los magníficos cuadros que nunca debieron salir del lugar en el que don Francisco de los Cobos deseó que estuvieran. ¿Tendremos que venderle San Lorenzo o Santo Domingo a algún duque o a algún conde para evitar que se caigan? ¿Tendrá que enterrarse algún potentado bancario en el altar mayor de San Isidoro para que desaparezca ese supuesto retablo –más bodrio que retablo– y sea sustituido por otro digno? ¿Será necesario que Bill Gates pida descansar eternamente en Santa María para que se blanqueen sus paredes y pueda tener el retablo acorde con su historia y su dignidad de antigua colegiata? ¿Se necesitará que nos reconquiste el emir de Brunei para que nuestros monumentos no sigan dejados de la mano de Dios?… ¿Qué será, será…?

(Publicado en IBIUT, núm. 160, febrero 2009)

viernes, 15 de mayo de 2009

EN GRANADA



Siempre he querido quedarme en los años que dejé en Granada, en los amigos de diamante y las noches alegres, en los libros leídos bajo los álamos silbantes, o en las aburridas clases de derecho administrativo y por supuesto en las miradas más anchas que nunca he mirado, y para limpiarme he vuelto a Granada de cuando en cuando, acompañado ya de María Luisa, que respira en el Mirador de San Nicolás como un manojo de tomillo al viento. A mí, el recuerdo de Granada me dejó esté sabor de flores en la boca y me hubiera gustado que el destino nunca me hubiera llevado de aquellos años en los que fui y fui radiante. Y siento que, como en la canción de Carlos Cano, mi cabeza rueda y rueda y rodando vuelve siempre a Granada, donde era posible escribir versos sobre el temblor de las campanas, en la tierra tensa y todavía fecunda de la Vega, en las tardes esparcidas desnudas como golondrinas por el espacio que se extiende más allá de la proa de piedra roja que es la torre de la Vela. En Granada –ah vida derretida– yo intenté unos ojos terribles, como de poeta maldito, y en las tardes de mayo la vida ofrecía pan de chopos y palmeras, mientras los niños –lo advierte el poeta– jugaban en Plaza Nueva a la rueda-rueda… Rodar, rodar, vivir… luego morir.

Cada estación me trae una nostalgia distinta de Granada, una añoranza diferente de tardes crucificadas en los rincones donde la carne temblaba con temblores de sueños imposibles. En Granada también he sentido algunos miedos solos y de hondísimo frío, como si mañana fuese a dejar de existir la Alhambra y se hundieran con ella y amarillas, en un naufragio gris, todas las personas que quiero y todas esas cosas o instantes en los que me siento persona y libre. Pero luego, claro, Granada elevaba sus días de junio caminando sobre las horas, como planetas que no giran si no los impulsa el viento de no sé qué amor, con una esperanza y un anhelo pálido y muy potente. Y ahí era posible ser feliz. De hecho es ahí, en esas primaveras hechas con flores de sal y brotes de espigas de luna y de pobreza, donde he sido realmente feliz. Y es ahí, en los mayos y junios ya perdidos –que ahora amontono en el corazón como llorando carbón y cenizas de ciprés– donde de verdad he comprendido que sólo puedo ensayar una felicidad si las sonrisas de mi mujer o de mi hijo las acompaño con recuerdos y horas de Granada, con cuadernos que ya han envejecido y en los que conservo tantos poemas tontos.

Me he topado con algunos de esos versos que forman mi prehistoria como persona y que dicen que “después de morir me quedaré en Granada”. Quedarme en Granada, regresar para siempre, no haberme ido nunca y estar aún paseando en sueños por el Camino del Avellano: ¿no es todo parte de esa misma rueda de la vida, del torno del tiempo que cambia dulces de calabaza por amarguras? Me quedaré en Granada, lamido por la orilla taciturna del Darro, a la sombra de la torre de Santa Ana, en la calle más hermosa del mundo paseando para siempre y hecho ya pura sombra.

(Publicado en Diario IDEAL el día 14 de mayo de 2009)

miércoles, 13 de mayo de 2009

A LA MANERA DEL OLIVO



El olivo está “triste, cansado, pensativo y viejo”, es un árbol sobrio que contagia su emoción contenida y gris a la tierra que habita y a los pueblos que lo adoran. El olivo carece de efusiones líricas –su flor, en mayo, es apenas visible– y el color de sus hojas tiene como todo un tiempo encima y es resumen de todas las edades: ¿al mirar los olivos sobre el campo de Jaén, en las campiñas de Córdoba y Sevilla, no parece que el paisaje ensaya un desengaño, como si estuviese el viejo árbol de los troncos retorcidos vuelto ya de todos los viajes? Los trigales son una niñez revoltosa del campo, y los naranjos una adolescencia, y los viñedos el pregón de la risa oscura en las noches de fiesta. Pero los olivares y olivares de las tierras altas de Andalucía han puesto los paisajes y a sus habitantes de color taciturno, sobrio, como el propio olivo, que no es pródigo en vanidades. El olivo ha marcado un carácter para muchos andaluces, porque se puede ser andaluz a la manera del olivo y del aceite, que es una manera triste pero densísima: se contiene lo de fuera para que crezca y arraigue lo de dentro, nada se derrama para que nada se pierda en la vorágine de los días que pasan porque todo debe estar atado en el tiempo que queda.

Es ese el milagro del olivo, que no anuncia su riqueza –su flor es tímida, el fruto oscuro y pequeño, sus hojas apagadas y el tronco está hecho de tierra reseca– para luego desbordarla con la lentitud de lo que resume en su interior toda la fuerza de la creación: ahí el aceite, brillante, dorado, hermosísimo, que se despereza en chorros tranquilos de arroyo sin prisas, de río que no tiene mares a los que llegar, el aceite como una fuente amarilla con la que se ungió el cadáver de Patroclo y el cuerpo mismo de Cristo, el aceite como venero pálido que alumbró las noches de los muchos inviernos y que se escurrió con mil sosiegos por sobre las frutas cortadas o entre las carnes que había que conservar, y en el aceite están las lluvias de la primavera y el sol de agosto y la brisa de octubre, y es el aceite un compendio de los siete días en los que Dios hablaba, aunque no sabemos ver ese milagro porque no miramos en la dirección de la profundidad. El olivo es triste y es profundo, pero es generoso, como las manos de nuestros abuelos –llenas de callos y durezas–, que abrieron la tierra y la regaron con sus lágrimas y sus hambres, que al olivo le dieron nombre de madre y lo llamaban “oliva”, que recogían aceitunas y apenas podían luego aliñar sus vidas con el aceite, pero todo esto ya lo dijo Miguel Hernández.

El olivo imprime un carácter. El aceite es el carácter del olivo. Y también el carácter de las naciones del Mediterráneo, que desde hace muchos tiempos han honrado con aceite a sus dioses y bendicen el óleo de tierra y sol para que con el aceite bendito cubra Dios la frente de los recién nacidos y los ojos cegados de los muertos. El aceite que nos recibe en la vida y nos despide en la muerte, que nos acompaña y nos enseña con su silencio voraz, el aceite que horada orillas en las almas de tantos andaluces hechos a imagen y semejanza de los olivares y que hermana pueblos y religiones, el aceite que es madre de todos los dioses y de las tribus y de los solitarios y que ya estaba en las bodegas de Argo cuando Jasón y los argonautas navegaron en la noche del temporal, que es nuestra noche.

…Al pie de las murallas derruidas se extiende un mar de olivos. En la mañana de mayo el olivar anuncia una marea de platas, una pálida y suave evocación de todas las vidas. Están las olivas enfrascadas en sus pensamientos, reflexionando sobre el aceite que bulle ya en las arrugas de sus troncos. Y se agitan sus ramas, como si quisiera un dios anidar entre aceitunas.

(Publicado en PERLAS DE ANDALUCÍA, Revista de Ganadería, Agricultura y Pesca en Andalucía. Distribuida el día 13 de mayo de 2009 con los diarios Ideal, La Voz, Sur y ABC-Sevilla).

martes, 12 de mayo de 2009

EL INTERNADO, PRODUCTO TIPICAL ESPANIN



No es habitual hablar de series de televisión en este Camino (de hecho creo que es la primera vez que se hace), pero alguna vez tenía que ser. Ciertamente no es que yo sea un forofo de la televisión, que es algo que más bien me aburre. Pero, sin embargo, uno también tiene sus aficiones. En las últimas semanas Javier Marías o Arturo Pérez Reverte han dedicado sus artículos de los domingos a desvelar algunas de esas cosas que nos cuestan trabajo o nos dan vergüenza desvelar. Y hoy toca que yo desvele que he seguido, más o menos regularmente, la serie de “El Internado”.

Al principio, es de justicia reconocerlo, era una serie facilona, para adolescentes, que tenía su intriga y hasta su encanto. O al menos para mí tenía cierto encanto, el de espachurrarte en el sillón y sin calentarte mucho la cabeza estar entretenido un rato antes de acostarte. (Recuerdo que hay a quién le gusta "Gran Hermano" u "OT" o ambos.)

Hoy se estrena la quinta temporada… y seguimos sumando, porque ni mucho menos se desvelarán aquí las intrigas y misterios que la serie va poniendo sobre el tapete televisivo desde hace ya un par de años, más o menos. Y es ahí donde yo quería llegar: a que al final la inmensa mayoría de los productos televisivos españoles se convierten en un bodrio sin pies ni cabeza, con principio pero sin final, que se alarga rizando todos los rizos y creando las situaciones más rocambolescas y ridículas con tal de mantener la serie en pantalla y seguir captando audiencia. Esto es lo que le está pasando a esta serie.

Ya en los capítulos de la última temporada descubrimos, más o menos sonrojados, que detrás de todo el misterio está un grupo nazi y que el padre de uno de los protagonistas –que a efectos oficiales se hundió en un barco con nombre de reina cartaginesa y héroe romano– anda perdido por una isla griega. Yo creo que los guionistas deberían ir ya preparando una sexta temporada en la que ponga al descubierto que los malos que sacan la sangre son los lagartos de V y que “Daiana” es la jefa de los nazis de la Laguna Negra; que al padre de los dos huérfanos lo secuestró en realidad Ulises y que está liado con Atenea, que es en realidad la madre de la niña rubita protagonista, que por eso es tan lista; que el fantasma ese que se aparece por los pasillos es el fantasma de la ópera que está triste porque se retira Carreras; que Noiret es el heredero de Guillermo de Nogaret y que anda por el mundo cumpliendo una misión ancestral de su familia de perseguir templarios escondidos, porque la realidad es que en los túneles del internado se esconde un ejército templario listo a salvar el mundo a las órdenes de Luis Merlo, que es el heredero de Jacobo de Molay, último Maestre del Temple. Ah, ¿qué esta historia de la sexta temporada no les parece creíble? Pues nada, prepárense para la séptima, donde aparecerá Hitler (que en realidad no murió en Berlín en 1945 sino que lo salvo Amparó Baró y trabajaba de pinche de cocina en un hotel de Bali) bailando el hula hoop, donde el cocinero Fermín descubrirá que a su padre lo mataron por robar “Las Meninas” y poner en su lugar una copia hecha por Ramoncín y en la que le saldrán alas al niño que se mea en la cama.

Creo que se me está yendo un poco la cabeza, no como a los guionistas de la serie. Por eso, para historias de intriga creíble, que no sonrojen ni den un millón de vueltas, vean esta noche el estreno de la quinta temporada de “El Internado”. Después de eso entenderán porque tantos productos españoles resultan tan infumables y sabrán de la facilidad que hay en este país para convertir algo interesante en un chapuz de límites incalculables. En fin, que hoy tocaba hablar de televisión y el próximo día… ¡de fútbol!

domingo, 10 de mayo de 2009

LA HORA DE LOS BUITRES



En marzo de 1993 el fotógrafo Kevin Carter llegó a un Sudán azotado por la hambruna. Al bajarse del avión encontró la que sería la fotografía de su vida y de su suicidio: sobre el suelo duro y reseco del desierto había una niña rendida por el hambre, extenuada, doblada en posición casi fetal y con la cabeza apoyada en la tierra, esperando la muerte. La criatura carecía de fuerzas para levantarse y un buitre esperaba el momento para darse un festín.

El buitre no necesitaba que la niña muriese, sólo quería que Kevin Carter se alejara de su presa. Pero Carter aguardaba paciente el momento: quería que el buitre comenzase a caminar hacia la niña con las alas desplegadas, porque sabía que entonces la fotografía sería perfecta. El buitre y el fotógrafo observaban a la niña impasibles, esperando cada uno de ellos el movimiento del otro. Al final el fotógrafo se cansó o le apremiaron sus compañeros, y disparó la cámara congelando para siempre la imagen de la niña moribunda y del buitre que acecha. Después, sencillamente, se marchó y dejó solos al buitre y a la niña, y su fotografía fue publicada en la portada del The New York Times. En abril de 1994 Kevin Carter obtuvo el Pulitzer de Fotografía por la foto de Sudán. Dos meses después se suicidó, sin poder resistir más que le preguntasen qué hizo por la niña después de disparar la foto.

Hay algo terrorífico en esa fotografía: no es tanto la certeza del sufrimiento de la niña como los cálculos y los intereses del buitre y del reportero, que contabilizan los beneficios que pueden sacar del pedazo desmadejado de carne que respira a duras penas. El buitre es un animal con mala prensa, precisamente por la voracidad con la que se lanza sobre los restos y los despojos, sin respeto a la serenidad de la muerte. Pero buitres no son sólo esos pájaros pese a todo bellos, y muchos hombres se comportan peor que buitres, esperando pacientemente alrededor del sufrimiento de los otros para abalanzarse sobre los agotados cuando ya no tienen fuerzas, para obtener su parte del botín.

Ahora hemos visto esa actitud repugnante en la SGAE, que es una mafia consentida, tolerada y amparada por el gobierno de la Nación en pago a los muchos favores prestados por los “artistas de la ceja”. Ya no es que la SGAE quiera cobrar por la música anónima de las fiestas populares, ya no es que manden espías a las bodas, ya no es que hayan conseguido que todos los ciudadanos españoles seamos considerados delincuentes cuando compramos un CD virgen: ahora han dado un paso más en su política carroñera y quieren rapiñar también en las lágrimas de los niños enfermos.

Juanma es un niño de Almería al que una terrible enfermedad le ha puesto fecha de caducidad. Pero sus padres, en un alarde de heroísmo y de amor, están intentando reunir el millón y pico de euros que necesitan para que un profesor norteamericano investigue los medicamentos que pueden curar a su hijo. Dentro de esta lucha de titanes para salvar a Juanma, el pasado 16 de abril organizaron un concierto benéfico en el Auditorio Municipal de Roquetas de Mar, en el que actuó desinteresadamente David Bisbal. El espectáculo dejó un beneficio de más de 50.000 euros, un importante balón de oxígeno en la lucha por la vida que mantienen los padres de Juanma, que saben que cada euro y cada minuto son vitales para su hijo.

Pero los buitres olieron el sufrimiento y las lágrimas e hicieron cálculo de su beneficio. Y quisieron hincar sus picos duros sobre la carne de Juanma. Y así, la SGAE obligó a los padres a pagar el 10% de lo obtenido en el concierto benéfico. Los padres, claro, pagaron: la ley obliga a ello, porque la ley y la justicia son algo que no tienen nada que ver en este país en el que los gobiernos hacen leyes para amparar a vagos y maleantes y para garantizar el sustento de los buitres. Esta injusticia se habría quedado ahí si no hubiera sido porque el pasado 5 de mayo las radios y los periódicos de todo el país –las radios y los periódicos próximos al gobierno y a la SGAE también, pero menos– se hicieron eco de la felonía perpetrada por los artistas. De pronto, los buitres fueron descubiertos revoloteando alrededor de la enfermedad de Juanma y sus argumentos han quedado deslegitimados para siempre: ya sabemos que no se trata de recaudar lo que legítimamente corresponde a los autores, ahora ya sabemos que esto no es más que una política similar a la de los esbirros del sheriff de Nottingham y que lo único que se busca es exprimir todo lo exprimible, aún a costa del dolor y el sufrimiento de los inocentes.

Seguramente cuando la SGAE se embolsó los euros que legítimamente correspondían a Juanma (lo de menos es a quién correspondían legalmente) pensaban que esa fotografía de buitres que sobrevuelan alrededor del niño enfermo no iba a trascender al gran público. Pero al conocerse su actuación se han quedado desnudos y su gesto de devolver lo robado, empujados por la marea de indignación que surgía en la calle, ya no puede devolverles la decencia. Ellos cobraron la tajada de la vergüenza, que es legal pero no por eso moralmente aceptable, y es eso lo cuenta. (De hecho, todo esto lo que viene a demostrar es que en España cada vez hay más inmoralidades y desvergüenzas que son plenamente legales.) Estoy convencido de que si no hubiera sido por el revuelo mediático –interesado, sin duda, porque a la SGAE le tienen, le tenemos, ganas muchos españoles– los artistas solidarios nunca hubieran devuelto los cinco mil y pico euros.

La política de la SGAE está apoyada por destacados artistas que van por el mundo dándoselas de izquierdosos, intelectuales y redentores de quienes no comulgan con sus verdades, que ellos suponen “la verdad”. Se han dedicado a darle brillo y postín a todas las manifestaciones convocadas por la escuálida izquierda de este país –ya no me atrevo a escribir “izquierda española”–, y a boca llena han dicho estar en contra de la guerra y a favor de los derechos de los trabajadores y de los homosexuales, de la Tercera República y de no sabemos cuantos altísimos valores más. Pero cuando de verdad se han retratado es ahora, en el caso de Juanma: no hemos visto alzar su dignísima y solidarísima voz ni a Pilar Bardem ni a su hijísimo, ni a Víctor Manuel ni a su esposísima, ni a Joaquín Sabina ni a Pedro Almodóvar y por supuesto nada sabemos de Ramoncín… Supongo que ya habrían echado cuentas de a cuánto tocaban de los cinco mil euros y andarán mohínos.

Una sociedad que consiente estas barbaridades es una sociedad enferma. Tal vez la única cura sea contar la verdad, porque ya advirtió George Orwell que contar la verdad en época de mentiras se convierte en un hecho revolucionario. Y hoy urge una revolución. O muchas revoluciones: la primera, contra la SGAE, porque hay que abortar la hora de los buitres.

(Publicado en Diario IDEAL el 8 de mayo de 2009)

viernes, 8 de mayo de 2009

VENTANAS ENCENDIDAS




Me gustan los paisajes nocturnos de ventanas iluminadas, porque te permiten novelar no sé qué vidas desconocidas de gentes que en esos momentos están bañando a sus hijos, preparando la cena, desperezándose tras el orgasmo o leyendo a la luz de una lámpara, en el silencio de la noche con niebla. La luz de una ventana es una invitación a vivir otras vidas, que no siempre son felices, porque también hay detrás de una ventana iluminada el anciano que vive solo, o la mujer que acuesta a sus hijos y aprieta las manos, nerviosa, temiendo el momento en el que el marido abra la puerta y se inicie el repertorio de voces o golpes. Cada ventana iluminada guarda una vida.

De noche el tren van pasando por entre la autopista y los pueblos iluminados y uno tiene la certeza de que a esa hora las personas se aíslan en sus casas del mundo tormentoso de fuera, de los ruidos y los desánimos, en la hora cómoda en que los manteles de la cena se tienden sobre la mesa y los niños recogen sus cuadernos y se cuelgan en las perchas las camisas y los pantalones, para poder vestir ropa cómoda, que es la de estar en casa. A mí las ciudades o los pueblos iluminados, a lo lejos, me provocan una nostalgia, un deseo de que detrás de cada uno de esos rectángulos llenos de amarillos familiares pueda haber una sonrisa, una felicidad, y aunque sé que eso no es así, y menos ahora que la crisis arrastra ilusiones y esperanzas en su torbellino de paro y carestía, sigo pensando que a cada ser humano le es concedido un instante de felicidad al día, y que ese instante tiene lugar cuando se regresa a casa al anochecer y al abrir la puerta se repite automáticamente el gesto de encender la luz, dejar las llaves, quitarse la chaqueta y adentrarse en ese reino privativo y privado que es el salón, el sillón, el olor de la tortilla en la cocina, la risa o el llanto de los niños, que son como un rescate, el libro que espera en la mesita la hora en que la casa se queda en silencio, como encantada por la luz de las bombillas y por la vibración tenue y lejana de los electrodomésticos y por el sonido amortiguado que llega de la calle o de la autopista que se abre más allá de los descampados.

Los paisajes de nuestro mundo son cada vez más desolados, cartografías inmensas de cemento y de parques con árboles anoréxicos. Daniel Salido ha captado en sus cuadros –paisajes devastados de las grandes ciudades– esta hora deshumanizada del mundo, esas lejanías solitarias donde los hombres se pierden. Salido ha pintado los paisajes y los perfiles de Madrid, Barcelona o Los Ángeles, y parece que en ellos no hay lugar para el hombre. A mí, sin embargo, me gusta imaginar –cuando miro sus cuadros– que debajo del óleo hay un bullicio de ventanas encendidas que encandilan el horizonte y encrespan en la nada una multitud de soledades que viven o malviven en esas ciudades orilladas en los caminos por los que viajamos de noche y en silencio, mientras la música de un coro tristísimo de armónicas pone un fondo gris a nuestros pensamientos.

(Publicado en Diario IDEAL el 7 de mayo de 2009)

martes, 5 de mayo de 2009

UNA DE CABREO



Vale, hoy toca estar indignado y tendré que morderme los dedos para no decirles unas cuantas palabrotas a más de cuatro en este Camino. Y es que hay días en que uno abre el periódico o escucha la radio y siente como se le revuelven las tripas. Hoy me ha sucedido eso con el periódico y con la radio, que ya es tener mala suerte de buena mañana. Aunque en comparación con la del periódico lo de la radio es casi casi agua de borrajas.

Lo de la radio. Esta mañana se despachaba en Radio Úbeda la noticia de que dentro de poco abrirá en la Calle Mesones una tienda megafasions del grupo Inditex, y que la asociación de los patronos del comercio ubetense, aprovechando que el Pisuerga está dispuesto a pasar por Úbeda, vuelve a pedir que las tiendas abran los sábados por la tarde. Como las tiendas de las franquicias abren la tarde del sábado, pues lo que quieren los empresarios ubetenses es que abran todos los comercios. Y eso, claro, se traduce en que los autónomos que llevan sus negocios solos o con sus familias pues renuncian al descanso del sábado y, sobre todo –y esto a mí me fastidia más– en que los trabajadores del “comercio tradicional” van a ser obligados a descansar sólo los domingos. Mucho me temo que algunos aprovecharán la cosa de la crisis y el fantasma del paro para aprovechar el tirón y sumarse a lo del sábado por la tarde, dejándole claro a sus empleados que esto es como lo de las lentejas.

Lo que me resulta curioso de este tema es la preocupación que los patronos comerciales tienen por parecerse a las grandes cadenas en temas de horarios de sol a sol. Y más curioso todavía es que no hayan echado cuentas de que en muchas de esas grandes cadenas se trabaja en jornadas intensivas, hay días libres, etc. Hasta donde yo sé eso ocurre en las tiendas del grupo que está a punto de abrir su tercer negocio en Úbeda. Pero intuyo –a lo mejor soy muy mal pensado– que los sufridos empleados del excelente comercio tradicional de Úbeda van a padecer los horarios de las grandes cadenas comerciales mientras disfrutan de los derechos de los tenderos de Senegal.

Y ahora vayamos a lo del periódico, que en cualquier país decente habría supuesto el inmediato encarcelamiento de los responsables del atraco por inmorales, daños a la infancia y no sé cuántos delitos más. En España no, en España esa panda de pervertidos goza de la protección legal que les ofrece el Gobierno de la Nación. Ea, nosotros somos así.

Verán, Juanma es el niño de la foto, y padece una gravísima enfermedad degenerativa que puede causarle la muerte en cuestión de muy poco tiempo. Sus días están contados, pero sus padres –dos currantes de a pie, un camionero y un ama de casa– han descubierto una clínica en los Estados Unidos donde su hijo puede curarse. Tienen esperanza, pero carecen del millón cuatrocientos mil euros que cuesta el tratamiento. Y están haciendo lo posible e imposible para conseguirlo.

El pasado 16 de abril organizaron un concierto benéfico en Roquetas de Mar. Participó en él David Bisbal, que nada cobró. La gente se volcó con el pequeño y el llenazo fue absoluto. Pero he aquí que llegaron los progres de la SGAE y pasaron la taza: de los 50.000 euros recaudados para intentar salvar a Juanma, 5.000 eran para Teddy Bautista, Ramoncín, Ana Belén, Loquillo, Salvador Távora y la otra panda de cuatreros amparados por el sindicato de la ceja. Y los cobraron, vaya si los cobraron: o sea que la SGAE es 5.000 euros más rica y Juanma tiene 5.000 euros menos para intentar sobrevivir. Luego, claro, todos estos artistas de tres al cuarto salen apoyando a los partidos de izquierdas, pero de izquierdas izquierdas, en las elecciones, y hablando de solidaridad y de derechos de los trabajadores y de la cosa pública y de República y de… ¡maldita sea su estampa, panda de vividores! Ea, que me estoy cabreando cada vez más.

...¿No hay nadie que tenga un trasatlántico libre por ahí? Es que quiero llenarlo de gentuza. Lo que no sé es si mandarlo a las aguas de Somalia a que lo asalten los piratas (prohibido acudir al rescate) o a Cancún, para desembarcar allí a tanto hijo de perra como merece ser encerrado en una pocilga de gorrinos griposos. Estoy cabreado. No lo puedo remediar. Me han dado el día.

lunes, 4 de mayo de 2009

UN JINETE EN LA TORMENTA




Tal vez fuera el hecho de que el protagonista contase su historia en primera persona y que los lugares que aparecían en la novela –el Monterrey, el Martos, la Casa de las Torres, la Plaza del General Orduña, la Plaza de Abastos, el Instituto de Bachillerato con sus alas azul y rosa, las huertas de San Lorenzo…– nos fuesen conocidos y formasen parte de nuestra realidad, o, ya desaparecidos, hubiesen formado parte de la vida de nuestros padres o nuestros abuelos, que nos contaban las vidas que habían vivido en ellos, o el que muchos personajes retratasen a personas de carne y hueso que nosotros veíamos en las calles, como veíamos al padre de Muñoz Molina en su mostrador de mármol gris vendiendo las verduras de la huerta cuando los sábados bajamos a la plaza de Abastos con nuestra madre, o tal vez que nos hablase de lugares que nos resultaban tan lejanos y llenos de vida como los aeropuertos o la ciudad de San Francisco y de la posibilidad de vivir una aventura sexual con la hija de un comandante del Ejército Republicano en un lugar como Nueva York, con la música de Jim Morrison o Janis Joplin de fondo, o quizá todas esas cosas hiladas con la maestría de una prosa serena, sin alharacas líricas pero bellísima y plagada de memorias que eran nuestra propia memoria y de esperanzas de huir que eran nuestra propia esperanza de huir, fueron las que hicieron de “El jinete polaco” una novela inaugural para los que éramos adolescentes en la Úbeda de la década de 1990. Yo leí por vez primera esa novela de Antonio Muñoz Molina cuando tenía 16 años y me disponía a matricularme en 3º de BUP en el mismo Instituto en el que había estudiado el escritor: tengo intacta la memoria de los caminos que abrió en mí aquel libro lleno de memorias y densidades en el que yo podía reconocerme y en el que podía identificar situaciones que me eran familiares, porque ese teniente Chamorro que hablaba de revolución social y del reparto de la tierra durante el almuerzo en los descansos en la huerta me recordaba a mi abuelo Juan hablando de la guerra que perdió mientras comíamos en los días fríos de diciembre, en la aceituna, cuyo horizonte también nublaba la perspectiva de mis vacaciones de Navidad. Pero Muñoz Molina fue, también, la certeza de que era posible vivir una vida de aventuras sosegadas –a mí siempre me ha parecido que esa vida de traductor que bebe whisky tras una cortina de humo en una taberna neoyorkina, mientras espera a Nadia Galaz y va reconstruyendo la memoria de una ciudad que lo oprimía, pero a la que se siente unido por lazos sentimentales y morales mucho más profundos de lo que él mismo quisiera reconocer, tiene mucho de antihéroe romántico, de derrotado a lo Humphrey Bogart o de algunos de los personaje de los cuadros de Edward Hopper, que son un testimonio de soledades– y de que había mundo y posibilidades más allá de las murallas derruidas que cercan Úbeda, aunque luego la vida y las circunstancias se hayan encargado de hacer una fotografía de nuestra vida que se parece tanto a la de Félix, ese heroico personaje de la novela.

Me piden ahora que escriba una semblanza de Antonio Muñoz Molina, y no sé que escribir, porque la realidad de Muñoz Molina como escritor –supongo que es esa la faceta que interesa a los lectores de un periódico de domingo– se mezcla con mi realidad personalísima de lector, y al sentarme delante del folio en blanco descubro que la semblanza de este hombre recto es un poco la semblanza de la propia herencia intelectual en la que yo me reconozco y de la que ahora me doy cuenta tanto debo a aquel chico tímido que se crió en la Plaza de San Lorenzo. No sólo porque a través de Mágina y de los personajes de las novelas de su “ciclo ubetense” nos ha ofrecido a muchos ubetenses otra visión de la realidad, de nuestra realidad, sino sobre todo porque en Muñoz Molina hemos encontrado muchas veces la voz que impone serenidad en medio de la tormenta, la voz española que en el momento actual condensa lo mejor de la herencia liberal y socialista, y que dice las verdades que son verdad para su conciencia sin importar lo que opinen tirios y troyanos.

¿Una semblanza de Muñoz Molina? No sé, pero tendría que hablar (si dispusiera de muchos folios para escribir) de lo paradójico que siempre me ha resultado que Úbeda haya tratado “tan bien” a este hijo suyo –ya saben: Hijo Predilecto y Medalla de Oro de la Ciudad– cuando no hay una sola página de su obra que no sea una crítica certera y serenísima de la realidad gris de este pueblo que compartimos, un dardo sin acritud dirigido al corazón mismo de quienes siguen enrocados en su ombliguismo provinciano y casposo. Pero también tendría que hablar de los horizontes que la obra de Muñoz Molina ha abierto, de la visión cruda que ofrece de la realidad de estas tierras del sur o de la dignificación del trabajo físico –él puede escribir con conocimiento de causa sobre qué es la aceituna, el frío, el dolor de los riñones– y de los hombres que pasaron privaciones y necesidad para que España pudiera ser mejor de lo que era y que ahora deben sentir una especie de desolación porque sus sueños han sido puestos en almoneda, y tendría que decir –aunque creo que ya lo he dicho antes– que Muñoz Molina es hoy por hoy uno de los últimos herederos de la tradición republicana y patriótica, y que por ser patriota –patriota, no patriotero– con “las zonas templadas del espíritu” nos ha dado a muchos el aliento necesario y los argumentos revividos de unos hombres que en la década de 1930 quisieron que fuera posible una España civil, laica, una educación pública que igualara a los hombres en la posibilidad de construirse un futuro mejor.

¿Una semblanza de Muñoz Molina? Podría haber dicho que nació en Úbeda un 10 de enero de 1956, que ha sido articulista en el Ideal de Granada o en ABC o en El País, que es Premio Nacional de Literatura o miembro de la Academia, y haber reseñado sus novelas, sus libros, o haber reflexionado sobre su fino instinto para apreciar las profundidades de los pintores que tanto le gustan, pero al final no estaría diciendo nada de este hombre que ya no se conozca, o tal vez no estaría diciendo nada que a mí me importase ahora, porque aquellos títulos y méritos –los premios, la condición de Académico– eran algo que me deslumbraron cuando era adolescente y leí por primera vez “El Jinete Polaco”, pero ahora ya no, ahora me quedo con el hombre desnudo que es Muñoz Molina. El hombre que debe ser más o menos el mismo que iba a la aceituna y que vendía lechugas o acelgas todavía húmedas en el puesto de su padre, el que soñaba con vivir en Nueva York y ahora vive allí, en un barrio donde los nombres de las tiendas le recuerdan la Plaza de Abastos de su pueblo, pero también el hombre que sabe mirar la belleza de una obra de arte sin renunciar al deber ético y cívico de acercarse con la minuciosidad del platero al sufrimiento de los débiles –que son esos que reconoce en los rostros de sus padres y de sus abuelos y de los ubetenses que perdieron la guerra, como mi propio abuelo–, o a la penosa situación de la educación pública, al vapuleo al que los nuevos reyes de las taifas nacionalistas someten a la patria española, el hombre, digo, en el que yo creo que vibran los ecos de Azaña o Prieto o de Fernando de los Ríos, y que es un hombre que no hace ostentaciones ni se exhibe y que quiero pensar que es el mismo al que siendo yo adolescente y tímido me acerqué una Noche de Reyes, mientras la cabalgata pasaba por la Plaza del General Orduña, para pedirle un autógrafo, porque entonces yo también quería ser un jinete en la tormenta, arrojado a este mundo e imaginando que huía, con mis sueños de San Francisco y de la isla de Wight y mi cara implacable de Mágina.

(Versión ampliada del artículo publicado en Diario IDEAL el día 3 de mayo de 2009)

viernes, 1 de mayo de 2009

GUADALUPE



Muchas primaveras –1616, 1673, 1734, 1750, 1791, 1817, 1899, 1925…– por que no llovía. Y en abril de 1746 para que finalizasen “los rigurosos fríos y continuadas lluvias” y brotasen así “los frutos y granos de los panes”. En 1650 y en 1681 o en 1800 por la peste, y en abril de 1738 para que cesaran las calamidades que tenían a Úbeda “en el maior desconsuelo”, y marzo de 1751 por las enfermedades y la muerte de muchas personas –era tal la desesperación que el Concejo pidió que no tocasen las campanas cuando se administraba la extramaunción por “no aflixir más al pueblo”–, y en 1786 o 1795 para que cesen la plagas de terciarias o de calenturas ardientes, y los otoños de 1833 y 1860 y 1885 porque hay epidemias de cólera morbo. Y en 1670 ó 1709 porque la langosta se come los campos. Y en muchas más veces los ubetenses trajeron la Virgen de Guadalupe hasta Santa María porque algo poderoso los afligía, como aquel septiembre de 1804 en que el pueblo –amotinado– suplica que la Virgen no se vaya de Úbeda porque los temblores de tierra y la epidemia de peste que padece Málaga han puesto un miedo en el ambiente.

Ramón Beltrán ha dicho que en la devoción a la Virgen de Guadalupe se resume la “historia del dolor de Úbeda”, porque no ha habido desconsuelo en esta ciudad en que no se haya bajado, con prisas y con ansias, hasta el Santuario para traer a la Virgen. Fe de nuestros antepasados, hondísima y sincera: ¿rondaba la peste o no llovía y se agostaba el trigo y faltaba el pan?, pues a por la Virgen… Ante cualquier problema, ante la certeza del sufrimiento que se avecinaba, pedía la Ciudad autorización para subir a Úbeda a la Virgen de Guadalupe y suplicarle misericordia. Historia del dolor, sí, pero también historia de una fe como del carbonero que cada año revive cuando el primero de mayo la Virgen sube desde el Santuario del Gavellar y una multitud la espera en el Molino de Lázaro.

Y sin embargo, la relación de Úbeda con su Virgen de Guadalupe ha adelgazado. Ahora, las tradiciones ubetenses –la salida de Jesús Nazareno, esperar o despedir a la Virgen en el Molino de Lázaro– están puestas en almoneda: no son espectaculares, no encandilan a las multitudes, no responden al manido tópico andaluz que vende Canal Sur. Hilvanan y convocan sentimientos de generaciones idas, cierto es, pero eso no le dice nada a los nuevos ubetenses y se ha producido un hiato entre los ubetenses que ya no son y los que serán mañana. ¿Habrá dentro de cincuenta, setenta años, ubetenses delante de La Consolada –al romper el Viernes Santo– o camino del Gavellar en la madrugada de mayo? ¿Los que hoy son niños o jóvenes se emocionarán entonces cuando vean a la Virgen diminuta llegar a Úbeda por los Cuatro Caminos?… Mañana, a la tarde amarilla, muchos ubetenses revivirán los muchos ayeres que mamaron con las esperanzas y los dolores que sus padres hilaron en la devoción a la Virgen de Guadalupe. Habrá mañana no sé qué nostalgia pálida en un puñado de corazones.

(Publicado en Diario IDEAL el día 30 de abril de 2009)