jueves, 18 de septiembre de 2014

I LOVE CATALUÑA





Por Joan Maragall, Salvador Espriú, Jaime Gil de Biedma, Josep Fontana, Joan Miró, Antoni Gaudí y Salvador Dalí, Ana María Matute, Josep María Castellet, Zenobia Camprubí, por los Goytisolo, Martín de Riquer, Vicens Vives, Mercé Rodoreda, Ramón Casas, Pau Casals, Tete Montoliú, Isaac Albéniz, Josep Carreras, Monteserrat Caballé, El Último de la Fila, Loquillo, Jordi Évole, Mingote, Josep Pla, Lluis Llach, Albert Boadella, Els Comediants, La Trinca, La Fura del Baus, Tricicle, Manuel Vázquez Montalbán y por Joan Manuel Serrat.

Por todo lo que el movimiento obrero catalán supuso para la mejora de los derechos de los trabajadores españoles. Y porque allí encontraron trabajo y hogar los andaluces y los extremeños que huían, hambrientos y humillados y vencidos, de los señoritos de los pueblos en los años 50 y 60. Y por la relevancia de sus movimientos cívicos y sociales en la lucha contra el franquismo.

Y por las Olimpiadas del 92 y por la Sagrada Familia y por los libros y las rosas de cada 23 de abril.

Y por el pan con tomate, el cava y la longaniza.

Y porque Don Quijote fue derrotado en las playas de Barcelona y porque por la frontera catalana abandonó España, ligero de equipaje, Antonio Machado, rodeado por miles de vencidos.

Y por esos mil nombres, esas mil razones, esos mil sentimientos, esos mil sufrimientos y esas mil alegrías que hemos vivido juntos.

Por eso quiero que Cataluña no se vaya. Por eso quiero que Cataluña siga siendo parte de la España en la que creo: porque una parte muy importante de mi manera de sentirme español se la debo a Cataluña. No porque lo diga la Constitución, no porque tengamos sobrada fuerza bruta para imponer la ley: yo no quiero que se queden por narices y a la fuerza y hasta que nos separemos a fuerza de matarnos.

Porque no quiero enfrentar razones muertas, y en muchos casos inventadas, de hace diez siglos, sino exponer razones vivas y sentimientos poderosos que nos unen, no de las patrias imaginadas sino del país en el que vivimos ahora, con las mismas angustias y las mismas desazones y los mismos atentados contra el futuro de nuestros hijos.

Yo no quiero vencer a Cataluña: yo quiero convencer a Cataluña.

Pero es que yo, simplemente, quiero a Cataluña. Y cuando se quiere no se impone, que es cerrar el puño para golpear: cuando se quiere, simplemente se propone, que es tender la mano para que el otro la coja y poder caminar juntos.


viernes, 11 de julio de 2014

LA VIEJA CÁRCEL O LA DESTRUCCIÓN DE LA MEMORIA



 


El Gobierno de la Nación ha anunciado, vía BOE, su intención de proceder a la demolición del edificio de la antigua Cárcel Modelo del Partido Judicial de Úbeda. en 108.000 euros se ha valorado la operación de destrucción de este edificio de la década de 1920 que permitirá al Estado contar con un vasto solar destinado a la especulación urbanística. Algo menos de dieciocho millones de pesetas para poner fin a uno de los edificios más significativos de la historia de Úbeda durante el siglo XX.

La vieja Cárcel de Úbeda se construyó en 1927 en una amplia avenida arbolada situada por encima del arrabal de San Nicolás, entre la Torrenueva y la Venta Juanillo. Era una zona “de expansión” en la que, por detrás de la cárcel, se situaban las “casas baratas” de trabajadores humildes y en la que, hasta finales de los años 80, se conservaron espléndidas casas del primer tercio del siglo XX, construidas por la mediana burguesía ubetense y definidas por la mezcla de ladrillo y paramentos de color blanco. El único edificio que se conserva de todos aquellos que se construyeron antes de la Segunda República, es este edificio neomudéjar de la Cárcel Modelo de Úbeda, uno de los más notables ejemplos de la arquitectura historicista de la provincia de Jaén que, curiosamente y pese a su relevancia artística e histórica, no está declarado como Bien de Interés Cultural por la Junta de Andalucía, catalogación ésta que habría permitido evitar la destrucción del edificio.

Ahora se pretende inscribir el edificio en el catálogo de lugares de la memoria democrática de Andalucía, que es una relación de los espacios y lugares relacionados con la represión franquista: cárceles, campos de concentración e internamiento y tortura, paredones en los que se fusilaba. Por la propia lógica de la represión, debieron ser lugares sometidos a la jurisdicción militar extraordinaria que llevó a cabo las tareas de eliminación de los derrotados. Sin embargo, la evidencia histórica apunta a un papel secundario de la Cárcel Modelo en la brutal represión que Úbeda padeció tras la entrada en la ciudad de las tropas comandadas por el coronel Saturnino González y el comandante Enrique Velázquez (ambos nombrados hijos adoptivos de Úbeda. Según se desprende del Padrón Municipal de Habitantes de diciembre de 1939, los centros de reclusión de presos políticos fueron el palacio de Josefa Manuel o Casa del Jodeño, para los hombres, y los solares del Buen Pastor (actual Calle Alonso de Molina) para las presas; era en estos centros donde se hacinaban cientos de personas donde se ejercía la jurisdicción militar, era en ellos donde se torturaba para obtener confesiones y desde allí (hasta los primeros meses de 1940, en que todos los presos son trasladados a Jaén) los presos partían primero al Salón de Plenos del Ayuntamiento para ser sometidos a juicios de guerra sumarísimos y, ya condenados, a la tapia del cementerio para ser fusilados. La Cárcel Modelo del Partido debió seguir sometida a la jurisdicción penal ordinaria y como tal, en la misma tuvo que ser muy poco frecuente la reclusión de represaliados políticos.

Y sin embargo, la Cárcel Modelo del Partido Judicial de Úbeda es un edificio completamente imprescindible para entender la Guerra Civil en Úbeda. Porque no puede olvidarse que en ella, la triste madrugada del jueves 30 al viernes 31 de julio las turbas revolucionarias asesinaron brutalmente a casi cincuenta personas indefensas. Ese crimen espantoso fue determinante en otros acontecimientos de la Guerra en la provincia de Jaén: tras él, las autoridades republicanas, sabedoras de que no podían garantizar la seguridad de los presos en los pueblos de la provincia, ordenan su traslado a la capital, donde son recluidos en la Catedral. Y cuando consideran que incluso ahí les resulta difícil salvaguardar las vidas de los presos políticos, ordenarán su traslado a Madrid en unos trenes conocidos como “trenes de la muerte”, que son asaltados por las turbas a la entrada de Madrid y que se saldan con el asesinato de cientos de jiennenses.

La antigua Cárcel de Úbeda adquiere esa noche terrible de julio de 1936 su valor como lugar para la memoria de lo que nunca más debe repetirse. E incluso si se quiere salvar el edificio como lugar de la memoria democrática tendrá que hacerse, incómodamente, mirando entre el espesor de aquella noche entrelazada de gritos, miedo y sangre. No sólo ya porque en aquellas horas fueron pasados por las armas varios concejales de la CEDA del Ayuntamiento de Úbeda, a los que al actual sectarismo histórico les niega ningún reconocimiento democrático. Y sin duda no pueden ser considerados como “demócratas” aquellos que tenían en sus aspiraciones el ideal de la eterna España católica y militarista, pero como tampoco pueden serlo los anarquistas o quienes fueron a la guerra no para defender a la “República democrática de trabajadores de toda clase” sino a la revolución según la Unión Soviética de Stalin. Pero no se trata de sopesar ahora cuánto respeto se merecen unos muertos y cuánto los otros. Se trata ahora de reivindicar la salvación de la Antigua Cárcel de Úbeda como edificio singular y como lugar de la memoria democrática. Y no porque allí hubiese presos políticos tras la victoria de 1939 sino porque allí, la noche de la saca de julio del 36 fueron asesinados por los milicianos revolucionarios el concejal republicano Juan Cuadra Catena y el socialista Baltasar López Ruiz.

De todas las memorias democráticas de Úbeda, verdaderamente democráticas, la memoria de Baltasar López Ruiz es la más incómoda y por ello la más necesaria y la más clarificadora. Baltasar López era un hombre recto, un demócrata convencido, una persona honesta odiada y encarcelada tras el 18 de julio por sus propios compañeros del PSOE con Blas Duarte a la cabeza, arrebatados ya por el mesianismo de la revolución. Baltasar López había sido Alcalde de Úbeda durante la mayor parte de los años republicanos: se había batido luchando por los derechos de los humildes y, derrochando respeto, se había ganado el respeto de sus adversarios políticos. Era socialista y republicano, un Alcalde convencido de las virtudes democráticas del régimen político de la Segunda República. Fue asesinado en la Cárcel Modelo del Partido Judicial de Úbeda. No en 1939 por los fascistas victoriosos sino en 1936 por los revolucionarios arrebatados.

Tal vez sólo por esta memoria incómoda, libérrima, del Alcalde Baltasar López Ruiz, por esta memoria que pone contra las cuerdas todos los sectarismos que actualmente nos asaetean, merecería le pena conservar un edificio cuyo derrumbe en aras de la especulación será un crimen de lesa historia que la sociedad ubetense no debería perdonar. 

viernes, 23 de mayo de 2014

LA PRIMERA VEZ





Creía que estaba preparado para que fuese mi primera vez. Creía que no me iba a remorder la conciencia. Creía que no iba a sentir el aliento de mi padre o de mi abuelo en el cogote preguntándome qué estás haciendo chaval. Pero a medida que se ha acercado el día he sentido que flaqueaban las fuerzas y que se me desbarataban los argumentos, que la conciencia me remordía y que no iba a poder consumar la decisión que tan firmemente tenía tomada.

Lo siento. No sé bien cuanto pero lo siento. Siento tener que dejarlo para otra vez. Siento tener que dar marcha atrás. Siento tener que ir a votar el domingo. Pero es que no he podido remediarlo.

Sí, ya sé todos los argumentos que hay para no ir a hacerlo. Son los mismos que yo me he repetido día tras día los últimos meses.

Sé que el Parlamento Europeo en realidad no sirve para nada porque las decisiones importantes se toman en la Cancillería de Alemania y en el Bundestag.

Sé que la Unión Europea, que nos compró por un puñado de autovías, se ha convertido en el instrumento que machaca el futuro de nuestros hijos, la escuela y la sanidad públicas, los derechos de los trabajadores.

Sé que Alemania es hoy, otra vez, como hace justo cien años, como hace justo setenta y cinco años, el cáncer de Europa, el problema que tendremos que enfrentar en el futuro si queremos vivir en paz y en libertad: "la muerte es un maestro venido de Alemania", decía Paul Celan en la década de 1940; hoy, la miseria y el neofascismo son los maestros que vienen desde Alemania. 

Sé que el euro es la versión moderna de las divisiones pánzer y que Merkel, propietaria de las instituciones europeas, consigue con el Banco Central Europeo, la Troika y la Comisión lo que el káiser Guillermo y el furer Hitler no pudieron conseguir con sus ejércitos, así, sin necesidad de ahogarnos en un océano de sangre pero sumergiendo a millones de ciudadanos del sur de Europa en un mar de sufrimientos y de indignidades.

Sé que desde que entramos en el euro, guiados no por ninguna decisión racional y sensata sino tan sólo por un complejo histórico de inferioridad, nuestras vidas han ido a peor, han mermado nuestros sueldos y se han convertido en artículos de lujo cosas tan básicas como la luz, el agua, el gas... por no hablar del deterioro sufrido por los servicios públicos esencias y por el ataque padecido por las políticas de igualdad social.

Sé, sé todo esto. Y sé que no hay posibilidades de romper ese corsé de acero que Alemania ha construido para encerrar a Europa dentro, vengando su justa derrota de 1945. 

Lo sé. Lo sé todo. Todo lo de antes y todos los otros argumentos que queráis darme para quedarse en casa el domingo. Yo ya tenía pensado hacerlo. Por primera vez. Sin pensar en españoles como mi abuelo Juan que tanto lucharon y padecieron para conseguir el derecho al voto. Lo tenía pensado. Estaba decidido. Y sin embargo, he cambiado de opinión.

Y voy a ir a votar. No porque haya cambiado de opinión. No porque me haya vuelto amante del Parlamento Europeo, de la Unión Europea o del euro. No. Voy a ir a votar simplemente por fastidiar: por fastidiar a los grandes, para que los grandes no se salgan con la suya, para dejar claro con mi humilde voto perdido en la urna que estoy harto, cansado y que no quiero para mi hijo el futuro pardo que Merkel y sus esbirros de Bruselas y Estrasburgo han diseñado. Simplemente para eso voy a votar, sin convencimiento y con rabia: para ejercer mi derecho a joder un poquito a los grandes, a los poderosos, a los que se creen dueños de mi vida y de la vida de mi hijo. Hoy por hoy no se me ocurre ejercicio más sano de libertad: se saldrán con la suya, porque tienen sobrada fuerza bruta para ello, pero no será con  mi complicidad.


lunes, 24 de marzo de 2014

ADOLFO SUÁREZ





Se junta que somos un país sin memoria y un país que no estudia historia en las escuelas. Y por eso o no se recuerda o no se conoce lo que era este país en julio de 1976, cuando yo era un bebé de siete meses.

Entonces España era un país con un ejército que no hubiese tenido ningún escrúpulo en formar una junta militar inspirada en las de sus amigos de Chile y Argentina.

Un país donde las fuerzas policiales no dudaban ni en apretar el gatillo contra los manifestantes que pedían libertad y amnistía (teniendo yo tres meses y un día, el Miércoles de Ceniza, habían asesinado a cinco obreros refugiados en una iglesia de Vitoria, a sangre fría) ni en amparar y proteger a las bandas guerrilleras de ultraderecha.

Un país sacudido por el terrorismo de ETA, del GRAPO y el FRAP y por el de ultraderecha de los Guerrilleros de Cristo Rey o Fuerza Nueva, el terrorismo de los que sólo querían un nuevo enfrentamiento entre españoles que rubricase la victoria de 1939 o que le diese la vuelta a la tortilla.

Un país abocado a una crisis económica gigantesca, brutal, que se aprestaba a arrojar unas cifras de paro desesperantes y una inflación casi incontrolable, sin un sistema fiscal moderno, con una Seguridad Social en pañales, sin protección contra el desempleo, con una ingente tarea por hacer para construir el bienestar.

Un país con un problema territorial pendiente de resolver en Cataluña y País Vasco.

Un país con un rey nombrado por el dictador y que, dígase lo que se diga, estaba dispuesto a borbonear y a inmiscuirse en la política sabiéndose protegido por el ejército.

Un país en el que sólo una minoría formada por estudiantes, militantes del Partido Comunista, sindicalistas de las Comisiones Obreras y personas humildes de las asociaciones de vecinos y de las parroquias obreras se habían opuesto a la dictadura y habían clamado por la democracia, pagando por ello con la cárcel y la tortura.

Un país en el que los franquistas querían un eterno 18 de julio, la derecha una constitución como la de 1876 y la izquierda la promulgación de la Constitución de 1931.

Entonces España era un país donde la inmensa mayoría de la gente o había vivido la guerra civil o había vivido en su memoria y en la experiencia de los años de acero y quería, simplemente, “vivir la vida, sin más mentira y en paz”. Estoy convencido de que eso era lo que querían mis padres, jóvenes entonces, con proyectos y complicidades y con un hijo de siete meses, esperando ya sin saberlo otro que nacería en marzo de 1977, cuando por España parecía que habían pasado no nueve meses sino nueve años.

Es ese el país en el que Suárez aterrizó como Presidente del Gobierno en julio de 1976. ¿Qué era Suárez en julio de 1976? ¿Un neofranquista? ¿Un reformista? ¿Un demócrata? ¿Un representante del ala izquierda del franquismo? Suárez, en julio de 1976, era simplemente un tipo seductor, intuitivo, inteligente, que había captado el mensaje silencioso de la mayoría de los españoles, un hombre muy parecido a los españoles de a pie, un político descarado y simpático que había conectado con el sentimiento de millones de españoles que eran como mis padres y que tuvo el coraje y la ambición y la valentía suficiente como para saber que en política no existe la necesidad (todo lo contrario, no se nos olvide, que los políticos de ahora, que cometen sus barbaridades amparándose en que es necesario) y para defender que sólo cuando la audacia de la libertad ocupa el centro de la acción política se consiguen grandes cosas.

Suárez consiguió grandes cosas. Consiguió que el franquismo se suicidase sin mucho ruido. Consiguió que el rey entendiese que no iba a someterse a sus caprichos y legalizó al PCE y fundó la UCD y se presentó a las elecciones, lo que no entraba en el guión que a Juan Carlos le había escrito Fernández Miranda, e independizó a los gobiernos del borboneo. Consiguió someter el ejército al poder civil. Consiguió construir los cimientos de un régimen político normal en el entorno europeo pese a los envites del terrorismo por desestabilizar todo el proceso, pese a la crisis económica y pese al paro. Consiguió demostrar que era posible hablar todos con todos sin echar mano a las pistolas. Consiguió demostrar que si este país quiere, este país no está condenado, que la pobreza y el mal gobierno no son un estado místico del hombre, que importan el mal y el buen gobierno, que aún se estaba a tiempo de cambiar la historia, consiguió demostrar que este país no necesita palo largo y mano dura para evitar lo peor. Consiguió forjar la primera Constitución de la historia de España en la que se podía encontrarse una mayoría de españoles de todas las ideologías y todas las clases sociales, una Constitución imperfecta y mejorable, pero no sectaria, posibilista. No es justo imputar a Suárez ni a la Transición que él pilotó los males que hoy padecemos como sociedad: el creó un país y una Constitución en una situación excepcional, un país y una Constitución que después, para mejor defender sus intereses, han congelado y pervertido los partidos políticos; luego la responsabilidad de lo que pasa no puede ser de Suárez sino de los que han cosificado la Constitución, los que han prostituido todo su articulado social y económico, los que solo recurren a la Constitución para defender la unidad de España pero no los derechos sociales y las libertades fundamentales, los que han finiquitado la división de poderes, los que han pervertido el Tribunal Constitucional, los que desde el poder judicial no han puesto fin a tantos desmanes. No puede ser culpa de Suárez que el aire político, judicial y civil de este país se esté volviendo irrespirable: tal vez todo sería de otra manera si hubiese hoy un Adolfo Suárez que asumiera la voz de la calle y tuviera la audacia de liderar el cambio, con valentía, con coraje, mirando a los retos de frente, cambiando leyes y constituciones, urdiendo consensos, escuchando el clamor que sube de las plazas.

No me arrogaré yo el gesto soberbio, tan actual, de mirar con suficiencia y por encima del hombro lo que siendo yo un niño hicieron en este país, en circunstancias difilísimas, hombres como Suárez. Desde ayer me he acordado mucho de aquella infancia mía que pudo ser normal porque Suárez trabajó para que este país fuese normal, desde ayer me he acordado mucho de mi padre, porque sentía una sincera admiración por Suárez. Lo defendió siempre: todavía recuerdo como hablaba de él cuando en reuniones con sus hermanos éstos decían que Suárez era un traidor. Menos en 1982, lo votó siempre. Yo creo que se identificó profundamente con este hombre imperfecto y que se solidarizó con él en medio de esa soledad en la que todos (salvo Carrillo, salvo Gutiérrez Mellado) lo dejaron al final de su mandato. Mi respeto a Suárez tiene mucho de respeto a mi padre y a esa generación que buscó “cielos más estrellados / donde entendernos sin destrozarnos / donde sentarnos y conversar”.

Hoy que es elogiado en las editoriales de los mismos periódicos que lo denostaron, hoy que es alabado por los mismos que le hicieron la vida imposible y lo dejaron sólo, hoy yo me limito a acordarme de mi padre y del respeto que mi padre sentía por este hombre excepcional de nuestra historia al que, estoy seguro, tengo que agradecerle una parte de mi infancia feliz.

Adolfo Suárez: que la tierra te sea leve.

sábado, 22 de febrero de 2014

COMO SE FUE EL MAESTRO




Con muy pocas personas tengo la deuda moral, sentimental, literaria, patriótica y personal que tengo con Antonio Machado. Reconozco que con Antonio Machado me ciega la pasión y el respeto, la reverencia y la admiración, porque gracias a él aprendí a amar la poesía y porque gracias a él sigo teniendo una idea de España en la que creer. Le debo mucho a Antonio Machado, mucho. Por eso hoy es inevitable que me acuerde de él, con una emoción íntima, con ese sentimiento de que hoy muchos españoles tenemos algo importante que celebrar: hace setenta y cinco años moría, perseguido por los ejércitos fascistas, fuera de España, rodeado de la multitud hambrienta y desesperada con la que había cruzado los Pirineos, hace setenta y cinco años moría en un pueblecito de pescadores franceses el más grande poeta en español de todos los tiempos y uno de los más altos y dignos ejemplos de compromiso con nuestro país. El ejemplo y la voz de Antonio Machado fueron tan inmensos que ni siquiera la dictadura que lo había arrojado al exilio y que lo condenó a morir y a ser enterrado fuera de la tierra española que tanto amó, que ni siquiera esa dictadura pudo desterrarlo de sus libros de literatura y de sus bachilleratos y sus escuelas: pudo pasar de puntillas por la figura de Antonio Machado, que tan incómoda le era, pero tuvo que pasar por ella, porque era demasiado grande como para que un puñado de tierra francesa la tapase para siempre.


Pero hoy no se trata de ajustar cuentas con los verdugos de Antonio Machado. Hoy no se trata de lamentarse de que alguien como él (y en él concurren los dramas personales de miles y miles de españoles que tuvieron que morir fuera de nuestro país, al que habían defendido defendiendo la República) no descanse abrazado por la tierra de Soria. Hoy se trata tan sólo de dejar aquí constancia de una emoción personal, de algo pequeño y maravilloso que siento desde hace unos días al pensar en este día, mientras saboreo despaciosamente tantos y tantos versos maravillosos de Antonio Machado.

Dijo otro español grande, Manuel Tuñón de Lara:
"El 22, cara al Mediterráneo, casi desnudo como los hijos de la mar, en el pueblecito francés de Colliure, moría don Antonio Machado. Don Antonio el Bueno, que había atravesado la frontera participando en el éxodo de su pueblo, del que jamás se separó. Al día siguiente, unos oficiales de un escuadrón de caballería del ejército republicano, internados en el castillo de los Templarios, llevaron a hombros su ataúd, envuelto en la bandera tricolor del pueblo de España. Hoy, Colliure es un lugar de peregrinación de todos los españoles de buena voluntad. Entonces, el drama colectivo lo anegaba todo."
 Tengo pendiente ese viaje a Colliure, para dejar margaritas rojas, amarillas y moradas en la tumba de don Antonio Machado y para decirle gracias, por tanto, simplemente gracias por habernos dejado su palabra y por haber soñado un nuevo renacer de España.