lunes, 31 de diciembre de 2012

SER MEJORES





¿Qué anida en el corazón de esas personas que son perfectamente capaces de desear feliz Navidad mientras rebajan el sueldo de sus empleados sin haberse planteado ellos reducir sus beneficios, o los despiden sin pensar en sus niños, o firman órdenes de desahucio, o creen que es suficiente con comprar un kilo de garbanzos para «los pobres», por Navidad, mientras recuentan sus millones? Aunque parezca sencillo, no lo es adentrarse en el corazón de la hipocresía, porque por más que se adornen con guirnaldas de colores y flores de Pascua y misas del Gallo, las entrañas de la hipocresía son oscuras, no tienen caminos, no están cartografiadas por ningún mapa de los sentimientos. Por eso espanta tanto asomarse al corazón de estas personas en las que rostro parece transfigurarse con la llegada de la Navidad y comprobar que está negro, como podrido, por eso indigna constatar que en ese corazón atiborrado de palabras altisonantes y creencias sin sustancia nada realmente humano se ocupa porque ningún sufrimiento ni ninguna esperanza lo preocupa. Son corazones vacíos. En las bocas de estos hombres y estas mujeres que tienen el poder de crear dolores y destruir ilusiones, el deseo de una feliz Navidad es una simple catarata de palabras hueras que en nada trascienden: la feliz Navidad de tantos nace ya muerta y se agota en sus labios.

Y sin embargo y por suerte son más los otros. Los que pueden que no crean ni en dioses ni en milagros, los que están desengañados y cansados, los afligidos. Ese ejército de los humildes que se conmueven ante el despliegue de ternura y nostalgias que la Navidad trae de la mano para entregárselo a los hombres de buena voluntad; los que sienten como en su interior nace un ansia por tender la mano y por renunciar a un poco de lo poco que se tiene para hacer posible un mundo mejor, un mundo nuevo que puede que solo dure unos días, tal vez unas horas. El gran misterio de la Navidad es ese afán por ser mejores que despierta en el fondo de la carne agobiada por facturas, hipotecas, trabajos, obligaciones sociales, paros y escaseces. Llega la Navidad y nos desnuda de los aderezos de lo cotidiano para revestirnos con una especie de nueva piel en la que se transfigura el simple deseo de ser mejores, porque vivimos tan agobiados de esta vida postiza que necesitamos este reclamo de autenticidad que en el fondo es la Navidad: por la Navidad sabemos que vivimos una vida que no es nuestra vida y por la Navidad entendemos que queremos vivir nuestra vida, la vida desnuda y generosa, la vida que es mejor si nosotros somos mejores.

Puede que el llamamiento de la Navidad nos encandile durante unas horas y que luego, cuando se hayan apagado los ecos de los villancicos y el camión de la basura haya recogido los papeles de los regalos, se apaguen esas brasas inocentes que florecieron en la Nochebuena. Pero si esas ascuas pudieron vibrar atizadas por la brisa de las eternidades significa que no todo está perdido y que algún día, un viento fuerte, un aire húmedo de sentimientos, puede convertirlas en llamarada: quien una Navidad siente el deseo de ser mejor está ya íntimamente preparado para poder ser mejor, para que el deseo de la voluntad se transforme en obras, en hechos, en gestos. Quien guarda en el fondo de su ser los rescoldos del misterio no puede apagarse del todo en medio de la tormenta de la vida porque quien ardió de ternura y recuerdos ante el secreto íntimo de la Navidad arderá ya para siempre en esa vocación de transformar el mundo.

La Navidad nos convoca a la luz y a la altura. La Navidad nos convoca a ser nosotros mismos, porque somos seres hechos de alturas y de luz, no de angustias y traiciones. La Navidad nos convoca a ser mejores porque es mejor ser buenos: ese el misterio que nace cada año en la noche infinita de la Navidad.

(IDEAL, 28 de diciembre de 2012)

domingo, 30 de diciembre de 2012

AÑO VIEJO





Qué bien que 2012 se adentre ya en su último día y que pronto el tiempo lo haya borrado de los almanaques. Porque hay años que envejecen mucho antes de que diciembre llegue: son los años en los que las horas se hacen largas y pesadas y que se viven como una carga, algunas veces como una pesadilla, y en los que la cuenta de lo amargo y de la angustia pesa más que los besos de tu mujer, las risas de tu hijo, las charlas con los amigos, los libros leídos, las tardes frente al mar, una cerveza fría. Qué bien que se acabe ya este año y que se vaya para siempre. Y qué bien que enero sirva siempre para renovar en nosotros la ilusión de que las cosas pueden ser mejores, de que el año nuevo va a ser mejor, más ligero, más alto, que el año que está apurando sus últimas horas…

sábado, 29 de diciembre de 2012

LECCIÓN DE FUTURO





Juan Carlos de Borbón hablaba en su mensaje de Nochebuena de "política de altura", y los diputados de la Asamblea de Madrid han respondido a su llamamiento jugando con sus móviles y tabletas mientras se ventilaba uno de los asuntos más importantes de los últimos años: la privatización de gran parte de la sanidad madrileña, que acabará traduciéndose en una sanidad para ricos y la beneficencia para los pobres. Y sin embargo no fue esa despreocupación y ese desprecio por las cosas de las personas corrientes lo más demoledor que dejó el debate de la Asamblea de Madrid. Lo peor es la lección que se ha lanzado al futuro al aprobar esa medida en contra de la voluntad de miles de médicos, enfermeros o celadores y de millones de ciudadanos. Un día después de que se aprobase esa norma que causará dolor y sufrimiento en cantidades desconocidas en España desde hace mucho tiempo, Irene Lozano escribía que "la democracia no consiste en obtener la mayoría en las urnas para, a partir de ahí, actuar a capricho, ejerciendo el poder contra los ciudadanos." Los diputados populares de la Asamblea de Madrid han lanzado, sin embargo, el mensaje contrario: para ellos la democracia es un rodillo que oculta intenciones y que machaca a los ciudadanos. Y más peligroso aún es lo que nos han dicho a todos los ciudadanos: han dejado claro que de nada sirven las huelgas legalmente convocadas, las manifestaciones multitudinarias, los bailes y las canciones en las puertas de los hospitales, las firmas, toda esa protesta pacífica, de ira cívica y contenida. ¿Qué es lo que nos quieren decir con ese desprecio monumental a una calle cada día más harta y más cansada? ¿Que si con la palabra no es posible conservar los derechos que nos ganaron nuestros abuelos y nuestros padres? ¿Que la protesta pacífica es una pérdida de tiempo porque la voluntad partidista de destrucción de la sociedad del bienestar se ha convertido en una especie de Leviatán situado por encima del bien y del mal, de los ciudadanos y de la democracia? ¿Que la única vía que queda es la violencia? Qué oscuro futuro están abriendo bajo nuestros pies, qué oscuro.

jueves, 27 de diciembre de 2012

CUENTO DE NAVIDAD





NOCHEBUENA.— María tiene una sonrisa que no puede borrarse de su cara y unos ojos marrones y grandes que parecen un anuncio de bombones. José se enamoró de ella sobre todo por los ojos, porque pensaba que era imposible naufragar en la vida si la primera ventana a la que uno podía asomarse al despertar eran los ojos sin fondo de María. Cuando los dos perdieron sus trabajos y su casa y se vieron sin nada en la calle, fueron esos ojos los que lo salvaron, porque en ellos veía un futuro o, al menos, algo que se le parece mucho. Gracias a los ojos de María construyeron una casita casi chabola en un descampado de las afueras de la ciudad, junto a inmenso sauce llorón que en diciembre tiene unas ramas infinitas y desnudas que siempre están cubiertas por la escarcha. Gracias a los ojos de María acogieron un ternero que alguien había dejado abandonado junto al sauce y a un burro lleno de magulladuras, y les construyeron un establo pequeño y pintado de azul junto a su casa. El ternero resultó ser macho y no servía para dar leche y aún así lo querían con devoción porque tenía unos ojos lánguidos, como una tarde frente al mar, como los de María; al burro lo utilizaron para ir por los pueblecitos de alrededor vendiendo los juguetes de madera que construía José y los broches de fieltro con mil formas diferentes que María hacía en las largas noches sin televisor.

Una noche de finales de marzo, con la primavera recién estrenada y con las ramas del llorón cuajadas de yemas verdes y de pájaros, María se quedó embarazada. Se lo dijo a José mientras le calentaba el café y a punto estuvo él de atragantarse con la magdalena. Aquella mañana, los ojos de María brillaban con una luz distinta y José supo que en el fondo de aquella luz había un milagro, tal vez una promesa, algo desconocido y lleno de ternura. Muy pocos días después, el embarazo de María comenzó a complicarse y tuvo que guardar reposo absoluto. No pudo seguir haciendo muñequitos de fieltro y no podía acompañar a José, montada sobre el burro de terciopelo canela, por los pueblos. Pero, feliz, porque en ella la felicidad era un estado constitutivo, se pasaba los largos días del verano sentada en la puerta de su casa, echando maíz y cáscaras de melón y sandía cortadas en pedazos minúsculos a las gallinas, contemplando los olivos, la tierra áspera de los campos recién segados, el ciprés en toda su plenitud de hojas colgantes y de cantos de gorriones.

Les costó mucho vender el ternero y el burro, porque sabían que los dos acabarían en un matadero, convertidos en filetes y en despojos, pero no tuvieron más remedio porque las medicinas de María costaban caras. Cuando el marchante de ganado puso el fajo de billetes sobre las manos de José, él no pudo evitar las lágrimas. Pero sintió detrás los ojos de María, entornados no para ocultar la tristeza sino para cobijar el futuro, y entendió que la vida es así, cruda y desagradecida, y que ellos no podían cambiarla, tal vez ni siquiera comprenderla. Se trataba, tan solo, de poder vivirla, con esa naturalidad desprendida con la que los ojos de María nombraban todas las cosas del mundo con tan solo mirarlas. Y con ese amargo convencimiento fueron pasando para José las lunas del otoño y los días cortos de diciembre, hasta que la noche del 24 María se puso de parto.

José, torpe y nervioso, descubrió que no tenían dinero para pagar una clínica y le aterraba pensar que María tendría que parir en la chabola. Pero los ojos de María lo invitaron a no tener miedo, a tener confianza. Le dijo, cogiendo su mano y calmándolo como se calma a un niño, que buscase a Melchor y a Gaspar, dos amigos, enfermeros, que trabajaban en un hospital de la beneficencia por sueldos ridículos. José y María habían sido sus padrinos de boda, y ella sabía que con su ayuda bastaría para que el niño naciera bien. «Búscalos, José, el niño esperará hasta que ellos vengan, no desesperes... ¡y quítate esa cara de pasmarote, que me dan más dolores de solo verte!». Y José, al atardecer, salió disparado a buscarlos: no estaban en su casa, ni en el pub en el que solían tomar café. Ya de noche llegó al pequeño hospital en el que trabajaban y el celador que había en la puerta le dijo que habían salido a atender a un enfermo de cáncer que se estaba muriendo. José se deslizó sobre los azulejos viejos y limpios, y en el suelo se lo encontró Baltasar.

Baltasar había llegado hacía muchos años desde algún país de África. Había cruzado el mar en una barca de plástico, había sobrevivido a un naufragio y había logrado salvar el título de médico que traía envuelto en un tubo de aluminio. Nadie lo quiso cuando llegó y se dedicó a trabajar en ese hospital humilde, casi sin recursos, en el que se atendía a los desahuciados y a los enfermos crónicos, a los que no podían pagar sus quimioterapias y sólo les quedaba el consuelo de morir sin dolor.

—¿Qué te ocurre, José? —la voz de Baltasar era húmeda, rica, llena de nieblas y de soles. Baltasar había visitado a María durante todo el otoño, acompañando siempre a Melchor y Gaspar y a José le encantaba oírlo hablar con su mujer de recetas con productos humildes que se podían coger en el campo, los dos sentados en la puerta al sol de la atardecida, charlando como dos amigos que se conocen desde siempre.

José le contó desesperado lo que pasaba y sin darle tiempo a suplicarle que fuese con él para ayudar a parir a María, Baltasar lo cogió de la mano y lo levantó, le dijo al celador a donde iba para que le diese aviso a los dos enfermeros y se marchó caminando deprisa, en medio de la ventisca que atizaba en el filo de la medianoche, hacia la casucha de José. Y allí —Melchor y Gaspar habían llegado justo cuando el niño asomaba su cabeza por entre los muslos poderosos de su madre—, mientras el gallo desafiaba a la nieve y al viento con su grito orgulloso, nació un niño al que pusieron por nombre Jesús.

 
NAVIDAD.— El día de Navidad, María resplandecía en su cama blanca. José nunca le había visto los ojos tan grandes ni tan brillantes. Tenía hambre y desayunó unos picatostes con chocolate que les habían traído Melchor, Gaspar y Baltasar. Se habían ido los tres ya tarde, después de recoger y limpiar todo lo que el parto había ensuciado, después de besar a la madre y al niño y de tapar con una manta a un José que se había quedado dormido, de puro cansancio y pura felicidad, en el sillón desvencijado de la chabola. Y habían acudido temprano, acompañados por un puñado de amigos que llegaron para felicitar a los padres y contemplar la inocencia feliz del niño. Sabían que José y María estaban casi sin nada y trajeron pañales, leche y biberones para Jesús. José y María, cogidos de la mano, lloraron de emoción; el niño, simplemente de hambre.


LOS INOCENTES.— María estaba aquella mañana sola en la casa. Había vuelto a hacer figuritas de fieltro, y ahora, sin ella saber por qué, sus manos sólo sabían hacer niños sobre margaritas, pájaros rompiendo el cascarón y panes adornados con rebanadas de queso. Estaba descansando mientras amamantaba a Jesús cuando irrumpieron en su salón los policías y el juez, con sus uniformes y su toga de raso brillante.

—Han levantado su casa de manera ilegal y sobre un terreno que no les pertenece. —El juez tenía una voz afilada, como de navaja recién comprada; los policías la miraban con una mezcla torpe de deseo y de asco—. Aquí tiene la orden del ayuntamiento para destruir esta mierda de casa, que yo no sé cómo pueden criar aquí a un niño. Aquí tiene la orden del juzgado para que abandonen este terreno que pertenece al banco. Aquí tiene la citación para el juicio; acudan con abogado y procurador. Firme los tres papeles encima del nombre de su marido. —Uno de los policías, al acercarle los documentos, intentó tocarle el pezón, pero ella le apartó la mano dulcemente, sin aspereza, mientras lo miraba con una mirada que él nunca había visto antes y que lo dejó temblando en un sentimiento desconocido que no sabía si era vergüenza

—No voy a firmar. Esta casa y este terreno no son míos ni de mi marido, son de mi hijo. En ellos nació, en ellos come y duerme, en ellos toma el sol y escucha como cantan los pájaros.

El juez la miró con asco y tiró los papeles dentro de la cuna que José había hecho para Jesús.

—Da igual, si no quieren por las buenas, tendrán que ser por las malas. Puta escoria...

María le contó esto a José y tuvo que abrir sus ojos más que nunca para que en ellos cupiese todo el miedo del humilde carpintero de juguetes. «No estaremos solos», le dijo mientras secaba sus lágrimas. Y al tercer día, una multitud de hombres y mujeres de buena voluntad se agolpaban en las puertas de la casa de la humilde familia para impedir que los echaran.

Lejos de aquellos gritos y de aquella rabia y de aquella esperanza, en el fondo amoquetado de su despacho, el presidente del banco descolgó el teléfono y marcó el número directo del ministro.

—Ministro, no podemos tolerar lo que está sucediendo en esa chabola dichosa. Me dice el director de mi oficina que hoy había congregadas miles de personas con sus hijos pequeños, utilizándolos como escudos humanos... sí, sin duda... una gentuza sin escrúpulos... sí, utilizar a sus hijos para eso es de no tener vergüenza... sí, que sí, pero que me deje hablar... verá, el caso es que esto no para de salir en todas las televisiones y me temo que el caso acabe afectándonos en las cotizaciones en bolsa... sí, claro, una solución rápida... sí, yo tengo pensado algo, efectivo, claro, como el corte de un bisturí... claro, lo mejor es mandar un pelotón de guardias o de soldados y ordenarles que disparen... evidentemente lo mejor es disparar contra los niños... está claro que en cuanto los padres vean a quince o veinte de esas criaturas zarrapastrosas muertas se acojonarán y dejarán de dar por culo y nosotros podremos ocupar nuestro terreno... claro que el derecho de propiedad es sagrado, ministro, y que todo el mundo entenderá su orden de hacer que se respete nuestro derecho y al final, cuando construyamos allí el prostíbulo y el casino y creemos puestos de trabajo nadie se acordará de los muertos ni mucho menos de esa familia de los cojones... eso es extraordinario, hablar con el fiscal general y con el presidente del consejo general del poder judicial para que dicten autos diciendo que no se aprecia vulneración de derechos constitucionales en la operación policial es una idea extraordinaria... claro que con esa seguridad la policía trabajará más a gusto y por supuesto que nosotros libraremos una partida extraordinaria para darles una gratificación a los agentes, faltaría más... es que no hay otra manera de que una sociedad funcione si no es restableciendo el orden y cooperando nosotros y ustedes, todos al servicio del interés general, como siempre ha sido... no tienes que agradecerme nada, ministro, soy yo el que en nombre de mis accionistas tengo que darte las gracias por esa lección de patriotismo que vas a dar en las próximas horas... sí, un beso también para tu mujer y tus hijos...

Y los policías dispararon durante toda la tarde, sin descanso, llenando y vaciando el cargador con la monotonía de los que no tienen prisa por cumplir una orden certera. «Disparen contra los niños».

Por la noche, todo el descampado estaba lleno de padres y madres y abuelos que lloraban sin consuelo. Los cadáveres de los niños parecían flores tronchadas sobre los charcos de sangre congelada. Los policías acechaban hoscos, fríos. El secretario judicial, a voz en grito, ordenaba despejar el descampado porque si no la policía tendría que actuar no con la blandura hasta ahora demostrada sino con verdadera contundencia. Los padres recogieron los cadáveres de sus hijos, los liaron en mantas, en tocas de lana, y se fueron marchando lentamente, arrastrando los pies, masticando su deseo de revancha, sus ganas de desquite.


NOCHE DE REYES.— Dentro de la chabola José recogía lo poco que les habían dejado. Les habían dado media hora para marcharse. En la puerta los esperaban Melchor, Gaspar y Baltasar. Habían traído un pequeño ataúd blanco.

María metió dentro a Jesús, le limpió el cuajarón de sangre negra de la nariz, la leche reseca de la boca a medio abrir. Le cerró los ojos ya turbios por la muerte. Le ató sus patucos de lana. Lo tapó con una manta y se abrazó a José: no había nada dentro de los ojos de su mujer, eran todo superficie barrida por el viento de la noche oscura.

—Hará frío en el fondo de la tierra... es invierno, siempre es invierno, José, siempre es invierno.

(UBEDA IDE@L, Núm. 14, diciembre de 2012)

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lunes, 24 de diciembre de 2012

FELIZ NAVIDAD





Me gustan mucho las versiones en inglés de El campanillero porque en ellas el villancico suena tierno —así debe sonar el pan recién sacado del horno—, como temblando con una emoción antigua. En inglés estos villancicos delicados tienen una suavidad que no pueden prestarles las palabras nítidas y afiladas del español, la rotundidad de nuestras cinco vocales. Por eso, El campanillero en inglés insinúa y empaña como el vaho del espíritu, incita y convoca sin ninguna exigencia. Y, ¿es que la Navidad es otra cosa que no sea ésta emoción sin dirección y sin edades que hace que nuestro corazón se estremezca con un crujido minúsculo, como si algo pisara una lámina de escarcha sobre nuestro interior recién amanecido, nuestro interior recién lavado, sobre nuestro fondo en el que manotea el niño que fuimos, siempre el niño que fuimos?

Desde esta emoción que habita y alumbra en lo más íntimo de nosotros y que se resiste a no florecer cada año y que habla una lengua que entendemos aunque no sepamos o no queramos hablarla, FELIZ NAVIDAD.

jueves, 20 de diciembre de 2012

PARA EL FIN DEL MUNDO





De ser ciertas las teorías de los catastrofistas, los mayas habrían previsto el fin del mundo para mañana viernes 21 de diciembre de 2012. «¡Qué alivio, por fin se acaba esto!», pensarán tantas criaturas desesperadas para las que el día a día se ha convertido en una tortura. «¡Vaya putada, precisamente mañana!», estarán pensando los que ya tenían hechas las maletas para marcharse durante el puente de la Navidad a esquiar o a la playa o a la casa del pueblo. ¿Se acabará el mundo con un terremoto de magnitud cósmica? ¿O con un meteorito que pose sus reales sobre la tierra? ¿Será la causante una explosión nuclear? A tanto no llegó el pueblo maya, pero en cualquier caso, la NASA —que es lo más parecido a un dios sabelotodo que le queda a la humanidad del siglo XXI— ya ha dicho que ni sus telescopios ni sus microscopios divisan nada que aventure el fin del mundo para mañana mismo.

Frente al mal augurio de los catastrofistas y apocalípticos, se ha posicionado una batería de optimistas irreductibles, que son tan peligrosos como los pesimistas de vocación, si no más. Y dicen que lo que los mayas predijeron fue no el fin del mundo sino el fin de una era histórica y su sustitución por otra gobernada por la armonía, la paz y la felicidad perpetuas. O sea, que no es sólo que mañana no se acabe el mundo sino que hasta puede que en un golpe de suerte que de sobra nos merecemos los que se acaben sean los políticos, los banqueros, los de la CEOE, los del Fondo Monetario Internacional y los de la Troika, y ya sin ellos podremos recomponer un mundo destruido por su odio a toda forma de vida medianamente feliz y digna.

Para cualquiera de las dos situaciones me habría gustado a mí escribir un artículo más a tono, uno de esos que hacen época; un artículo magistral de despedida de la humanidad que hubiese dejado a la altura del betún a la Oración fúnebre de Pericles, o uno no menos trascendental que se hubiese convertido en una especie de carta fundadora de la nueva era. Al final, como ven, ha salido este artículo tonto y escéptico, pero que resulta más que suficiente para lo que mañana va a suceder. Y es que mañana viernes —ni teman ni se hagan ilusiones, queridos lectores— ocurrirá que el mundo seguirá exactamente igual que hoy: no va a acabarse, pero tampoco va a darse la vuelta como un calcetín y para desesperación de los desesperados y alegría de los todavía ilusionados, el mundo seguirá acabándose como hasta ahora, poco a poco y sin prisa, para que los ricos disfruten durante más tiempo de su riqueza y los pobres soporten su pobreza sin que ni siquiera puedan confiar en la redención por aniquilación. Y es que cuando mañana amanezca el viernes seguirán destruyéndose nuestros derechos y seguirán los banqueros amasando sus millones a costa del sufrimiento de los inocentes; un buen puñado se aprestará a seguir celebrando la Navidad como si nada estuviese pasando y otros muchos descubrirán que hace mucho que el capitalismo convirtió la Navidad en una excusa sin trascendencia; habrá quien todavía piense que nace un Dios cargado de esperanza, y otros descubrirán que Dios no puede ya nacer porque los poderosos lo enterraron debajo de sus oraciones sin alma y sus rituales, debajo de sus compras, de sus mensajes de Nochebuena, de sus hipócritas buenos deseos; los habrá que se acuesten abrazando un décimo de la lotería, seguros de que en este mundo devastado el dinero es ya la única libertad y la única felicidad, y también estarán los que llorando de impotencia y de rabia abracen a sus hijos mientras esperan que los esbirros de los bancos acudan con sus togas y sus uniformes a desahuciarlos. Ya les digo; ni teman ni se hagan ilusiones. Porque la vida seguirá igual, la misma vida desde que el mundo es mundo, sin que navidades ni profecías mayas hayan podido cambiar su fondo injusto y bello. La vida, mañana, igual que hoy: esta puta vida, la jodida vida, esta hermosa vida, la loca vida, la buena vida y la mala vida, la corta vida, la vida nueva y la vieja vida, la vida moderna, la perra vida, la vida alegre, esta vida, la única vida.

(IDEAL, 20 de diciembre de 2012)

martes, 18 de diciembre de 2012

LOS NIÑOS SON SIEMPRE LOS NIÑOS





Los niños son siempre los niños. No conocen fronteras ni religiones, no saben de banderas ni de dioses sin entrañas ni de constituciones estúpidas, no tienen la culpa de la imbecilidad de sus padres ni de la cobardía moral de los políticos y sus lágrimas de cocodrilo y sus cálculos electorales. Los niños son siempre los niños. Y son las víctimas de las utopías y de las ideologías, de los libros sagrados y de las redenciones, de la creación y de las teorías económicas, de los profetas y de los locos, del argumentario de los jueces y de la equidistancia de los correctos. Los niños son siempre los niños. Su sufrimiento no tiene excusas ni explicaciones, porque no puede tenerlas, y hay que rebelarse contra cualquier justificación del dolor de un niño, contra cualquier excusa, contra cualquier guiño, contra cualquier complicidad: el dolor de un niño, de un solo niño, es siempre el mal absoluto y como tal es imperdonable, e intentar comprender ese mal sin paliativos transforma en cómplices a quienes lo hacen, porque lo que daña a un niño, a un solo niño, ya está contaminado de maldad. Los niños son siempre los niños. Y quien los cuida y los salva, salva y cuida a la humanidad entera, y sólo estos pueden brillar con plena justicia entre los justos. Los niños son siempre los niños. Y su muerte es siempre un crimen, qué importa que el culpable sea Dios y su creación sádica o sean los hombres y las leyes. Los niños son siempre los niños. Y son lo único realmente sagrado que existe, lo único intocable. No lo olvidemos. Nunca.

viernes, 14 de diciembre de 2012

ENTRE LAS AZUCENAS OLVIDADO





Cuentan sus biógrafos que gustaba San Juan de la Cruz de embelesarse contemplando la belleza del universo y de sus criaturas: estando en El Calvario —en la sierra de Segura— sale fray Juan con sus frailes al campo y en lugar de leerles un libro les hablaba «de las maravillas de la creación, que tan espléndidas tienen ante sus ojos», dice el padre Crisógono de Jesús en su espléndida biografía del reformador del Carmelo. El olor de los campos en primavera, el canto de los pájaros o los peces de los arroyos, la inmensa oscuridad de la noche atravesada por constelaciones sin fin, el horizonte de la atardecida... todo provoca en el fraile carmelita una elevación espiritual, una especie de banquete de lo divino. Prior de conventos y rector de colegios en Alcalá de Henares o en Baeza, más debían gustar a San Juan de la Cruz —guardará siempre en el corazón su primera vocación de cartujo— los pequeños conventos de descalzos perdidos en «los valles solitarios nemorosos», esos conventos que invitaban al retiro íntimo, a la pura contemplación de lo existente, conventos rodeados de naturaleza desde los que la mirada podía internase sin atajos ni alivios por los senderos inciertos y precarios que quieren llevar a Dios. El convento de El Calvario, a poco más de dos leguas de Beas de Segura, por difícil camino; el de La Peñuela, en las faldas bellísimas de Sierra Morena; la granja de Santa Ana, regalada a los Descalzos de Baeza y situada a las orillas del Guadalimar, en el término de Castellar de Santisteban; o el convento de Los Mártires que desde el cerro de la Alhambra domina toda la Vega de Granada, tan hermosa... posiblemente en ningunos otros lugares fue Juan de Yepes tan feliz como en esos en los que bastaba con alargar la mano para tocar el misterio de la creación y para intentar saciarse de infinitudes, lugares en los que se le acrecentaba la sed de eternidades.

Dice Juan Pasquau que no se puede comprender plenamente a San Juan de la Cruz si no se parte «de un supuesto de intimismo», si «no se quiere reconocer que, dentro de cada alma, hay inmensas provincias inexploradas». Eso es lo que hace San Juan cuando se recluye en lo profundo del paisaje: explorarse por dentro, transitar los recovecos íntimos de su alma atravesada de ansias y de dudas, de albores radiantes —amaneceres como de verano— y de noches oscuras espesas, impenetrables. Todo, en San Juan de la Cruz, conduce a un abundamiento interior: sabe que lo de fuera, aún necesario para vivir, es siempre accesorio y postizo y que la única verdad es la que cada hombre pueda encontrar o construir en permanente diálogo consigo mismo. La soledad —«soledad de amor herido»— no es una cobardía ni asqueamiento del mundo o un vacuo apartamiento, sino manantial de riqueza; porque sólo el solitario puede construir un lenguaje con el que hablar a Dios y comprender el misterio desgarrado de la existencia. «Quien habla solo espera / hablar a Dios un día», dice Antonio Machado en un verso lleno de evocaciones sanjuanistas.

Por eso, para leer a San Juan de la Cruz hace falta desnudarse por dentro y ponerse en manos de lo infinito, como quien se adentra en el mar o en el amor: San Juan de la Cruz habla desde una radical intimidad, sin concesiones, y hay que comprenderlo y dialogar con él desde lo profundo de cada uno de nosotros, de abismo a abismo, sin intermediarios. Porque no hay trampas en la fe «oscura y verdadera» —verdadera por oscura— del santo de Fontiveros, fe no de santos sino de hombres que «viven acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada». Sólo puede leerse a San Juan de la Cruz sin rodeos ni aparato, sin salida de emergencia, aunque duela este hombre que le habla a la herida del corazón y no a su medicina o a su consuelo. Vivir es el permanente dolor de andar buscando una alegría para que, al final —vanidad de vanidades o plenitud de plenitudes, quién lo sabe— cese todo y nos dejemos, dejando nuestro cuidado entre las azucenas olvidado.

(IDEAL, 13 de diciembre de 2012)

jueves, 13 de diciembre de 2012

JUAN EL EXISTENCIALISTA





En realidad, San Juan de la Cruz no ha dejado nunca de estar de actualidad. Es una de las figuras del Siglo de Oro español que mejor ha resistido el paso del tiempo y que más fresca ha conservado su vigencia: porque hace cuatro siglos San Juan de la Cruz comenzó a pensar y a escribir sobre cosas que no se convertirían en «temas centrales» de la literatura o de la filosofía hasta el siglo XIX y XX. Juan de la Cruz resulta cercano en todos los aspectos porque está atravesado por un sentimiento religioso y existencial plenamente actual: el santo de Fontiveros es el primero que se ocupa de la duda y la angustia que a la fe le plantea la invisibilidad de lo divino.

Se ha destacado mucho la poesía de San Juan de la Cruz, pero se ha obviado el carácter heterodoxo de su obra en cuanto que existencialismo extemporáneo, no se ha estudiado esa capacidad anticipatoria de una filosofía agónica que sólo sería posible tras la liberación del pensamiento en el Siglo de las Luces. En cualquier caso, San Juan de la Cruz es el primer poeta que mira en la dirección de Dios con encogimiento, con temor, con dudas y a veces también con rabia: «Como el cierto huiste, / habiéndome herido: / Salí tras ti clamando ¡y eras ido!», clama el poeta contra un Dios que juega al escondite. No es por eso la poesía de San Juan de la Cruz la poesía de un hombre que cree: es sobre todo —en un adelanto de la fe según Miguel de Unamuno— la poesía de un hombre que quiere creer y que con sus versos interroga el infinito silencio de Dios. No escribe San Juan de la Cruz desde la luminosa atalaya de los puros y de los ortodoxos que no conocen la duda: el «frailecico» es un hombre que escribe desde «la noche oscura del alma», esto es: desde el pozo de la duda. San Juan de la Cruz no escribe sobre la luz y ni siquiera escribe sobre la búsqueda de la luz: la poesía de San Juan de la Cruz es en sí misma una búsqueda de la luz. «La fe es el secreto y el misterio», dice San Juan en su Declaración de las canciones de amor entre la esposa y el esposo Cristo, sus bellísimas notas sobre el Cántico espiritual. Y es, precisamente, en el Cántico espiritual —uno de los poemas de amor y búsqueda más bellos y más desgarrados de todos los tiempos, uno de los poemas religiosos menos ortodoxos que se han escrito— donde se condensa todo ese existencialismo sanjuanista, que es un viaje hacia el interior de «el secreto y el misterio».

No es gratuito que San Juan de la Cruz comience a escribir el Cántico espiritual en la prisión de Toledo. Secuestrado por quienes dentro de la propia Iglesia se oponen a la reforma del Carmelo que postula junto a Teresa de Ávila, Juan de Yepes sufre el espanto de la tortura y de la soledad. Y es allí, cuando todo parece perdido, donde la angustia y la duda comienzan a apoderarse de él. El «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» es el grito más desgarrador de la historia de todas las religiones, la queja más radicalmente existencial de cuantos se hayan escrito nunca: en el Cántico espiritual es como si San Juan de la Cruz no hubiese querido más que desarrollar ese abandono de Jesús en el Gólgota, ese miedo cósmico ante el dolor y el abismo, ante la muerte y la ausencia de Dios. Desde el interior de la cárcel, desde la privación radicalmente injusta e inexplicable a la que se ve sometido, piensa el carmelita en los «bosques y espesuras», en el «prado de verduras, de flores esmaltado», pero no es sino para sentirse más condenado, no es sino para acrecentar la duda y el tono angustioso de su pregunta: él, un hombre que adolece, pena y muere, no quiere ya más heraldos de lo divino ni más intermediarios ni más mensajeros, porque no saben decirle lo que quiere. «No quieras enviarme / de hoy más mensajero, / que no saben decirme lo que quiero» no son versos heterodoxos: son, directamente, versos heréticos, porque indican una renuncia de San Juan de la Cruz a la intermediación de la Iglesia, porque suponen una denuncia a la incapacidad del lenguaje ampuloso —el lenguaje «vaticano»— para expresar la intensidad de la experiencia religiosa y para calmar la sed de divinidad de las almas enriquecidas por la duda. Nada de eso le sirve ya a San Juan de la Cruz, y su encierro en la cárcel lo único que hace es rebelar el fondo de su espíritu: el fraile sólo quiere ya que Dios resuelva la ecuación de su duda y sane la herida que le ha provocado en el alma. «Acaba de entregarte ya de vero», le exige el fraile herido al Dios esquivo. El alma de San Juan está «llagada de amor», y más aún, se está «muriendo de amor, a causa de una inmensidad admirable que por medio de estas criaturas se le descubre sin acabársele de descubrir, que aquí le llama no sé qué, porque no se sabe decir». He ahí, en sus propias palabras, el San Juan de la Cruz atrapado —en una hermosísima y dolorosísima paradoja— entre la belleza del universo que lo conmueve y lo predispone hacia Dios y entre un Dios que no se acaba de descubrir y del que, por lo tanto, siempre queda algo que perfilar, algo que confirmar. Ese algo que es precisamente lo definitivo, lo resolutorio, la clave que permitiría convertir la fe, que es una duda, en una certeza: «esto que no acabo de entender me mata», dice San Juan en una frase conmovedora y que encontrará ecos magníficos en los existencialistas más honestos del siglo XX.

Esa honestidad existencial está ya en San Juan de la Cruz, que renuncia a jugar con trampas: pone todo en juego cuando invoca al Dios escondido, desesperado, arrebatado por la ira de quien quiere ver y oír y tocar lo que se ama y se desea y sólo obtiene la oscuridad, el silencio y la ausencia como respuesta. La Canción 9 del Cántico Espiritual es el punto culminante de esa interrogación casi enfurecida que el alma de San Juan de la Cruz pone a los pies de Dios, pidiéndole que se muestre para sanar el corazón que ha llagado y para reparar el corazón que ha robado. «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste? Como si dijera: ¿Por qué, pues le has herido hasta llagarle, no le sanas, acabándole de matar de amor, pues eres tú la causa de la llaga en dolencia de amor?», dice San Juan antes de exigirle a Dios el único remedio que en verdad puede acabar con la duda: «véante mis ojos».

San Juan sabe que no se muere quien ve a Dios, sabe que lo único que mata son la duda y la angustia; por eso, «determinantemente», «sintiéndose el alma con tanta vehemencia de ir a Dios como la piedra», el carmelita le pide a Dios, le exige, que le descubra su presencia, porque «la dolencia de amor» —la duda íntima, la noche oscura del alma— sólo pueden curarse «con la presencia y la figura». Todo el Cántico Espiritual se resuelve en este punto: el fraile encadenado en la soledad y por la incertidumbre, el santo reformador que vacila, ha mostrado toda su alma. La duda es desnudez y desamparo, profunda y desgarrada humanidad, y eso que supieron captar los existencialistas como Camus, había sido ya anticipado muchos años antes por San Juan de la Cruz.

¿Por qué nunca ha perdido su actualidad San Juan de la Cruz? Porque es un santo que existe en la expresión de nuestros propios sentimientos, porque habla de lo que nosotros sentimos y porque en su voz reconocemos nuestra voz que vacila.

(UBEDA IDE@L, Núm. 13, noviembre de 2012)

miércoles, 12 de diciembre de 2012

CUIDADO, GALLARDÓN PELIGROSO





Estoy convencido de que hace unos meses nadie habría podido imaginar que Gallardón –al que todos, ilusos, teníamos por el mirlo blanco, moderado y moderno, de la derecha hispánica– acabaría convertido en uno de los sujetos más peligrosos de este país. Padecemos uno de los gobiernos más insólitos de la historia de España: un gobierno en el que el Ministro de Educación se aplica a la tarea de destruir la educación, la Ministra de Sanidad y Servicios Sociales lamina la sanidad y los servicios sociales, el Ministro de Industria y Comercio y Turismo hace lo imposible para acabar con la industria y el comercio y el turismo en España, el Ministro de Ciencia cierra los laboratorios de investigación y la Ministra de Trabajo se muestra feliz porque destruir cien mil empleos es mejor que destruir ciento un mil. Un gobierno que autodestruye las funciones de sus miembros, un gobierno no para estar en la Moncloa sino para ocupar plaza en un psiquiátrico. Ya es de mérito destacar por lo peor en un gobierno así. Y eso es lo que ha conseguido Gallardón con su reforma que pone fin a derechos recogidos en la derogada de facto Constitución de 1978 y teóricamente aún vigentes como la igualdad ante la ley o la tutela judicial efectiva.

Pero no destaca Gallardón sólo por el potencial destructor de sus políticas sino también por su capacidad para insultar y faltar, aunque lo haga con engolada prosopopeya. Se ha sumado el Ministro de (in)Justicia al coro de ladrones que piensan que todos son de su condición, y si otros políticos acusaron a maestros o médicos de protestar en las calles no para defender los servicios fundamentales en los que trabajan sino porque se les había tocado el bolsillo, Gallardón acusa ahora al mundo judicial de protestar no porque se esté enterrando la Justicia española sino porque a los jueces y fiscales se les ha robado una paga extra y se les han reducido los días de libre disposición, y los acusa de haber pedido las tasas para pagarse sus fondos de pensiones. Como los políticos acuden a la cosa pública para garantizarse una futuro cómodo en los consejos de administración de las empresas o bancos para los que legislan desde los ministerios y los parlamentos, se piensan que toda la sociedad española está tan falta de dignidad, de decencia o de valores.

Gallardón, si cabe, ha sobrepasado a sus conmilitones de Consejo en la capacidad de ofender a la ciudadanía al tener la desvergüenza de decir que “gobernar, a veces, es repartir dolor”. Es una ofensa imperdonable decir eso en un país en el que el dolor no se ha repartido sino que se ha depositado íntegro y cortante sobre las espaldas de funcionarios, trabajadores, pequeños empresarios y comerciantes, parados, jubilados, investigadores, enfermos, estudiantes, niños con hambre, mujeres maltratadas, dependientes... Un país en el que los causantes de la crisis –los banqueros, los políticos, los que ocuparon plaza en los consejos de administración de las cajas de ahorro, toda esa banda de forajidos que si existe la justicia algún día tendrán que ser procesados con una ley de responsabilidades políticas y financieras creada ad hoc– no sólo no están sintiendo los efectos de este terremoto social y económico y de sufrimiento sino que cada día viven mejor a costa de ese dolor injustamente repartido.

Gallardón ha demostrado ser algo más y algo peor que un mal gobernante: ha demostrado ser un tipo sin alma ni conciencia, un sádico social con poder sobre el Boletín Oficial del Estado.

VUELVE EL CHULO CANTANDO LA VERDAD





Anuncia su vuelta a la política y lo hace cantando las verdades del barquero que hasta ahora sólo cantaban los decentes y los indignados, las víctimas de ese cáncer que mata a Europa y que se llama neoliberalismo o Merkel o Alemania o Unión Europea, que todo ha degenerado en lo mismo. Vuelve diciendo que “la prima de riesgo es una estafa” que se usa para manipular o torcer la voluntad democrática de los ciudadanos, y señala que Angela Merkel se está beneficiando de la depresión económica que viven los países del sur –acrecentada por la política económica impuesta por el matonismo alemán– para reducir la deuda de su país: acertadamente pone el foco en que mientras se encarece la deuda pública de Italia y de otros países, la deuda pública alemana se abarata cada día. Y esto no es gratuito, obedece a una dirección política: es ahí hacia donde señala el dedo de Berlusconi y contra lo que carga su bocaza de chulo de puticlub o de personaje de una canción de Julio Iglesias.

Qué mal han dejado las cosas todos estos políticos y banqueros que nos han hundido en la miseria para que alguien como Berlusconi pueda tener razón. Y todavía habrá quien se extrañe del auge del populismo, del neofascismo y del desprecio por las instituciones antaño democráticas. No es eso lo que debe causarnos extrañeza: lo sorprendente es que en Grecia o Portugal o España o Italia todavía no haya habido una revolución social seguida por una ley de depuración de responsabilidades políticas y financieras.

Nunca resultó tan cierto ni tan doloroso que la verdad es la verdad la digan Agamenón o su porquero.

martes, 11 de diciembre de 2012

FARSA





De todas las fiestas del calendario, ninguna ha devenido en algo tan sin sentido como ésta que hoy celebran los políticos y prebostes del régimen con discursos y otras pompas y nuestros hijos pintando banderitas rojigualdas en las escuelas. Y es que mientras cada día que pasa crece el divorcio entre los españoles de a pie y las elites políticas, económicas e intelectuales, hoy nos convocan a celebrar una Constitución que ya se han encargado de matar y enterrar. Desde la reforma constitucional (promovida y amparada por el PSOE y el Partido Popular) que consagraba la primacía de los poderosos sobre los derechos de la mayoría y tras la situación en la que queda la justicia con la reforma de Gallardón, la Constitución es humo, polvo, nada, un aparato deformado e inservible que se ajusta a cualquiera de las definiciones que el Diccionario de la Academia ofrece para «farsa». Y es que la Constitución de 1978 ha degenerado en una «pieza cómica, breve por lo común, y sin más objeto que hacer reír». ¿Quién puede contener la carcajada amarga, la risa mezclada con la bilis de la rabia, cuando lee el relato constitucional de los derechos de los españoles y la crónica cotidiana que narra la violación —recortes en sanidad y educación, desahucios amparados por los juzgados y los cuerpos de seguridad del Estado, desprotección de la infancia y la familia, aumento de la pobreza, ayudas millonarias y gratuitas a la banca— a que esos mismos derechos son sometidos todos los días sin que la Constitución se estremezca? Las estadísticas sobre la realidad del país son cada día más dramáticas, pero el régimen de la Transición, el sistema sostenido por la Constitución de 1978, permanece impasible, como si el sufrimiento de la calle fuese algo que no incumbe a las instituciones: ¿cómo no pensar a estas alturas que la Constitución que consiente tantos desmanes ha degenerado ya en «obra dramática desarreglada, chabacana» y, sobre todo, «grotesca»? Pretenden que le rindamos homenaje a un espantajo, a una sombra, a un «enredo, trama o tramoya» que para lo único que sirve es para «aparentar o engañar». Mantienen, sí, el texto constitucional, pero han violentado su espíritu hasta hacerlo irreconocible: la Constitución de 1978 flota en las aguas de la historia de España como un cadáver corrompido, putrefacto, que urge enterrar.

Contestada por los cada vez más numerosos independentistas, contestada por los desahuciados y los dependientes, por los investigadores que se tienen que marchar del país, contestada por los jóvenes sin futuro, por los parados sin esperanza, por los jubilados condenados a vivir sus últimos años sin alegría, contestada por los enfermos despreciados, por los estudiantes adocenados y adoctrinados, contestada por el vaho que sube de las calles y las plazas y de las fábricas y de las oficinas y que ya no es vapor de indignación sino aliento de rabia y deseo de revancha, contestada por toda la parte sana y decente de la nación que se resiste a morir al dictado de los intereses de la banca, la Constitución de 1978 no es ya nada más que la narración de un fracaso colectivo, de una estafa sin precedentes en nuestra historia. Con ella en la mano se destruyen nuestros derechos y se machaca la vejez de nuestros padres y el futuro de nuestros hijos: es imposible celebrar esta Constitución de los partidos y los banqueros y los empresarios que nos han llevado a la ruina.

No es ésta la primera vez en la que el pueblo español se encuentra en una encrucijada histórica, dramática. Lo que pone la nota diferencial es que en otras ocasiones hubo políticos e intelectuales que, puestos al lado de la sociedad, trabajaron para superar un régimen político caduco e inservible como este de 1978, y ahora los españoles estamos solos en la tarea de construir un Estado Social y Democrático de Derecho para nosotros y para nuestros hijos. Solamente los ciudadanos podrán poner fin a esta farsa que se festeja en este día de los farsantes.

(IDEAL, 6 de diciembre de 2012)