viernes, 29 de agosto de 2008

A PROPÓSITO DE LINARES



Hay ciudades plenas de virtudes cívicas y laboriosas: Linares. Y es que Linares tiene pulso y se le nota, y eso determina una ambición de crecer que no ha parado de dar frutos desde que los linarenses superaron la crisis profunda de mediados de los noventa. Linares ha sabido trabajar desde la seriedad y la determinación: vinieron los tiempos malos y en lugar de lamentarse en la barra de los bares –estéril vocación tan propia de otras ciudades, señoriales y señoronas, de esta tierra– los linarenses fraguaron un proyecto de modernidad, dispusieron las ilusiones para llevarlo a cabo y han peleado los medios para hacerlo realidad.

En esta empresa tuvo Linares la suerte de cruzar sus caminos con la vida y los afanes de Juan Fernández, uno de esos alcaldes que todos querríamos para nuestro pueblo. Porque más allá del gestor –del buen gestor– el alcalde de Linares ha demostrado tener visión y ambición de ciudad, y ha sido capaz de trazar planos para que sus gentes transiten por la modernidad. Juan Fernández está siendo alcalde sin dejar de ser persona y se le nota que quiere a su gente, y mucho. Por eso, por ejemplo, ha podido crear una zona comercial ejemplar y envidiable –pura modernidad– sin dejar cada año de renovar el voto que su pueblo hizo a la Virgen de Linarejos en los tiempos del cólera: en este alcalde cabe todo el tiempo histórico de Linares, y algún día su nombre será recordado por los linarenses como el de un hombre recto. Juega el alcalde con la ventaja, cierto es, de tener a su favor el viento que sopla el afán emprendedor del alma de Linares. Pero aún así es imposible no reconocerle a Juan Fernández la virtud de haber sabido encauzar impulsos: hoy Linares es una ciudad plenamente moderna porque ha barrido nostalgias y dejadeces, porque sus gentes se han remangado la camisa y han arrimado el hombro y han sabido levantar la voz para que nadie –ninguna administración queremos decir– se olvide de que Linares existe. Y de que con Linares no se juega.

A Linares se le notan el pulso del tiempo que avanza y la conciencia de que la ciudad es cosa de todos. De ahí su plenitud civil y esforzada. Linares ha sabido manejar los ritmos de la modernidad, conjugando fondo y forma: inmerso en el tiempo nuevo, no ha renunciado a su férrea conciencia de sociedad trabajadora, innovadora. Hay ciudades que siguen viviendo como el hidalgo del Lazarillo, revolcándose en la esterilidad de sus blasones y descolgándose de todos los vagones del mañana, por pura apatía. Mientras, Linares se impulsa, y crece y llama y recibe y ambiciona: Linares tiene hambre de mañana.

Solemos ir de compras a Linares. Ahora, las ferias de San Agustín nos siguen llamando para pasear o para soñar con las tardes de gloria y sangre de José Tomás. Y es que las tardes de la feria linarense nos enseñan como descansa y se divierte una sociedad vibrante y ambiciosa. Linares está viva: y eso nos da envidia –sana envidia– a los que vivimos en un cementerio.

(Publicado en Diario IDEAL el 28 de agosto de 2008)

viernes, 22 de agosto de 2008

MI CORAZÓN Y EL MAR



El mar nos dice lo que somos y por eso no podemos ser nada sin el mar. Quienes vivimos en estas tierras áridas y hostiles del interior hacemos de la nostalgia marina una especie de plano para sobrevivir: el mar construye una cartografía del corazón y la rellena de algas y delfines y de recuerdos imposibles, y con las narraciones legendarias de las mañanas en que la humanidad fue feliz frente a las gaviotas, en las costas áticas. Nuestra civilización nació a la historia en un trasiego de estibadores y pescadores, entre gavias y jarcias y anclas: en medio de aquella laboriosa mañana de verano tuvo que existir un hombre incapaz de convertir en oro el oleaje o las criaturas del mar, un hombre que aspiró las praderas del aire salado mientras soñaba islas lejanas y tesoros hundidos, o héroes que recorren los mares buscando sirenas y gigantes y que regresan luego a Ítaca para soñar con los amores contrariados de Circe. Debió ser este hombre –pensativo y alejado en medio del trasiego de los puertos– el que descubriera que “todo lo bello es triste mientras exista el tiempo”. Y de ese hombre nostálgico que anuncia que estamos hechos con ruinas de mar, nace lo que nosotros hoy pensamos y sentimos y lloramos.

El mar propone una belleza, la más perfecta de todas pero también la más triste: todo en el mar sirve para decir adiós y recordar el tiempo que se esfuma entre los dedos partidos de la vida. Miramos el mar y sabemos que una tarde, en una de esas olas que rompen en espumas perfectas, seremos arrastrados hasta los cementerios de galeones, hasta las estepas oceánicas donde descansan todos los naufragios de la historia: no vuelan los muertos hacia las estrellas, que se hunden en el mar buscando su primer canto vital, perdido entre bancos de jureles y corales. Y en ese descubrimiento de la finitud, ¿qué queda para la felicidad? Queda todo, queda la felicidad radiante y entera: porque, ¿no es acaso la felicidad una mañana que asciende con la luz del alba henchida por el olor de la sal y el vuelo de los cormoranes? El mar –que se viene y se va, que se pasa y se queda, que se calma y se encrespa– es nuestra única patria posible porque somos retazos de la memoria de los océanos: sentados frente al mar sabemos que mañana no estaremos, y esta canción derrotada acuna al corazón desde el primer día en que se enfrenta al sol centelleante sobre la inmensidad salobre. Quien ha visto el mar ya siempre es preso de su olor y su rumor, que nuestra vida entera es un camino largo que nació en las playas desiertas el día en que no existían los dioses.

Estamos tejidos por las memorias del mar y en él nos hundiremos lentamente con el reflujo de la tarde última. Sentados sobre los acantilados adquirimos conciencia de nuestra propia finitud: tenemos ronca la garganta de gritar sobre los mares –“la voz de la mar me asorda”– y siempre están solos nuestro corazón y el mar. ¿Por qué no abrimos los postigos de nuestras estancias frías para que se inunden de mares y de soles?

(Publicado en Diario IDEAL el 21 de agosto de 2008)

viernes, 15 de agosto de 2008

CUESTIÓN OLÍMPICA



Presumimos de poder crear humanos en un laboratorio y de mandar naves a Marte. Nos vanagloriamos de conocer recónditas cadenas de ADN y de comer sandías sin pepitas. Exhibimos orgullosos un armamento capaz de destruir toda forma de vida en un instante. Y creemos que somos libres porque hay países en los que todavía nos dejan decir lo que pensamos, y nos permiten votar para que los poderosos sigan haciendo lo que les da la gana. Vivimos totalmente satisfechos de que en nosotros culmine el accidentado camino que la humanidad ha recorrido desde que un simio africano se irguiera sobre las piernas para otear el horizonte de los dioses. Y sin embargo nunca como hoy ha sido tan estúpida y tan cruel la humanidad: vivimos una edad de mierda, no de oro. Y es bueno recordarlo ahora que se celebran los Juegos Olímpicos en ese fangal de sangre y oprobio que es la China comunista.

No ha habido hombres más felices sobre los montes y bajo los cielos que los griegos de la Antigüedad, aquellos que miraban el mar azul de Ulises desde la tierra cuajada de sol y cipreses y de olivos sagrados. Esos hombres que inventaron la filosofía y el teatro, los que surcaron los mares buscando sirenas y le rezaban a unos dioses puteros revelados a través de las más bellas historias que nunca hayamos soñado los humanos. Los mismos hombres que un día del que no tenemos memoria decidieron honrar a esas divinidades de rostro humano junto al fuego sagrado de Olimpia, donde, en las mañanas del verano, los atletas desnudos ganaban para sus ciudades los laureles de la gloria.

Aquellos Juegos Olímpicos siguen intactos en el fondo de nuestra civilización, y ejemplifican un patriotismo de los hombres libres y una honra que no es la del dinero: que el honor sea una corona de laurel que el tiempo marchita en los templos de la ciudad del vencedor, a los pies de las estatuas de mármol. Para los griegos no contaban las plusmarcas y los récords y las estadísticas, y no había servilismo con la tiranía: para poder participar en los Juegos había que tener la condición de ciudadano. O sea: la condición de libre, porque no puede correr quien tiene los pies amarrados con argollas y cadenas. Olimpia y sus memorias –entre las ruinas y los pinares– siguen siendo un relicario de lo más luminoso de nuestra historia.

Pero otra vez vamos a ensuciar la plenitud griega a la que todo debemos. Ya sucedió en los juegos de Hitler, en 1936; ahora, los Juegos Olímpicos se van a celebrar en China y van a ser presididos por los criminales del Partido Comunista que atormenta a millones de seres humanos, y en ellos participarán súbditos de tiranías africanas y asiáticas, hombres a los que se ha privado de su condición de libres. Nos hemos encargado de sentar a un tirano oriental en las escalinatas del templo de Hera mientras Olimpia celebra sus Juegos. Los esclavos no jugaban en Olimpia, pero el gran mercado chino nos enseña que hoy todos somos esclavos del dinero: “sic transit gloria mundi”.

(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén y Almería, el 14 de agosto de 2008)

miércoles, 13 de agosto de 2008

LAS ERMITAS DE ÚBEDA




El destrozo causado en lo que fuera huerto de la ermita de la Virgen del Pilar pone sobre el tapete –una vez más– el tema de las ermitas de Úbeda. De todas las que antaño hubo, sólo se conserva ésta “del Paje”. Pero ahora parece que le van a adosar una construcción de nuevo cuño que –visto lo visto en este pueblo– afeará definitivamente la ermita. Se dirá –para justificar el inminente atentado contra el patrimonio histórico– que la nueva construcción será levantada por el Obispado para prestar servicios sociales. Pero esto es mezclar las churras con las merinas, porque bien podría el Obispado de Jaén haber levantado esta casa de caridad en cualquiera de los terrenos –tres cuerdas de tierra– que vendió hace quince o veinte años y que fueron legados a la ermita en 1709 por don Francisco Pagez y Segura. En ellos se levantan ahora varios de los bloques de pisos que rodean al Parque Norte: si en lugar de vender todo el terreno se hubiera reservado un pedacito, allí hubiera tenido el Obispado sitio suficiente para levantar una casa de asistencia sin necesidad de tocar irremediablemente la ermita. En cualquier caso, por muy social que sea el fin de la nueva casa no justifica el lugar en que se va a levantar.

Para construir la ya famosa casa se han talado ya los pocos árboles que había en las Eras del Paje y se ha proyectado un edificio pegado al templo. De tal manera que la única ermita ubetense que queda en pie –y exenta– no se integrará en el parque para que las generaciones futuras puedan apreciar su fábrica tal y como se levantara allá por el primer tercio del siglo XVIII. La avaricia del avaro obispo García Aracil –de infausta memoria– y la permanente incompetencia municipal, legarán a los próximos siglos una ermita pegada a un edificio moderno: una vez que el Obispado vendió los terrenos con autorización municipal, ¿no podía el Ayuntamiento haber negociado para que el huerto del Pilar se hubiera integrado en el Parque Norte cediendo otra parcela, en otro lugar, para levantar esa casa de finalidad social? Parece ser que no: a lo largo de los tiempos Úbeda ha demostrado un odio similar por árboles y monumentos. La inquina ubetense contra las ermitas que antaño salpicaron sus campos ha sido especialmente destacable. Ya en el siglo XIX desaparecieron la mayor parte de ellas, abandonadas o directamente arrasadas. Llegaron al siglo XX –en buen estado– las ermitas del Pilar, de Madre de Dios y la de San Bartolomé. Las dos últimas son ya pura ruina.

La de Madre de Dios, que conservó íntegra su fábrica tras la Guerra Civil, fue dinamitada por el párroco de Santa Teresa –previa autorización del obispo de turno– a finales de los setenta. Desaparecieron entonces su espadaña, la bóveda, la mayor parte de la cúpula, las hospederías. Hoy, sus paredes resisten entre montones de escombros y alguien bastante más avispado que nuestros responsables políticos –cosa, por otra parte, nada difícil– se ha ido llevando sus rejas, sus escudos, sus partes más valiosas: aún se conservan las molduras barrocas de las pechinas de la cúpula porque nadie ha podido arrancarlas, no porque haya interés en protegerlas.

El caso de la ermita de San Bartolomé es aún más sangrante. No sufrió daños durante la guerra y se conservó –hasta comienzos de los noventa– tal y como fuera levantada y adornada en el siglo XVIII: con sus imágenes, su retablo, sus cuadros, su clavicordio, sus altares, su lámpara de cristal. Pero lo que resistió al vendaval de 1936 fue destruido poco a poco por la dejadez de una sociedad supuestamente culta. La antiquísima imagen de la Virgen Blanca, la de San José y las cajoneras de la sacristía se las llevó el santero de la ermita, y deben estar aún en su casa de Torreperogil si no las ha vendido a algún anticuario. Ahí comenzó el final de esta ermita. Luego, unos vándalos destruyeron la lámpara, la cancela, el clavicordio del siglo XIX, los altares, los cuadros del retablo. Más tarde el Obispado birló la campana y la imagen de piedra de San Bartolomé de la portada principal: los vecinos pudieron guardar la imagen de San Bartolomé y el sagrario. Nada más.

En septiembre de 2000 aún se conservaban la nave y la cúpula y el camarín de la Virgen, se había derrumbado el coro pero seguían allí la pila bautismal y el retablo del siglo XVIII, ya mutilado. Nadie hizo nada entonces para evitar el deterioro de la ermita, pese a que se informó de su lamentable estado al Patronato de Cultura. Dos años después –en el verano de 2002– se había hundido la bóveda, la cúpula estaba agrietada, la pila bautismal descansaba bajo un montón de escombros y habían arrancado las cuatro columnas barrocas del retablo, amén de otras piezas más o menos destacadas del mismo. Se volvió a informar al Patronato de Cultura. Se volvió a la ubetensísima postura de no hacer nada. Hoy, la ermita es una pura ruina y nada queda de aquello que Ginés Ruiz levantará en 1727.

¿Hay quién se extrañe de esto? Supongo que a estas alturas no. Desde el final de la guerra hasta ahora, Úbeda ha asistido impasible a una destrucción masiva y continuada de su patrimonio histórico: aquí presumimos mucho de nuestro pasado, pero nos molesta tener que conservarlo. Indolentes como somos, los ubetenses hemos visto desaparecer en los últimos cincuenta años las ruinas de Santo Tomás o los conventos de San Andrés o de San Juan de Dios o de La Victoria. Como veremos hundirse San Lorenzo y Santo Domingo. Como hemos asistido, silenciosos e impasibles, a al destrucción y reinvención de la iglesia de Santa María. Así hemos perdido las ermitas de nuestros campos: ayer, sus campanas sonaron en el aire de las tardes de julio, mientras los jornaleros hambrientos segaban en los campos. Como en el cuadro de Jean François Millet los campesinos cesarían en su labor –gacha la cabeza– para elevar una oración. Ahora, son sólo ruinas: y son el mejor símbolo del siglo que vivimos, puro escombro del tiempo que ha pasado, edad vaciada de ambiciones y sin pulso. Sólo en una era tan estúpida como ésta es posible que habiendo habido tanto terreno rodeando a la ermita del Paje, al final se levante un edificio nuevo pegado a sus piedras centenarias.


(Publicado en IBIUT - Año XXVII. Núm. 156, mayo/junio 2008)

lunes, 11 de agosto de 2008

DIGNIDAD, DECENCIA: JESÚS NEIRA



¿Existe la dignidad? Rotundamente sí. Lo que pasa es que la dignidad es imposible encontrarla en las leyes ni en la política ni la burocracia. A fecha de hoy la dignidad se llama Jesús Neira, un profesor y periodista que el sábado 2 de agosto sufrió una brutal paliza que lo ha puesto al borde de la muerte. Estando con su hijo en un hotel presenció como un hombre golpeaba a su mujer. Se acercó para frenar la agresión y el macho ibérico lo golpeó y lo pateó, rompiéndole varias costillas. ¿Y ya está? Sí, si estamos hablando de dignidad ya está. Ya hemos terminado: un hombre que se niega a presenciar la brutalidad sin intentar ponerle freno y que la sufre en sus carnes.

Lo que sigue después es una sarta de despropósitos que demuestra el estercolero moral en que se ha convertido este país. Porque tras varias visitas a distintos hospitales de Madrid, no le detectan –estaría el personal médico en tareas más importantes, suponemos– una hemorragia cerebral producida por las patadas que el agresor le había propinado en la cabeza. Y el miércoles ingresa en la UVI para entrar en coma, en estado crítico, agonizante. Aún sigue en esa lucha y nada me alegraría más que poder verlo un día dando una rueda de prensa, porque sus palabras serían el mayor bochorno para esta estúpida sociedad nuestra.

Y lo que sigue después es que la mujer a la que libró de los golpes de su pareja no ha tenido la vergüenza de acercarse a dar las gracias o a llorar con la familia. Lo peor es que si nadie hubiese parado la paliza, la tipa ésta habría salido luego en la tele llorando y diciendo que todos miraban y nadie hizo nada.

Y lo que sigue después, ya en el no va más del ridículo moral de esta sociedad, es que el agresor ¡¡¡¡ESTÁ LIBRE!!!! Sí, aunque no se lo crean ustedes, el hombre que golpeaba a su mujer a la vista de todos, el hombre que pateo a ese héroe humilde y cotidiano hasta ponerlo al borde de la muerte... está libre. Desconozco el nombre del juez que ha decidido que este sujeto debe estar en la calle. Pero debe ser algún degenerado de esos que ocupa los juzgados y que tienen el sentido de la justicia tan extraviado como los que hacen las leyes injustas en el parlamento.

Hace unos días un amigo muy querido pasó un auténtico calvario por una falsa acusación de malos tratos. Como la Ley contra la Violencia de Género ha sido incapaz de reducir el número de mujeres maltratadas y muertas, pero ha hecho que salte por los aires la presunción de inocencia, mi amigo tuvo que declararse culpable –los testigos de su inocencia estabán a miles de kilómetros de distancia, en viaje de novios: su antigua pareja esperó a que despegase el avión para poner la denuncia falsa– sin serlo para evitar pasar ni una noche más en el calabozo. Ahora, ya vemos en que ha venido a parar este país, ante un caso flagrante de terrorismo machista el maltratador queda libre.

Los políticos, como los buitres, ya otean el olor de la muerte y sobrevuelan sobre el cuerpo de Neira. Esperanza Aguirre ha anunciado que le va a conceder la Medalla del Mérito Ciudadano de Madrid. Desconocemos los galones que la vicepresidenta y la tal Aído acudirán a colgar sobre su cuerpo heroico si finalmente muere Jesús Neira. Ya inventarán algo porque lo que les importa es salir en la foto mientras repiten, otra vez, la cantinela inútil de que “sobre los criminales caerá todo el peso de la ley”, “el Estado de Derecho bla, bla, bla, bla…”

No sé, pero de verdad que necesitó urgentemente que alguien me explique que está pasando en España. Porque o somos los imbéciles más grandes del universo –cosa harto posible– o nos hemos convertido en una panda de tarados morales, sin sentido alguno de la dignidad, de la justicia y de la honradez. Lo que no necesito que nadie me explique es que cuando veamos como se comete un delito en nuestras calles, cuando veamos como un hombre golpea a una mujer, lo mejor es cruzarse de brazos, como los políticos y los jueces y los policías, siempre cruzados de brazos: porque el que tiene sentido de la dignidad, de la honradez y de la justicia acaba con el cerebro empapado de sangre mientras el criminal está de cañas en las calles de Madrid. Hay días en que me da asco ser ciudadano de este país. Hoy es uno de ellos y España sólo podrá ser mejor si este hombre bueno logra seguir viviendo, para despreciar las inútiles medallas.

domingo, 10 de agosto de 2008

DÍA DE "EL VIEJO"



Le gustaba sentarse en una silla de plástico, junto a la Mesa del Pino, cuando llegaba de realizar las compras, toda la mañana de un lado para otro con la vitalidad de un joven pese a los años y las canas. Repasaba las cuentas, se "peleaba" con los chiquillos y repartía los encargos que había tenido a bien traer, porque otros le parecían una tontería y pasaba de ellos.

Le gustaba sentarse en una silla de plástico, delante de la imagen de la Virgen de Guadalupe, antes de acostarse, cada noche, con esa fe sencilla de niño que debió conservar hasta el último día de su vida. No ha habido noche del campamento en que, muerto ya, no lo haya recordado allí, delante de su Virgen, pensando no sé qué pensamientos, hablándole de no sé qué cosas. Porque tal vez esa foto de hombre que como un niño acude al venero de la fe –al limpio venero que ofrece la devoción mariana– para encontrar alivios y estímulos es la imagen que más ha identificado en mi a Antonio Gutiérrez. Artífice de una titánica labor de bondad y solidaridad y, sin embargo, cada noche tenía que refugiarse en su fe antigua, en la sencilla creencia que heredara de sus padres… Hombre con coraje y, pese a todo, hombre con incertidumbres y temores que tenía que consolar la Virgen de Guadalupe.

Hace ocho años que se murió –que lo murió la mala suerte–, pero yo no puedo dejar de recordarlo. Hoy, en el Campamento, celebran el Día de El Viejo. Hoy habría cumplido 84 años. Hoy debe estar cumpliéndolos en algún lugar de la eternidad, y a buen seguro alguna panda de críos felices habrán despertado al universo agitando sartenes y tocando platillos con ollas abolladas. Y él, socarrón y travieso, estará sonriendo sentado en su silla.

No podemos saber de qué manera, pero sabemos que El Viejo vive.

sábado, 9 de agosto de 2008

LA COSA DE REÍRSE



Hay caras capaces de agriar la leche del desayuno. Sin ir más lejos, la del ministro de Industria –lo siento, pero le tengo tirria: sobre todo cuando me llega el recibo de la luz–, que es un chuleta con cara de bobo más falso que un Judas de plástico. Si estoy desayunando y me topo ese careto en el periódico, arrugo la página para no verlo, que no está el café como para tirarlo. Seguro que el hombre hace lo que puede y que es tonto hasta donde le dejan: se quita la corbata porque eso mola y se agarra a una bombilla, aunque si quiere ahorrar energía debería prescindir del coche oficial y mudarse a un piso de la Trujillo. Pero –ministerio obliga– una cosa es quitarse la corbata y otra ir andando bajo el calorín para ver qué nuevo decreto quieren las eléctricas que aparezca en el BOE para robarnos a los ciudadanos. Si el ministro chachi piruli pretende ahorrar energía y tiempo, pues que vaya a trabajar en tanga de leopardo –tan fresquito– y así se ahorra tener que bajarse los pantalones ante cualquiera de los gángsters que encienden las bombillas y apagan los bolsillos.

¿Ven? Yo quería hablarles hoy de la cosa de reírse, tan sana y necesaria, pero se enzarza uno con Miguel Sebastián y es un no parar… de maldecir, claro, porque vaya rostro de amargado que tiene: viéndole la cara (dura) cualquiera diría que vive como un marqués. Aunque lo mejor, ya les digo, es tomarse la vida con humor. Porque el mundo está que dan ganas de llorar, pero si dejamos de reír le daremos la razón a los poderosos, que son esencialmente aburridos: el ejercicio del mal recuece la mala leche y marchita la risa. Los políticos y los banqueros y los empresarios son felices puteando a los currantes: su objetivo es amargarnos la vida y robarnos la risa. Por eso, reír es hoy –¿no lo fue siempre?– una forma de revolución. Tal vez la única que nos han dejado, porque todavía la risa sigue siendo gratis y sigue ofendiendo al poder.

Hay que reírse, sí: reírse de las estúpidas normas de todos los gobiernos y sobre todo del gobierno que cada uno padece, que suele provocar carcajadas. Hay que reírse de los recibos de la luz y del agua y del día en que nos cobrarán por respirar y por ver las estrellas o la mañana. Tenemos que reírnos de lo poco que sirven nuestros votos y lo bobos que somos dejándonos engañar cada cuatro años. Y habrá que reírse de la crisis, que nos jode la vida pero nos compensa ofreciendo carnaza para que los políticos sigan haciendo el jabalí en sus escaños: ¿han visto ustedes algo más cómico que a sus señorías creyéndose que nos creemos las mentiras que nos cuentan? Hay que reírse de las miembras y de los gilipollos, o sea de nosotros y nosotras –apúntame una, Aido–, que no aprendemos y aprendemas la lección. Y reírse de la muerte y del dolor y hay que reírse también de la risa. Yo estoy convencido de que el mismísimo Dios no ha parado de reírse de su propia estupidez: ¡a quién se ocurre crear un bicho como el ser humano! Pues eso, que somos de risa y a reírse tocan.

(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén y Almería, el 7 de agosto de 2008)

viernes, 8 de agosto de 2008

VERGÜENZA OLÍMPICA



Hace falta remontarse al 1 de agosto de 1936 para encontrar una mancha como la que desde hoy colgará en la Bandera Olímpica con el beneplácito del Comité Olímpico Internacional. Porque finalmente de nada han servido las protestas de decenas de organizaciones de defensa de los derechos humanos en todo el mundo: los Juegos de 2008, los XXIX de la Era Moderna, quedarán para siempre sucios por haberse celebrado al amparo de la más terrible dictadura que asola al mundo de hoy.

En 1936 la llama olímpica –símbolo de la paz y la unidad entre los pueblos– fue recibida en Berlín entre un mar de banderas gamadas, las mismas que luego presidirían los campos de exterminio. Hoy será recibida en Pekín por la bandera criminal de los comunistas, la misma que ondeó sobre los millones de cadáveres de la revolución de Mao.

En 1936 nadie escuchó a los que decían que no podían celebrarse los Juegos Olímpicos en un régimen que exaltaba la brutalidad y el asesinato como instrumentos políticos, llegando incluso a afirmar Avery Brundage (a la sazón Presidente del Comité Olímpico de los EE.UU.) que el deporte tenía que mantenerse alejado de las “relaciones” entre nazis y judíos, convirtiendo así al movimiento olímpico en cómplice moral de los crímenes nazis. Hoy, tampoco nadie ha escuchado las voces dignas y el Tibet y los millones de chinos sojuzgados, torturados y asesinados no han impedido que se celebren en Pekín estos juegos de la infamia.

En 1936 tan sólo la República Española se negó a participar en aquellos juegos, para no ser cómplice del terror nazi, y organizó unos juegos paralelos en Barcelona que fueron barridos por el estallido de la guerra civil. Hoy todos los países “civilizados” desfilarán ante los jerarcas del Partido Comunista Chino y no sabemos si, tal y como ocurriera hace setenta y dos años cuando los deportistas saludaban a Hitler con el saludo nazi, los deportistas rendirán vil pleitesía a los criminales.

En 1936 sólo las cuatro medallas de oro de Jesse Owens pudieron demostrar que –pese a que los políticos no dudan en humillar las democracias ante las tiranías cuando conviene a sus intereses– existe honradez en el deporte: el enfado de Hitler y la negativa a imponer las medallas a un negro quedarán en la historia de las Olimpiadas como uno de los más altos ejemplos de la dignidad humana en medio de la bajeza moral y del crimen. Hoy, le han prohibido a los deportistas que hablen de política, que hablen de derechos humanos, que hablen del Tibet, que critiquen los horrores del sistema chino y no sabemos si alguno, por pura coherencia con el espíritu olímpico, se saltará esta prohibición y hará que brille el fuego de la libertad de conciencia entre las banderas ensangrentadas del comunismo chino y contra el retrato de Mao.

En 1936 los Juegos Olímpicos enseñaron al mundo un rostro falso, maquillado, del nazismo. Hoy los Juegos Olímpicos hacen lo mismo con respecto al comunismo. Porque detrás del esplendor de la Villa Olímpica, detrás de las medallas y los honores, detrás de las sonrisas y de la modernidad, sigue viva y destilando odio la dictadura más implacable del mundo. Incluso aquellos que no gustamos mucho de los deportes habíamos admirado siempre ese gesto de hermandad entre los hombres que suponen los Juegos Olímpicos: lástima que hoy los hayan ensuciado para tantos años.

Pese a ello, cuando vibren las notas del Himno Olímpico elevando su plenitud de fraternidad, seguiremos pensando que también un día será derrotada esta dictadura.

miércoles, 6 de agosto de 2008

CARTA DE DESPEDIDA A MANOLO MOLINA



Úbeda, 4 de agosto de 2008


Querido Manolo.

Ya sabes que cuando se muere un amigo no hay permisos laborales, porque la burocracia entiende poco de las cosas importantes, que como dice una canción son las que están detrás de la piel. Así que aquí me tienes en el ayuntamiento intentando apuntalar desconsuelos frente a la pantalla del ordenador y escribiendo algún refugio para este corazón mío que ayer se quedó un poco más huérfano: siempre somos huérfanos de algo.

No he podido dormir: me podían el calor y los recuerdos, tantos recuerdos. No se puede dormir cuando hay un amigo al que ya no se volverá a ver. Toda la madrugada han estado repiqueteando en mis sienes los tristes versos de la canción de despedida de cada campamento: “Roguemos a Dios Padre/ Eterno y Sumo Creador/ que un día en su regazo/ sea el círculo mayor.” ¿Será cierta esta esperanza? ¿Nos encontraremos algún día formando esa cadena en no sé qué lugar de la eternidad? ¿Serán, Manolo, más ciertas tus creencias que mis dudas? No sé, hoy no sé nada, y ya no podré ir nunca más a tu despacho para charlar y buscar faros que me guíen en esta marea de desesperanzas.

Tú, ayer, en una tarde de domingo y de sol, jugaste tú última partida al mentiroso y perdiste: mandó repóker la muerte y estaba, al final siempre están los dados que la muerte manda. Manolo, perdemos siempre: tú ya sabes si todo es mentira y la vida carece de sentido o si, tal y como creías, hay un final lleno de luz más allá del final sombrío de la muerte. Tú, hoy, ya sabes lo que ocurre después de esta derrota que a todos nos aguarda: ¿está Dios al fondo del tiempo o sólo nos queda apuntarnos la porra de la nada y el vacío? Tú conoces ya la respuesta a este enigma terrible, y a nosotros nos queda seguir en esta tarea del vivir trajinando esperanzas. Sea lo que sea siempre es una derrota, la muerte es siempre una derrota. Porque con la muerte se pierde algo maravilloso, precioso, que es el interior de un ser humano, esa parte de cada uno que nadie conoce y que está formada por nuestros recuerdos, nuestros libros, nuestras canciones, las cosas que quisimos decir y no dijimos, los besos que quisimos dar y nos guardamos… Todo eso que es tan dentro de nosotros se pierde con la muerte: “¡oh muerte! ¿dónde está tu victoria?”…

Después de verte ayer ya muerto para siempre –¿nos morimos para siempre?– me han quedado unas pocas certezas. Ahora sé que es estúpido un mundo capaz de gastar toneladas de dólares en armamento mientras el cáncer es capaz de devorar a las personas rectas: a ti te ha tronchado las ramas de la vida en apenas unos meses, pero ayer tenías el rostro sereno y parece que ni la enfermedad ni la indignidad de los dolores han podido desarbolar los mástiles de tu fe: debajo de los párpados guardabas el rostro de un Dios visto el instante primero tras la muerte. Ahora, después de verte serio y sereno, durmiente y definitivamente abrazado por la túnica de la cofradía de la Noche Oscura, sé que lo único que importa es vivir con la decencia de hacer las cosas que el corazón manda hacer. Frente a este impulso de la generosidad, ¿qué importan los títulos o las honras? Nada, Manolo, nada importan.

Hay lunes que amanecen más lunes y hoy es uno de ellos. Ni siquiera me sirve para ensayar una felicidad que estén como cada día los campos llenos con la luz primera de la mañana, ni siquiera sirven los vencejos hilvanando chillidos sobre las campanas de los conventos –ahora mismo tocan en el convento de tus monjitas de la calle Montiel–, ni siquiera sirve saber que ya estarán los barcos saliendo a pescar ni que andan camino de La Barrosa los niños de tu turno del Campamento. Nada de eso sirve ahora, Manolo, o al menos no me sirve a mí.

¿Sabes? Esta madrugada he recordado la primera vez que pisé el pasillo largo de Acción Católica: yo era un niño y quería ir al campamento. Y me he dado cuenta de que una parte importantísima de mi vida comenzó en aquel pasillo que me llevó a días luminosos de sol y felicidad frente al océano, pero también –y esto es más importante– a algunas de las posesiones más preciosas que hoy tengo en la vida. Yo hubiera sido un hombre muy distinto si un día, siendo niño, no hubiera andado aquel pasillo: posiblemente no habría conocido a mi mujer ni a mis amigos, y es seguro que no os habría conocido ni a “El Viejo” ni a ti. Habría sido otro, no sé quién, no sé cuál, tal vez peor, difícilmente mejor. Porque mucho de lo bueno que pueda haber en mi lo aprendí en aquellos despachos desde los que se oye el ruido de los futbolines y allí, en aquella playa bendita que le regalasteis a Úbeda con tantos desvelos, con tantos esfuerzos, con tantos sacrificios. Mi vida cuajó sus afanes actuales en aquel pasillo y a mi vida el domingo, muriéndote tú, se le murió otro pedazo: nos hacemos mayores cuando cada vez tenemos más trozos de lo que somos pudriéndose en los rincones de los cementerios.

Alguna vez te he dicho que no me gustan los héroes ni los santos, porque me parece que no se implican en la vida normal. Por eso me gustaba tu ejemplo o el de “El Viejo”, porque hicisteis el bien sin dejar de ser personas. O sea, porque fuisteis buenos desde las equivocaciones y los errores, desde los fallos y las discusiones. Fuisteis buenos y no fuisteis perfectos: he ahí la bondad de los que son buenos en la precaria condición del existir. Y ese ejemplo dio frutos: al menos por vosotros sabemos que no todo el esfuerzo cae sobre tierra baldía y que a veces merece la pena luchar por las cosas pequeñas de la vida. Los hay que luchan por los ministerios o las alcaldías: vosotros luchasteis para que todos los niños pudieran tener derecho a un pedazo de playa y una esquina del sol.

No sé como terminar esta carta que no he sabido como empezar. Juan Pasquau dijo un día que a cada uno nos toca morirnos de nuestra propia muerte, que nos morimos solos. Es verdad: la muerte es una definitiva soledad, un abandono infinito: “¡Dios mío que solos se quedan los muertos!”. ¿Te has quedado solo? No lo sé, pero ahora mismo, mientras el sol ha tomado ya posesión de las torres y de los palacios, no lo creo: porque te acompañará siempre nuestro recuerdo. O porque siempre nos acompañaras en nuestros recuerdos. Uno vive, realmente, y está no desvanecido del todo, mientras perdura en el recuerdo de los que lo quisieron. Y a ti será difícil olvidarte: "lleva quien deja y vive el que ha vivido", que dijo Antonio Machado.

Pues eso, Manolo, que te fuiste sin hacer ruido, desatando lentamente la barca de tu vida para que la empujara, tarde adentro, el oleaje de agosto. Lentamente, silenciosamente, pensativamente: te has muerto como has vivido. Rectamente. Tendría que decirte muchas más cosas, pero ya las sabes, que también habla la amistad en las lágrimas que tremolan en los ojos. Solo pedirte que dónde quiera que estés, sea cómo sea ese rincón del universo en que nos perdemos los hombres al morir, recuerdes “que un mismo corazón/ nos une en apretados lazos/ y nunca dice adiós.” No, no quiero decirte adiós, porque no soy capaz de asumir todavía que te hayas muerto. Donde quiera que estés, sea cómo sea ese lugar ingrato de la muerte, siempre unidos.

Tu amigo, que te quiere.

lunes, 4 de agosto de 2008

CUANDO UN AMIGO SE VA...



Es extraño el vacío que se queda en la vida cuando se muere un amigo. Son extraños el vacío, la sensación intensísima de pérdida, y la rabia. ¿Por qué tienen que morirse las personas buenas cuando el mundo está lleno de cabrones? ¿Es justo que se muera un solo niño en el mundo mientras sigue con vida de Juana Chaos? No, no es justo. No es justo que la muerte haya ganado tan pronto y tan cruelmente la partida contra Manolo Molina, pero mucho me temo que la muerte no está aquí para reparar las injusticias que son congénitas a la creación. Pero entonces, ¿para qué Dios, para qué Dios...?

Ahora mismo escribo sin acabar todavía de creerme que Manolo ya no estará nunca más, porque uno se muere una vez y para siempre. Ahora todavía puedo recordar su cara, sus gestos, su voz incluso. Luego, el olvido que todo destruye, irá borrando la cara, el gesto, la voz... y el recuerdo de Manolo se convertirá en una zona cálida y recóndita de este corazón que hoy ni encuentra ni quiere encontrar consuelo.

Se ha muerto un amigo y ya está enterrado bajo el calorazo de agosto. Manolo Rus lo decía y al decirlo he sentido un escalofrío: está en los nichos últimos del cementerio, cuando vayamos a Guadalupe a llevar o traer a la Virgen y nos paremos frente a San Ginés para rezar por todos nuestros muertos, podremos verlo. Ya sabes, Manolo, en septiembre, en una mañana azul, tendremos la primera cita.

Tengo el alma atónita, una vez más, frente al misterio silencioso de la muerte. Pensar hoy en Manolo es pensar en el sol que esta tarde atardecerá sobre Sancti Petri, entre una plenitud de plenitudes que hoy se ha quedado un poco huérfana. Frente a ese mar es imposible encontrar explicación a tanta belleza: tan imposible como encontrar explicación a tanto dolor. Sea lo qué sea el destino de los hombres, esté dónde esté Manolo, seguro que estará descansando en paz.

Y a nosotros sólo nos queda darle las gracias por tanto, por todo. Gracias, pese a la tristeza, gracias con todo el corazón, Manolo. Gracias.

sábado, 2 de agosto de 2008

EL DÍA DE LA INFAMIA



El 2 de agosto de 2008 pasará a la historia de este país que algunos seguimos empeñados en llamar España, como uno de los más tristes días de su historia: hay momentos en los que un pueblo pierde toda su dignidad, hoy es uno de ellos. Hoy, cuando estas palabras viajen por las redes misteriosas de Internet, el criminal Iñaki de Juana Chaos estará en la calle. Sus amigos y admiradores, esa panda de cobardes nazis que aplauden los crímenes de ETA, lo estarán esperando en algún sucio lugar para rendirle un homenaje. Mientras, habrá veinticinco personas removiéndose en sus tumbas y muchas madres, muchas mujeres y muchos hijos llorando de rabia y de impotencia: veinticinco muertos le han salido a de Juana Chaos por el módico precio de dieciocho años de cárcel. De nada ha servido comprobar que falsificó documentos con los que le rebajaron la pena: hoy sale de la cárcel, prepotente y orgulloso, y su mirada es ya un insulto para los españoles de bien, para las gentes honestas de este pobre país del sur de Europa que hoy está siendo moralmente ultrajado.

Hoy la decencia sólo puede expresar esta tristeza de ver por las calles de España, caminando altanero y desafiante, a un criminal sin escrúpulos. Lo único que podemos pedir es que en este sábado vomitivo ningún ministro, ningún político de los que se la cogen con papel de fumar, salgan hoy diciendo que se ha cumplido el Estado de Derecho: poco Estado y poco Derecho caben en una sociedad si el Estado y el Derecho son lo contrario de la justicia. No se puede hablar de democracia y de justicia mientras se asiste impasible a esta infamia que ensucia las horas del verano. Hoy la libertad y la dignidad sólo pueden expresarse intentando compartir el dolor y la humillación de las familias de las víctimas.

viernes, 1 de agosto de 2008

TARDE EN BAEZA



Baeza es un antídoto contra las prisas del mundo. Lo pensaba esta mañana de verano en que hasta el cielo –cosa de los vencejos– parece desperezarse en velocidades de alegrías efímeras. A mí el verano me agota y con las primeras calores ansío la llegada de los días frescos del otoño, o las noches recogidas de la lluvia invernal: el verano está bien para un par de semanas, pero… ¡para tres meses!… El caso es que maldiciendo el calor me ha venido a la cabeza una noche del pasado febrero en Baeza: llovía y por detrás de la lluvia la Plaza de Santa María se adivinaba como remanso de sosiegos y recinto de tranquilidades. Ya sé que la lluvia transfigura toda realidad y a toda prisa pone una contención: pero en Baeza la lluvia solamente hace más visible la vocación de permanencia que tenemos los hombres siempre derrotados y no la inventa, como sucede en otras ciudades que sin la lluvia no resultan hermosas.

He estado muchas tardes en Baeza y en cada una he descubierto un rostro diferente del tiempo. Yo siempre he pensado que el paso de la vida es una acumulación de caídas pero también de silencios, y Baeza ha sabido conservar los silencios: habla el silencio en la fachada mágica del palacio de Jabalquinto, susurra el silencio en las arquivoltas de la Santa Cruz -¡cuánto tiempo acomodado en esas piedras!–, palmotea infancias el silencio en el patio de la vieja Universidad y se derrama imponente cuando ascendemos hacia la catedral, en el crepúsculo cuajado de campanas que elevan como un sueño sobre el campo. No, no hay en Baeza pretensiones señoriales ni afirmaciones pedantes de un arte privado de humanidad: toda la belleza que se guarda en Baeza está así, dulcemente dormida –pero a la vez vital, soñadora: despierta hacia el futuro– en una frágil consideración de la medida del hombre. Baeza no es una ciudad para aplastar el espíritu, sino para cautivarlo y recogerlo: he ahí la virtud primera del silencio, que es tiempo que vive deteniéndose. Y el espíritu así aprehendido crece y arraiga en sus languideces…. ¿No es acaso Baeza como un desgarrón melancólico de Machado?…

Sí, hay que volver a Baeza para, de tarde en tarde –también en las tardes altas del verano, ya vencida la canícula–, calmar en sus plazas la sed de ser. En esta “Salamanca andaluza” encontró Machado el consuelo suficiente para no quitarse la vida tras la muerte de Leonor. Y aunque consideró que era “un pueblo encanallado” supo recoger las virtudes decantadas por sus silencios y sus hechuras de melancolía: ¿no hay versos de Machado que son enteramente imagen de una tarde en Baeza? Si no tuvieran otros méritos, podrían estas tardes presumir de haber recompuesto el alma rota del poeta que vino aquí sin alma, pues la dejó enterrada en El Espino. Vértigos del mundo, empujones de la existencia, angustias, roturas: basta un paseo lentísimo por Baeza para descubrir que todo el tiempo cabe en una tarde –en un poema, en una lluvia, en la visión del sol mojado– y que el resto es pompa vana.

(Publicado en Diario IDEAL el 31 de julio de 2008)