CADA vez con más frecuencia siento añoranza del mar, como si la sangre y los músculos y los más ínfimos átomos que me componen no hubiesen olvidado su genésico pasado marino, esa inmensidad salada de la que todos los seres brotamos hace millones de años. El rumor del mar rompiendo en las playas es como un recordatorio de lo que somos: no polvo, sino agua de mar hecha carne y corazón que late bombeando espumas profundas. Por eso fascina el rumor del mar –sordamente sonoro– y por eso podemos pasar las tardes enteras de agosto escuchando esa voz antigua de viento y de sal: porque tenemos nostalgia del mar.
Tienen un mar de fondo casi todos los lugares en los que me gustaría vivir: en un faro solitario sobre un acantilado en el que rompan las olas, en un puerto cantábrico lleno de gaviotas y sirenas de vapores que anuncian la mañana, en una casa pintada de blanco y azul asomada al viejo mar de Grecia, rodeada de vides y cerezos. O en una casa luminosa y lejana en las playas de Oregón. O de Chile. O de Normandía, encarada al océano gris de invierno. Porque uno imagina vivir junto al mar y siente que el alma se acurruca junto al fuego, viendo la lluvia perderse en las mareas embravecidas, mientras Bach desmaya la tarde de ceniza y el libro suspende sus páginas en las manos, idos ya los ojos al clamor de una naturaleza que podremos destruir pero que nunca llegaremos a dominar. Incluso si sueño con vivir en un lugar sin playa ni acantilados, ese no puede ser otro que Venecia, la ciudad que enclaustró la mar en canales y puentes, que se fusionó con ella para levantar y reflejar columnas, cúpulas doradas, ojivas orientales. Venecia es un mar pequeño encerrado en un decorado fascinante: sentados en la escalinata de Santa María de la Salud la añoranza del océano vuelve a dar tirones en el corazón. Porque allí soñamos con ser un marinero fenicio o un joven griego que aprendió el amor y la filosofía en Lemnos –esa isla de las mujeres–, un lobo de mar salido de un libro de Conrad o el capitán de un velero en la calma del atardecer sobre el mar y los delfines.
Ahora, el verano nos devuelve al mar por unos días, con ficción e impostura, sabiendo que es mentira este regreso, porque sólo regresa al mar quien con certeza puede sentarse en la orilla a esperar que las espumas devuelvan los restos de todos los naufragios: los mascarones de proa de los galeones de Indias, el mástil en el que ataron a Ulises para escuchar el canto de las sirenas, una botella cargada de adioses, las profecías cantadas por las tablas –comidas de musgo y algas– de Argo... Volver al mar es creer en el mar, ese evangelio, que dijo Benedetti. Y vamos al mar con prisa cuando el mar sólo entiende de eternidades y permanencias: no se puede ir al mar para volver, para hacer el equipaje y marcharse, porque en las orillas del mar construye el alma un castillo de arena en el que quedará encerrada para siempre, lamida por las olas que a cada instante llegan.
(Publicado en Diario IDEAL el 16 de agosto de 2007)
(Publicado en Diario IDEAL el 16 de agosto de 2007)
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