Ahora entendemos que la guerra fría no fue sino la historia congelada y entendemos que Fukuyama dictó la hipótesis más absurda, porque no sólo no ha terminado la historia sino que vuelve –se revuelve– con todos sus fantasmas agitando antorchas y hachas ensangrentadas. Ha sido borrada del mapa aquella alegría que agitó el mundo cuando el Muro de Berlín se derrumbó. ¿Es posible encontrar motivos para la esperanza?
Juan Pablo II dijo que, derrotadas las ideologías, en el siglo XXI las religiones serían el motor de la historia. De la peor historia, decimos nosotros: porque no ha vuelto la religión para que el hombre ilumine lo que tiene de profundidad y abismo. Han vuelto los clérigos que predican venganzas y claman contra las libertades. Hoy, las religiones más activas vuelven a negar la posibilidad de una esperanza cívica y de una sociedad abierta. Han vuelto las religiones al plano de la política y han abierto las puertas de todos los extremismos. Y con las bombas del islamismo se ha reactivado la historia, si es que alguna vez estuvo dormida, si es que no fueron historia el genocidio de Ruanda o el horror de Bosnia.
Cuando cayó el Muro no se hundió la historia: sencillamente siguió poblando los caminos del mundo de muertos, pero todo sin guión, en un caos de sangre, sin una articulación que ofreciera razones sobre los crímenes y los silencios, sin discursos ni argumentos. Los nazis y los comunistas justificaron sus crímenes en la consecución de un mundo mejor: ahora la sangre se justifica por sí misma, en su mismo borbotón. Entre el Berlín de 1989 y el Nueva York de 2001 la historia navegó sin brújula y los cuadernos de bitácora estuvieron terriblemente blancos, como los ciegos de Saramago. Los 90 no fueron los años del fin de la historia sino los de la historia ciega. Y ciegos, pensamos que el triunfo de la democracia –desaparecido el horror del comunismo– era definitivo. Ciegos, fuimos incapaces de ver la tinta que se preparaba para volver a llenar de letras –gritos, sangres, voces de torturados, aviones y colegios secuestrados– los cuadernos de la historia.
En esos años desaparecieron las ideas: todo lo ocupó el culto al dinero. El dinero es hoy nuestra razón última de ser. Vivimos en el triunfo pleno de las razones neoliberales y del consumismo: la vida es una guerra y el más fuerte, el que más compra, es el que vence y perdura. Y mientras disfrutamos esta orgía de grandes almacenes seguimos sin ser capaces de ver las señales que nos manda un mundo en ruinas. Nos encerramos en los supermercados mientras todo se hunde a nuestro alrededor, y la posibilidad que en 1989 se nos brindó, se ahogó en el ansia consumista. Todos los valores desaparecieron y con ellos se ha ido la posibilidad de entender lo que pasa en este mundo en que la historia se resiste a morir. Los años 90 sembraron la tormenta que hoy vivimos. Nos creímos el centro del mundo: pensamos que era suficiente acabar con el riesgo de una guerra nuclear en Europa para que todos los seres humanos caminaran por las alamedas del bienestar. Pero no fue así: el fin de la Guerra Fría quitó el tapón que contenía los odios en muchos lugares del mundo. Y nuestra torpeza creó, avivó, atizó, los odios que la división entre comunistas y capitalistas había orillado desde 1945. La imposible gran confrontación dio paso a cientos de pequeñas confrontaciones absolutamente reales que confluyen en estos días convulsos, preludio de un futuro sin futuro, de unos días oscuros en que nos abrazaremos sabiendo que fuimos responsables de haber negado la última oportunidad de la esperanza.
Los pensadores de la derecha decretaron en 1989 el fin de la historia y la validez última de los parámetros neoliberales para entender las relaciones entre los hombres. Pero esas relaciones siguieron regidas por los mismos principios de siempre: Ruanda, el Cáucaso, los Balcanes... Cada muerto a machetazos, cada hombre bomba, cada mujer violada, cada niño soldado, fueron una señal que nos negamos a ver. Hasta que de pronto la historia –levantada en voz de almuédano– irrumpió en nuestros televisores y vimos que los occidentales estamos condenados a ser las víctimas de ese terremoto histórico que se larvó en los años 90: los hechores de la historia oculta se montaron en un avión y un 11 de septiembre sembraron nuestras vidas de muertos inocentes. Ese día, mientras veíamos espantados derribarse todas nuestras seguridades, la historia restauró su imperio. Y lo hizo al paso de las banderas grises del pesimismo.
Juan Pablo II dijo que, derrotadas las ideologías, en el siglo XXI las religiones serían el motor de la historia. De la peor historia, decimos nosotros: porque no ha vuelto la religión para que el hombre ilumine lo que tiene de profundidad y abismo. Han vuelto los clérigos que predican venganzas y claman contra las libertades. Hoy, las religiones más activas vuelven a negar la posibilidad de una esperanza cívica y de una sociedad abierta. Han vuelto las religiones al plano de la política y han abierto las puertas de todos los extremismos. Y con las bombas del islamismo se ha reactivado la historia, si es que alguna vez estuvo dormida, si es que no fueron historia el genocidio de Ruanda o el horror de Bosnia.
Cuando cayó el Muro no se hundió la historia: sencillamente siguió poblando los caminos del mundo de muertos, pero todo sin guión, en un caos de sangre, sin una articulación que ofreciera razones sobre los crímenes y los silencios, sin discursos ni argumentos. Los nazis y los comunistas justificaron sus crímenes en la consecución de un mundo mejor: ahora la sangre se justifica por sí misma, en su mismo borbotón. Entre el Berlín de 1989 y el Nueva York de 2001 la historia navegó sin brújula y los cuadernos de bitácora estuvieron terriblemente blancos, como los ciegos de Saramago. Los 90 no fueron los años del fin de la historia sino los de la historia ciega. Y ciegos, pensamos que el triunfo de la democracia –desaparecido el horror del comunismo– era definitivo. Ciegos, fuimos incapaces de ver la tinta que se preparaba para volver a llenar de letras –gritos, sangres, voces de torturados, aviones y colegios secuestrados– los cuadernos de la historia.
En esos años desaparecieron las ideas: todo lo ocupó el culto al dinero. El dinero es hoy nuestra razón última de ser. Vivimos en el triunfo pleno de las razones neoliberales y del consumismo: la vida es una guerra y el más fuerte, el que más compra, es el que vence y perdura. Y mientras disfrutamos esta orgía de grandes almacenes seguimos sin ser capaces de ver las señales que nos manda un mundo en ruinas. Nos encerramos en los supermercados mientras todo se hunde a nuestro alrededor, y la posibilidad que en 1989 se nos brindó, se ahogó en el ansia consumista. Todos los valores desaparecieron y con ellos se ha ido la posibilidad de entender lo que pasa en este mundo en que la historia se resiste a morir. Los años 90 sembraron la tormenta que hoy vivimos. Nos creímos el centro del mundo: pensamos que era suficiente acabar con el riesgo de una guerra nuclear en Europa para que todos los seres humanos caminaran por las alamedas del bienestar. Pero no fue así: el fin de la Guerra Fría quitó el tapón que contenía los odios en muchos lugares del mundo. Y nuestra torpeza creó, avivó, atizó, los odios que la división entre comunistas y capitalistas había orillado desde 1945. La imposible gran confrontación dio paso a cientos de pequeñas confrontaciones absolutamente reales que confluyen en estos días convulsos, preludio de un futuro sin futuro, de unos días oscuros en que nos abrazaremos sabiendo que fuimos responsables de haber negado la última oportunidad de la esperanza.
Los pensadores de la derecha decretaron en 1989 el fin de la historia y la validez última de los parámetros neoliberales para entender las relaciones entre los hombres. Pero esas relaciones siguieron regidas por los mismos principios de siempre: Ruanda, el Cáucaso, los Balcanes... Cada muerto a machetazos, cada hombre bomba, cada mujer violada, cada niño soldado, fueron una señal que nos negamos a ver. Hasta que de pronto la historia –levantada en voz de almuédano– irrumpió en nuestros televisores y vimos que los occidentales estamos condenados a ser las víctimas de ese terremoto histórico que se larvó en los años 90: los hechores de la historia oculta se montaron en un avión y un 11 de septiembre sembraron nuestras vidas de muertos inocentes. Ese día, mientras veíamos espantados derribarse todas nuestras seguridades, la historia restauró su imperio. Y lo hizo al paso de las banderas grises del pesimismo.
(Publicado en Diario IDEAL el 28 de septiembre de 2007)
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