PRIMERA.- La democracia de 1978 tiene pendiente la construcción de un universo simbólico y un espacio histórico propios: no puede seguir concibiéndose como un sistema sin conexiones históricas. Al imponer el olvido como algo necesario para el diálogo, la Transición alumbró un sistema político carente de pasados en que reconocerse y sustentarse: para llegar a un entendimiento con los franquistas, fue necesario obviar la historia constitucional española, el movimiento regeneracionista y, sobre todo, la democracia republicana de 1931.
Pero la democracia española no puede existir simbólicamente ni sobre el vacío ni sobre la herencia de la dictadura: es necesario rastrear experiencias que le den solidez histórica. Sin duda, el referente más cercano y valioso es la II República. Más allá de la concreción real de la República y de sus innegables errores, los españoles de hoy deben tener en consideración los valores políticos que sostuvieron su ideal: la concepción de un espacio público de ciudadanos, el alto sentido patriótico de los republicanos, la expresión de la pluralidad territorial desde el legado común y el profundo sentido social. En mayor o menor medida, estos cuatro elementos han encontrado eco en el sistema político actual. Pero han fallado en su expresión concreta, sobre todo en lo referente a la materialización de un ideal patriótico asumible por la mayoría y desligado del universo franquista. Por ello, es necesario que la democracia española (y de manera muy especial la izquierda con vocación nacional: o sea, el PSOE) revitalice el ideal cívico y patriótico de la II República, concretando la empresa colectiva de recuperar nuestra historia democratizadora y el patriotismo de raíz liberal inaugurado en 1812.
SEGUNDA.- El legado histórico y el espacio simbólico de la democracia sólo pueden construirse desde el juicio histórico sobre el franquismo. En la Transición, que fue un pacto entre las fuerzas decrecientes –pero aún poderosas– de la dictadura y su oposición, cualquier juicio moral sobre la dictadura hubiera hecho imposible el acuerdo con los franquistas; pero lo que en entonces no pudo ser, hoy es absolutamente necesario desde el punto de vista de la ética pública. No se trata ya de juzgar a los que asesinaron o colaboraron con la Brigada Político Social o con los comités de depuración. Eso, realmente, es agua pasada; muy dolorosa, pero pasada. Sin embargo, es una aberración negarle a la democracia española el derecho de juzgar histórica y éticamente la dictadura de Franco, condición indispensable para poder asumir efectivamente la herencia democrática.
El juicio moral sobre el franquismo conlleva, inevitablemente, consecuencias jurídicas. Un ejemplo: es un escándalo histórico, ético y jurídico que no se hayan anulado los procesos judiciales contra los militares que, en 1936, cumplieron con su juramento de lealtad al gobierno legítimo de España y fueron luego juzgados por ¡rebelión militar!. La repulsa democrática del franquismo conlleva, igualmente, actuaciones sobre sus símbolos. Es impensable que las calles alemanas lleven los nombres de Eichmann o Goebbels o que se levanten estatuas de Hitler en las plazas, pues estatuas y calles implican homenaje. Mientras los países de nuestro entorno han saldado cuentas con sus dictaduras, en España aún se ve normal que una plaza lleve el nombre del Generalísimo, lo que –en el ámbito simbólico– nos acerca más a la Rusia que aún venera la momia de Lenin que a nuestros socios europeos. Y sin embargo, la consolidación del pathos ético del sistema de 1978 necesita la eliminación de esta simbología, que mueve a confusión en cuento puede hacer creer que la democracia es un franquismo razonablemente continuado y la Constitución una consecuencia lógica de la Leyes Fundamentales, y todo ello gracias a que hasta ahora se han mantenido sin problemas los espacios simbólicos de la dictadura. Nadie puede presumir de demócrata mientras se niega a que se retiren los símbolos franquistas: el Partido Popular y la Iglesia Católica deben ayudar decisivamente en este proceso de eliminación simbólica del franquismo, impulsando la desaparición de sus emblemas y nombres en los ayuntamientos en que gobiernen o en los templos en que aún perduren, homologándose así a sus colegas europeos: es inconcebible que la Democracia Cristiana alemana justifique la presencia pública de símbolos del nazismo.
TERCERA.- Juzgar el franquismo nos lleva al tema de sus víctimas. Terminada la guerra, el estado franquista inició un proceso de rehabilitación de los muertos del bando nacional, resarciendo a las familias y las memorias de los "caídos por Dios y por España". Las víctimas de los vencedores quedaron, lógicamente, excluidas de este proceso. Y así, miles de personas asesinadas durante la represión azul o por sentencias de tribunales franquistas desde 1939, yacen aún en fosas comunes repartidas por todo el país. La última batalla ganada por los franquistas fue obligar, durante la Transición, a renunciar al resarcimiento de las víctimas del franquismo.
Sería inmoral que los ministros de España estuvieran presentes en las beatificaciones del 28 de octubre próximo, mientras ciertos sectores católicos se dicen perseguidos porque las familias de los represaliados por el franquismo solicitan ayuda pública para encontrar y enterrar dignamente a sus muertos. El franquismo asumió la recuperación de muertos del bando nacional: el Estado democrático debería, como cuestión de justicia, financiar los gastos de exhumación e identificación de muertos del bando republicano. Humanamente, no se le puede negar a las familias el derecho a recuperar los restos de sus seres queridos. Políticamente, la recuperación de los asesinados en la retaguardia nacional y por la dictadura es el gesto postrero para una cicatrización definitiva de las heridas de la guerra: el último capítulo de la guerra de 1936 se cerrará cuando todas las víctimas estén decentemente enterradas: mientras haya huesos hacinados en fosas sin nombre, el recordatorio de aquel drama colectivo seguirá latente en la vida de los españoles.
El tema de las víctimas plantea un problema mayor cuando se enlaza con la reconstrucción de la herencia histórica de la democracia: la reivindicación ética de las víctimas. ¿Hay víctimas que otorgan a la democracia una ética de lucha por la libertad? ¿Quiénes son estas víctimas? ¿Ninguna del bando nacional? ¿Todas las del bando republicano? Sea cuál sea la respuesta a la primera pregunta, la de la segunda está clara: la democracia no puede reivindicar como propias –porque no puede asumir su herencia ética o política ni su ejemplo– a todas las víctimas del franquismo. La democracia española debe asumir como propio el legado de Besteiro, Zugazagoitia, Azaña o Indalencio Prieto, pero no puede hacer suyo el legado de los muertos del Partido Comunista, la CNT o la FAI. Una cosa es el imprescindible gesto humanitario de dar dignidad a estos muertos y otra asumir su herencia ética: la democracia está obligada a lo primero, no a lo segundo.
El espacio histórico y ético de nuestra democracia debe construirse sobre la memoria de los que murieron en las zonas templadas del espíritu. La República dejó de existir, en la práctica, en julio de 1936: luego, existió en el corazón de un puñado de hombres horrorizados ante los crímenes que se cometían en la retaguardia republicana. El ejemplo de esos hombres es el que debe reivindicar y asumir nuestra democracia: nunca el de los que asesinaron en nombre de la revolución o de esa República que violaron con cada uno de sus crímenes.
(Publicado en Diario IDEAL el 13 de octubre de 2007)
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