También hubo un tiempo en que fui joven. Eran días de otoño e instituto y de sol y pereza, cuando mi amigo Antonio Gaitán y yo nos escapábamos de las clases de literatura de Aurelio Valladares para irnos al parque: comprábamos El Mundo y leíamos el artículo de Umbral. Seguramente soñábamos entonces con ser escritores. O poetas. O profesores en ciudades lejanas donde nadie te conoce y vives dando clase y leyendo o escribiendo, habitando un apartamento alto y lleno de luz y libros, abierto a calles amplias que al anochecer se llenan de ruidos de sirenas y gentes que regresan a sus hogares mientras tú esperas la compañía de alguien que llene de sosiego las horas de la madrugada. O tempora! O mores!
Antonio seguirá siendo joven, porque uno lo es mientras piensa que la vida es posibilidad y sueño: él ha podido cumplir parte de los nuestros haciendo en la vida –en parte de su vida– lo que realmente le gusta. Otros, mientras, hemos aprendido de Umbral que la vida es derrota y caída, entrega y renuncia y que si el Génesis no miente, Dios debió amasar con cenizas y lágrimas de amargura el barro con que nos hizo. Quien no miente es Ortega: somos nosotros y nuestras circunstancias, que suelen ser más poderosas que nuestra voluntad y que nuestras posibilidades. Y los sueños adelgazan para poder pasar por el embudo de las circunstancias hasta quedar reducidos a polvo que se lleva el huracán de los años. ¡Suerte que al menos conservamos el recuerdo de aquellos días jóvenes en que la tiza del corazón escribía sus impulsos mejores sobre la pizarra de la vida!
Guardo en Umbral los recuerdos de un tiempo en el que todo era posible porque todo estaba intacto, en el que la universidad era la promesa de algo mejor, no de más dinero o más comodidad, sino de una vida más intensa, el andamio de un sueño: la prosa de Umbral –todo el español cabía en ella– evocaba una vida rica en aventuras y literaturas. Pero se ha ido Umbral: ya no podré remansarme en sus artículos los días en que la añoranza duela más de lo normal. Por eso, cuando anunciaron su muerte sentí como un vacío: entendí, ya para siempre, que nunca seré corresponsal de guerra ni escritor en Nueva York ni profesor en Granada ni... Una parte de mi vida se ha ido esa madrugada de agosto; por delante queda la autopista monótona de lo convencional. Al final, siempre vence nuestra circunstancia, por más que el recuerdo y la esperanza nos susurren que es posible que florezcan magnolias en el desierto Hubo un día en que fui joven…
Lástima que Umbral no leyese a los clásicos, porque debería haberme enseñado, en esos días de maula, que las rosas hay que cogerlas cuando aún existen fresca la flor y la nueva juventud. Y, sobre todo, que nuestros tiempos y nuestros afanes y nuestras esperanzas corren como los de la flor, fatales y breves. Y que el rocío se seca y un día mortal y rosa no está Umbral en la puerta de atrás del periódico para hacernos evocar las mañanas en que soñamos con un horizonte grande y azul.
Antonio seguirá siendo joven, porque uno lo es mientras piensa que la vida es posibilidad y sueño: él ha podido cumplir parte de los nuestros haciendo en la vida –en parte de su vida– lo que realmente le gusta. Otros, mientras, hemos aprendido de Umbral que la vida es derrota y caída, entrega y renuncia y que si el Génesis no miente, Dios debió amasar con cenizas y lágrimas de amargura el barro con que nos hizo. Quien no miente es Ortega: somos nosotros y nuestras circunstancias, que suelen ser más poderosas que nuestra voluntad y que nuestras posibilidades. Y los sueños adelgazan para poder pasar por el embudo de las circunstancias hasta quedar reducidos a polvo que se lleva el huracán de los años. ¡Suerte que al menos conservamos el recuerdo de aquellos días jóvenes en que la tiza del corazón escribía sus impulsos mejores sobre la pizarra de la vida!
Guardo en Umbral los recuerdos de un tiempo en el que todo era posible porque todo estaba intacto, en el que la universidad era la promesa de algo mejor, no de más dinero o más comodidad, sino de una vida más intensa, el andamio de un sueño: la prosa de Umbral –todo el español cabía en ella– evocaba una vida rica en aventuras y literaturas. Pero se ha ido Umbral: ya no podré remansarme en sus artículos los días en que la añoranza duela más de lo normal. Por eso, cuando anunciaron su muerte sentí como un vacío: entendí, ya para siempre, que nunca seré corresponsal de guerra ni escritor en Nueva York ni profesor en Granada ni... Una parte de mi vida se ha ido esa madrugada de agosto; por delante queda la autopista monótona de lo convencional. Al final, siempre vence nuestra circunstancia, por más que el recuerdo y la esperanza nos susurren que es posible que florezcan magnolias en el desierto Hubo un día en que fui joven…
Lástima que Umbral no leyese a los clásicos, porque debería haberme enseñado, en esos días de maula, que las rosas hay que cogerlas cuando aún existen fresca la flor y la nueva juventud. Y, sobre todo, que nuestros tiempos y nuestros afanes y nuestras esperanzas corren como los de la flor, fatales y breves. Y que el rocío se seca y un día mortal y rosa no está Umbral en la puerta de atrás del periódico para hacernos evocar las mañanas en que soñamos con un horizonte grande y azul.
(Publicado en Diario IDEAL el 6 de septiembre de 2007)
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