La superstición democrática ha fijado en cien días el plazo de confianza que se da a los nuevos gobernantes para comenzar a juzgar sus actuaciones. Y es ahora cuando se cumplen los cien días de gobierno de las corporaciones municipales elegidas el pasado 27 de mayo. Por lo tanto, no debe extrañarnos que a partir de ahora las oposiciones locales funcionen a todo pistón: el periodo de gracia ha terminado, comienza la cacería.
Quien fijara los cien días sabrá el porqué de ese plazo que permite intuir cómo será el gobierno que gobierne –o simplemente sobreviva– lo que resta hasta cumplir los cuatro años. Decía mi abuelo que viendo la choza se conoce el melonero. Pues si los cien días son la choza, hay municipios que ya saben de sobra cómo será el melonero. Y es que estos días habrán permitido intuir por cuál de las cuatro opciones que caben a todo gobierno se decantan el alcalde y concejales que a cada pueblo le han tocado en suerte: seguir haciendo lo de antes, mejorar lo hecho anteriormente, empeorar lo que hicieron otros o, simplemente, no hacer nada.
Claro, que al final cada uno contará el cuento de estos cien días según le haya ido. Por ejemplo, si yo fuese ciudadano de Lepe –amén de tener un gracejo innato del que carezco– estaría la mar de contento con mi alcaldesa por haber prohibido los ruidos durante las horas de la siesta. Por el contrario, si viviese en Barcelona, podría jurarles sobre lo más sagrado que jamás volvería a pisar un colegio electoral después del vergonzoso apagón de luz y de luces que, con regocijo impune de eléctricos y políticos, se sufrió en el verano: se corta la luz sin castigo, se castiga cortando el voto. Mientras, el resto de españolitos estarán en lo intermedio, que es lo normal: unos, deseando que vuelvan los que se fueron; otros, anhelando que vengan los que nunca han venido; los demás, rezando para que se vayan los de ahora. Mientras, se abrirán nuevas pistas de padel para los modernos, serán destripadas algunas plazas para llenarlas de aparcamientos subterráneos, se arrasarán un par de bosques para hacer campos de golf ¡y puede que hasta se construyan viviendas de protección oficial para las parejas de jóvenes currantes o guarderías para sus hijos!. Y así, entre aciertos –de los menos– y meteduras de pata –de los más–, transcurrirán, lánguidos, los meses hasta mayo de 2011.
Por suerte no todo depende de los políticos ni de las urnas: nadie vota para que vuelvan los vencejos que se marchan, no se decreta la flor de los cerezos, nevara en enero aunque los alcaldes no quieran y vendrá la primavera sin que nadie –ni hombres ni leyes– sepa cómo ha sido. Y ahí seguirán el tiempo y las distintas varas de medirlo: para un lepero transcurrirá raudo y feliz, para un barcelonés será como una losa que ni siquiera podrá quitarse en las próximas elecciones. A los que les vaya mal con los meloneros puestos a prueba durante estos cien días, les queda el consuelo de que si veinte años no son nada –sabio es el tango– cuatro años son menos. Algo es algo.
Quien fijara los cien días sabrá el porqué de ese plazo que permite intuir cómo será el gobierno que gobierne –o simplemente sobreviva– lo que resta hasta cumplir los cuatro años. Decía mi abuelo que viendo la choza se conoce el melonero. Pues si los cien días son la choza, hay municipios que ya saben de sobra cómo será el melonero. Y es que estos días habrán permitido intuir por cuál de las cuatro opciones que caben a todo gobierno se decantan el alcalde y concejales que a cada pueblo le han tocado en suerte: seguir haciendo lo de antes, mejorar lo hecho anteriormente, empeorar lo que hicieron otros o, simplemente, no hacer nada.
Claro, que al final cada uno contará el cuento de estos cien días según le haya ido. Por ejemplo, si yo fuese ciudadano de Lepe –amén de tener un gracejo innato del que carezco– estaría la mar de contento con mi alcaldesa por haber prohibido los ruidos durante las horas de la siesta. Por el contrario, si viviese en Barcelona, podría jurarles sobre lo más sagrado que jamás volvería a pisar un colegio electoral después del vergonzoso apagón de luz y de luces que, con regocijo impune de eléctricos y políticos, se sufrió en el verano: se corta la luz sin castigo, se castiga cortando el voto. Mientras, el resto de españolitos estarán en lo intermedio, que es lo normal: unos, deseando que vuelvan los que se fueron; otros, anhelando que vengan los que nunca han venido; los demás, rezando para que se vayan los de ahora. Mientras, se abrirán nuevas pistas de padel para los modernos, serán destripadas algunas plazas para llenarlas de aparcamientos subterráneos, se arrasarán un par de bosques para hacer campos de golf ¡y puede que hasta se construyan viviendas de protección oficial para las parejas de jóvenes currantes o guarderías para sus hijos!. Y así, entre aciertos –de los menos– y meteduras de pata –de los más–, transcurrirán, lánguidos, los meses hasta mayo de 2011.
Por suerte no todo depende de los políticos ni de las urnas: nadie vota para que vuelvan los vencejos que se marchan, no se decreta la flor de los cerezos, nevara en enero aunque los alcaldes no quieran y vendrá la primavera sin que nadie –ni hombres ni leyes– sepa cómo ha sido. Y ahí seguirán el tiempo y las distintas varas de medirlo: para un lepero transcurrirá raudo y feliz, para un barcelonés será como una losa que ni siquiera podrá quitarse en las próximas elecciones. A los que les vaya mal con los meloneros puestos a prueba durante estos cien días, les queda el consuelo de que si veinte años no son nada –sabio es el tango– cuatro años son menos. Algo es algo.
(Publicado en Diario IDEAL el 20 de septiembre de 2007)
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