Vivimos una época aburrida y sin pulso, en un tiempo que transcurre entre la prisa y el vacío, irremediablemente huero. Nada puede esperarse de esta época nuestra que todo lo enlata para poder comprarlo mejor. Todo. Hasta las maravillas del mundo.
Maravilla viene del latín mirabilĭa, que significa admirable. Los griegos eligieron las siete maravillas del mundo pensando en las cosas más admirables que se habían construido gracias al trabajo y el ingenio del hombre. No sabemos si cuando Herodoto o Antípatro de Sidón hicieron sus listas había en el mundo cosas realmente más maravillosas que la estatua de Zeus en Olimpia o el templo de Artemisa en Efeso. Pero, visto el resultado de la bobería patrocinada y alentada por el millonario y aburridísimo Bernard Weber, estamos convencidos de que hoy sí hay cosas más dignas de admiración que el Cristo de Río de Janeiro, que es un pastiche kitsch sin aliento artístico y del que hay ejemplares muy similares en Colombia, México o en la propia Palencia.
Weber ha democratizado la elección de los monumentos más hermosos del mundo –¿se puede democratizar la belleza?–. Y los maravillosos votantes que han alumbrado la maravillosa lista han decidido que el Cristo de Río es más maravilloso que El Escorial, la Alhambra, Santa Sofía o cualquier catedral gótica. Podemos hacernos una idea del mundo en que vivimos viendo a esta estatua incluida en la lista en que no están la Acrópolis o el Kremlin. Poco hay que decir de las otras nuevas maravillas, realmente admirables. Pero cuando se piensa en el Cristo del Corcovado –como "obra de arte", ojo, no como símbolo religioso– nos viene a la memoria Paco Martínez Soria en bermudas persiguiendo mulatonas por las playas de Río, a donde puso rumbo Marisol, y así es que no hay manera de ver la maravilla por ningún lado.
El invento de las nuevas maravillas del mundo es un producto más de la fiebre por las listas que sufre el mundo postmoderno. Lista de flores que tienen que olerse, lista de discos que se tienen que escuchar, lista de vinos que tienen que probarse, listas de todo para que todos los gustos encuentren la lista que los satisfagan: en el supermercado de la bobería, la lista es la oferta de cada día.
Pero la lista es una delegación: renunciamos a ser nosotros mismos, a elegir, a decidir. Queremos que otros nos digan qué tenemos que leer, comer o visitar o qué tiene que maravillarnos. Nos han dicho que nos maravillemos más en Río que perdidos en una tarde umbrosa de octubre en el patio de la Lindaraja. Mi corazón y yo sabemos cuánto de maravilla tiene La Alhambra y no necesitamos multitudes que la voten. Es más: me sobran las multitudes en el palacio rojo de Granada. La masa que vota por el móvil que se dedique a realizar la lista de los tontos más tontos de España: empezando por el Lequio y terminando por Jesulín hay tajo sobrado. A ver si Bernard Weber tiene bemoles a reducir a una lista de siete la multitud boba que recuecen las televisiones españolas, esos vertederos.
Maravilla viene del latín mirabilĭa, que significa admirable. Los griegos eligieron las siete maravillas del mundo pensando en las cosas más admirables que se habían construido gracias al trabajo y el ingenio del hombre. No sabemos si cuando Herodoto o Antípatro de Sidón hicieron sus listas había en el mundo cosas realmente más maravillosas que la estatua de Zeus en Olimpia o el templo de Artemisa en Efeso. Pero, visto el resultado de la bobería patrocinada y alentada por el millonario y aburridísimo Bernard Weber, estamos convencidos de que hoy sí hay cosas más dignas de admiración que el Cristo de Río de Janeiro, que es un pastiche kitsch sin aliento artístico y del que hay ejemplares muy similares en Colombia, México o en la propia Palencia.
Weber ha democratizado la elección de los monumentos más hermosos del mundo –¿se puede democratizar la belleza?–. Y los maravillosos votantes que han alumbrado la maravillosa lista han decidido que el Cristo de Río es más maravilloso que El Escorial, la Alhambra, Santa Sofía o cualquier catedral gótica. Podemos hacernos una idea del mundo en que vivimos viendo a esta estatua incluida en la lista en que no están la Acrópolis o el Kremlin. Poco hay que decir de las otras nuevas maravillas, realmente admirables. Pero cuando se piensa en el Cristo del Corcovado –como "obra de arte", ojo, no como símbolo religioso– nos viene a la memoria Paco Martínez Soria en bermudas persiguiendo mulatonas por las playas de Río, a donde puso rumbo Marisol, y así es que no hay manera de ver la maravilla por ningún lado.
El invento de las nuevas maravillas del mundo es un producto más de la fiebre por las listas que sufre el mundo postmoderno. Lista de flores que tienen que olerse, lista de discos que se tienen que escuchar, lista de vinos que tienen que probarse, listas de todo para que todos los gustos encuentren la lista que los satisfagan: en el supermercado de la bobería, la lista es la oferta de cada día.
Pero la lista es una delegación: renunciamos a ser nosotros mismos, a elegir, a decidir. Queremos que otros nos digan qué tenemos que leer, comer o visitar o qué tiene que maravillarnos. Nos han dicho que nos maravillemos más en Río que perdidos en una tarde umbrosa de octubre en el patio de la Lindaraja. Mi corazón y yo sabemos cuánto de maravilla tiene La Alhambra y no necesitamos multitudes que la voten. Es más: me sobran las multitudes en el palacio rojo de Granada. La masa que vota por el móvil que se dedique a realizar la lista de los tontos más tontos de España: empezando por el Lequio y terminando por Jesulín hay tajo sobrado. A ver si Bernard Weber tiene bemoles a reducir a una lista de siete la multitud boba que recuecen las televisiones españolas, esos vertederos.
(Publicado en Diario IDEAL el 9 de agosto de 2007)
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