Cansa, agota ser español. Desespera ser español, porque parece una condición maldita, heredada de generación en generación con toda su carga de sangre antigua y agriada, que sirve para despreciar al otro pero no para entregarse en un proyecto común. Condición para revolver muertos y alzarlos como bandera y quijada, cuando debieran ser recuerdo y homenaje, si acaso. Pero aquí no cabe la generosidad: los que elevan mártires a los altares niegan el derecho a desenterrar los huesos que duermen sin nombre; los que tararean la melodía de Riego cuando salen a la luz los cuerpos olvidados, maldicen a los que cayeron en otro paredón. Y así es imposible encontrar la memoria, que debiera ser una plaza para vivir España como quería Espriu: eternamente en el orden y en la paz, en el trabajo, en la difícil y merecida libertad.
Sigue habiendo dos Españas: una, la que eternizó sus muertos en las fachadas de las iglesias –visibles, aireados– y viajará a Roma el 28 de octubre para beatificar a los que dieron su vida por la fe de Cristo, que era una fe sin armas pero que ha dado uniformes a muchos generales y ha justificado demasiados horrores; otra, la que duerme dentro de fosas comunes, en barrancos hondos donde las tardes de otoño filtran las lluvias para que la tierra pudra huesos y germinen flores: ahora –¡setenta años después de los fusilamientos!– podrán sus familiares minar la tierra hasta encontrarlos y besarles la noble calavera y desamordazarlos y regresarlos, que dijo Miguel Hernández.
¿Tan difícil es entender las razones del sufrimiento? Que lloren los hermanos o los sobrinos al joven que asesinaron “los rojos” por ser seminarista o catequista, pero que no se niegue el derecho de los hijos a desenterrar al padre que asesinaron “los fachas” por ser maestro o por haber tejido sueños un 14 de abril. Que se entienda de una vez que no todos los de un bando fueron malos, ni buenos los del otro: que hubo criminales en el bando republicano y en el nacional, que en los dos bandos se asesinó a personas buenas, generosas, que hubieran sido necesarias para hacer un país mejor, para coser heridas e hilar futuros. Que se entierren definitivamente los muertos que murieron en los extremos de ambos bandos, pero que se reconstruya un espacio ético con los caídos en las zonas templadas de las dos Españas: con los socialistas moderados y los republicanos de Azaña, pero también con los católicos de centro y los republicanos de Maura. Que se condene definitivamente una dictadura vil que parece habernos envilecido para siempre. Y que se salve el inmenso legado histórico de una República que naufragó porque en los tiempos de Hitler y Stalin fue imposible la democracia.
Y podamos –entonces– ser españoles. Sin cansancios. Sin fiebres patrioteras ni banderazos rojigualdas. Sin ajustes de cuentas, sin rencores. Españoles con destellos de luz, tranquila y remota como la de una estrella, como nos pide el Presidente Azaña desde la patria eterna. Vale.
Sigue habiendo dos Españas: una, la que eternizó sus muertos en las fachadas de las iglesias –visibles, aireados– y viajará a Roma el 28 de octubre para beatificar a los que dieron su vida por la fe de Cristo, que era una fe sin armas pero que ha dado uniformes a muchos generales y ha justificado demasiados horrores; otra, la que duerme dentro de fosas comunes, en barrancos hondos donde las tardes de otoño filtran las lluvias para que la tierra pudra huesos y germinen flores: ahora –¡setenta años después de los fusilamientos!– podrán sus familiares minar la tierra hasta encontrarlos y besarles la noble calavera y desamordazarlos y regresarlos, que dijo Miguel Hernández.
¿Tan difícil es entender las razones del sufrimiento? Que lloren los hermanos o los sobrinos al joven que asesinaron “los rojos” por ser seminarista o catequista, pero que no se niegue el derecho de los hijos a desenterrar al padre que asesinaron “los fachas” por ser maestro o por haber tejido sueños un 14 de abril. Que se entienda de una vez que no todos los de un bando fueron malos, ni buenos los del otro: que hubo criminales en el bando republicano y en el nacional, que en los dos bandos se asesinó a personas buenas, generosas, que hubieran sido necesarias para hacer un país mejor, para coser heridas e hilar futuros. Que se entierren definitivamente los muertos que murieron en los extremos de ambos bandos, pero que se reconstruya un espacio ético con los caídos en las zonas templadas de las dos Españas: con los socialistas moderados y los republicanos de Azaña, pero también con los católicos de centro y los republicanos de Maura. Que se condene definitivamente una dictadura vil que parece habernos envilecido para siempre. Y que se salve el inmenso legado histórico de una República que naufragó porque en los tiempos de Hitler y Stalin fue imposible la democracia.
Y podamos –entonces– ser españoles. Sin cansancios. Sin fiebres patrioteras ni banderazos rojigualdas. Sin ajustes de cuentas, sin rencores. Españoles con destellos de luz, tranquila y remota como la de una estrella, como nos pide el Presidente Azaña desde la patria eterna. Vale.
(Publicado en Diario IDEAL el 11 de octubre de 2007)
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