El sábado estarán en Úbeda Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat: "Dos pájaros de un tiro". ¡Y qué dos pájaros! ¡Y qué gira! Sólo es comparable a la que, inmensa, está sembrando José Tomás por las plazas de España. A Sabina, claro, le coge por medio la ola triunfadora de las dos giras, porque en una –la medio suya– llena gradas mientras intercambia con Serrat canciones como cromos líricos; y en la otra, su amigo José Tomás –de purísima y oro– sigue hilando nervios y burlando muertes.
Pero vayamos a lo de Úbeda, donde miles de personas sabrán que Serrat no está ni tan arrepentido ni encantado de habernos conocido, y de sobra sabrán que somos los primeros y que no miente si jura que daría por ti, por mí, la vida entera y, sin embargo, un rato cada día, ya ves, nos engañaría con cualquiera, nos cambiaría por cualquiera. Y oirán a Sabina pedir que si un día para nuestro mal viene a buscarlo la parca empujemos al mar su barca con un levante otoñal, dejando que el temporal desguace sus alas blancas, mientras lo enterramos sin duelo en la ladera de un monte, más alta que el horizonte –quiere tener buena vista–, para que su cuerpo sea camino allá donde se cruzan los caminos, allí vivió, allí quiere quedarse, pongamos que habla de Madrid.
Un descanso para ser malicioso junto a estos dos golfos: para los ubetenses, un atractivo más del concierto es el berrinche que los archiubetenses pillan cada vez que Sabina canta en Úbeda. Porque a algunos les gustaría que Sabina empezase sus conciertos silbando el "Miserere" de Jesús y los terminara dando vivas a los doce leones. Son los catetos que sólo entienden una manera de ser ubetenses –estrecha y cerril– y que no comprenden que cada uno siente su patria cómo quiere o puede o le dejan. Y mientras a algunos se les agría la sangre porque Sabina no quiere ni con nosotros ni sin nosotros, otros veremos a Penélope, con su bolso de piel marrón y sus zapaticos de tacón, sentada en un banco del Paseo del León esperando que llegue el primer tren o a que abran las puertas para entrar al concierto. Y en ese momento comprenderemos que la poca sabiduría que tenemos en amores la aprendimos de los labios cantores de Sabina y Serrat, y que nos hubiera gustado ser capaces de escribir una canción que dijera que lo que tenemos de bueno y de bello es porque lo aprendimos en el cuello y los senos de la mujer que amamos.
España es un país estúpido. E ingrato. Sólo así se explica que los sillones que en la Academia Española les corresponden a Sabina y Serrat –juglares, poetas, tejedores de emociones en música y verso– los ocupen Cebrián y (tápense la nariz) Ansón. Desconocemos los méritos de tan ilustres académicos, pero al menos sabemos –nos lo dijo Sabina– que ahora una pensión es un palacio donde nunca falta espacio para más de un corazón y sabemos –nos los susurró Serrat– que fue sin querer, que es caprichoso el azar, que ni buscamos ni nos vienen a buscar, que siempre estamos donde no tenemos que estar y que María Luisa pasó –un agosto lejano– como sin querer pasar, tanto tiempo esperándola.
Pero vayamos a lo de Úbeda, donde miles de personas sabrán que Serrat no está ni tan arrepentido ni encantado de habernos conocido, y de sobra sabrán que somos los primeros y que no miente si jura que daría por ti, por mí, la vida entera y, sin embargo, un rato cada día, ya ves, nos engañaría con cualquiera, nos cambiaría por cualquiera. Y oirán a Sabina pedir que si un día para nuestro mal viene a buscarlo la parca empujemos al mar su barca con un levante otoñal, dejando que el temporal desguace sus alas blancas, mientras lo enterramos sin duelo en la ladera de un monte, más alta que el horizonte –quiere tener buena vista–, para que su cuerpo sea camino allá donde se cruzan los caminos, allí vivió, allí quiere quedarse, pongamos que habla de Madrid.
Un descanso para ser malicioso junto a estos dos golfos: para los ubetenses, un atractivo más del concierto es el berrinche que los archiubetenses pillan cada vez que Sabina canta en Úbeda. Porque a algunos les gustaría que Sabina empezase sus conciertos silbando el "Miserere" de Jesús y los terminara dando vivas a los doce leones. Son los catetos que sólo entienden una manera de ser ubetenses –estrecha y cerril– y que no comprenden que cada uno siente su patria cómo quiere o puede o le dejan. Y mientras a algunos se les agría la sangre porque Sabina no quiere ni con nosotros ni sin nosotros, otros veremos a Penélope, con su bolso de piel marrón y sus zapaticos de tacón, sentada en un banco del Paseo del León esperando que llegue el primer tren o a que abran las puertas para entrar al concierto. Y en ese momento comprenderemos que la poca sabiduría que tenemos en amores la aprendimos de los labios cantores de Sabina y Serrat, y que nos hubiera gustado ser capaces de escribir una canción que dijera que lo que tenemos de bueno y de bello es porque lo aprendimos en el cuello y los senos de la mujer que amamos.
España es un país estúpido. E ingrato. Sólo así se explica que los sillones que en la Academia Española les corresponden a Sabina y Serrat –juglares, poetas, tejedores de emociones en música y verso– los ocupen Cebrián y (tápense la nariz) Ansón. Desconocemos los méritos de tan ilustres académicos, pero al menos sabemos –nos lo dijo Sabina– que ahora una pensión es un palacio donde nunca falta espacio para más de un corazón y sabemos –nos los susurró Serrat– que fue sin querer, que es caprichoso el azar, que ni buscamos ni nos vienen a buscar, que siempre estamos donde no tenemos que estar y que María Luisa pasó –un agosto lejano– como sin querer pasar, tanto tiempo esperándola.
(Publicado en Diario IDEAL el 13 de septiembre de 2007)
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