Se veía venir: en un país en el que todo se banaliza, algún día los obispos banalizarían el mal. Lo han hecho en plena cruzada contra el gobierno socialista: el Primado de España no se ha ruborizado al decir que quienes enseñen Educación para la Ciudadanía estarán colaborando con el mal. Es la guinda de un despliegue sin precedentes contra una asignatura a la que imputan contenidos diabólicos.
Pero se equivocan los obispos pensado que el mal es una abstracción con la que se pueden hacer juegos de palabras para sacar rédito político. El mal es algo definible: los instrumentos de tortura que la Inquisición ha dejado en los sótanos de la historia, el horror de los niños entregados a los hornos crematorios en Auschwitz, los jóvenes que Pinochet, tan cristiano, torturó. O los miles de asesinados por el comunismo. O los masacrados por los islamistas en Atocha. El mal es algo que penetra la carne y humilla los cuerpos, que destroza la existencia, que envilece el espíritu.
Las palabras no están huecas o vacías: detrás tienen una realidad a la que nombran. Y el mal es la más asfixiante de las realidades, sobre todo tras el siglo XX, en el que el mal ha desplegado todas sus potencias bajo todos los símbolos, en todos los regímenes: Lenin, Franco, Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot, Ceaucescu... Faltarían líneas para enumerar los rostros del mal, del verdadero mal, del que ha destrozado la vida de millones de personas, negando felicidades y futuros, sembrando lágrimas y olvidos. Por eso monseñor Cañizares ha cometido un terrible pecado: frivolizar con el mal.
Comparar el mal con la Educación para la Ciudadanía es rebajar el sufrimiento que el verdadero mal ha sembrado en las cunetas de la historia. Decir que se colabora con el mal enseñando los valores de la Constitución o las reglas de comportamiento ciudadano (supongo que ese será el temible contenido de la asignatura) es reírse de aquellos que sufrieron gracias a los que sí colaboraron con el mal: así, el sacerdote argentino Von Wermich, detenido como cómplice de decenas de asesinatos, casos de tortura y desapariciones durante la dictadura argentina; o los dirigentes de la Archidiócesis de Los Ángeles, que han comprado los silencios de cientos de víctimas de casos de pederastia cometidos por sacerdotes. (Claro, que el Nuncio Monteiro cree que abusar de los niños es un mero accidente, un defecto que se corrige cambiando de parroquia, sin necesidad de pasar por el purgatorio ni de rezar un Padrenuestro, en latín, por supuesto. La pederastia, para el nuncio, no es uno de los rostros del mal sino una perversión de la prensa, que se ensaña con los sacerdotes que la practican.)
No debieran, no, los obispos jugar con el mal. No se merecen las palabras del arzobispo de Toledo esos hombres y mujeres ejemplares que, como Maximiliano Kolbe, se opusieron al mal dando ejemplo de cristianos mientras otros callaban o saludan brazo en alto, debajo de las sotanas, al paso de caudillos victoriosos en Salamanca o Berlín.
(Publicado en IDEAL el 2 de agosto de 2007)
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