Pablo
Iglesias habría acertado, como ha acertado en otras denuncias, denunciando las condiciones en las muchos periodistas
tienen que realizar su trabajo en los medios informativos españoles, en los
públicos y en los privados. Que se presiona y se manipula en los medios
públicos lo sabemos porque muchas veces sus trabajadores, amparados por su
condición de funcionarios o similares, no han perdido su derecho a defender su
conciencia y a expresarse libremente. Pero los trabajadores de los medios
privados de información no pueden expresarse con esa libertad, como no pueden
hacerlo millones de trabajadores españoles: ¿acaso puede, por ejemplo, un
trabajador de Mercadona sugerirnos que no nos llevemos un producto porque es
simplemente malo?
Pongamos que a Álvaro Carvajal le pague El
Mundo por escribir artículos en los que se resalta todo lo malo de Podemos. A
lo mejor, el padre de Álvaro Carvajal no tiene medios para mantenerlo y éste
hombre joven quiere ganarse la vida por su cuenta. ¿Vendiendo su conciencia?
Pues no sé, eso dice Pablo Iglesias. Pero si así no está haciendo nada que no
se estén viendo obligados a hacer millones y millones de trabajadores. Lo que
ocurre es que esos millones de trabajadores no ofenden el arrebato místico de
Podemos y por eso no son importantes para Pablo Iglesias.
Porque
el gran pecado de Pablo Iglesias el otro día fue no distinguir entre las empresas
que, según él, han conformado un contubernio para acabar con Podemos y los
trabajadores de esas empresas. Y lo ruin de Pablo Iglesias el otro día en la
Complutense fue cargar contra un trabajador que se gana su pan con la misma
precariedad moral, y seguramente laboral, con que pueden ganárselo los
trabajadores de Hispan TV, que cumplen su trabajo porque tienen que llevar un
sueldo a sus casas pero que seguramente sienten repulsión porque Irán asesina a
los homosexuales. Y cargar contra un trabajador estando él delante, señalándolo
con el dedo, satisfecho de ver cómo el auditorio se reía de él, dice muy poco
de este supuesto salvador de los trabajadores.
Debo
ser un estúpido moral, pero tiendo a ponerme del lado de los que sufren. Y supongo
que para Álvaro Carvajal debió ser realmente duro estar sentado en primera fila
cubriendo el espectáculo representado por Pablo Iglesias en la Complutense y
convertirse de pronto, sin comerlo ni beberlo, en objeto de todas las miradas
del entregado auditorio podemita. Mal, muy mal debemos estar moralmente, si no
somos capaces de ponernos en el lugar de Álvaro Carvajal. Muchos de los que
allí estaban eso fue lo que hicieron: o mirar con ira al que señalaba el líder
o mirar hacia otro lado para no encontrarse con la mirada del periodista
atacado. Hay que ser muy valiente para hacer lo que hizo la periodista que
salió en su defensa; hay que ser muy valiente para ponerse de pie en medio de
un auditorio arrebatado por la mística de la revolución para y enfrentarse al
Líder Supremo. Esa es la misma valentía de Unamuno cuando en el Paraninfo de la
Universidad de Salamanca alzó su voz para enfrentarse a Millán Astray. La
periodista no es Unamuno ni Pablo Iglesias es Millán Astray, pero todo parece
indicar que el “venceréis pero no convenceréis” va cobrando nueva vigencia.