miércoles, 16 de diciembre de 2015

DE CAÑAS




¿Con quién te echarías unas cañas? Con tu pareja, con tus amigos, pero también con alguien a quien no conoces personalmente pero crees que puede aportarte un rato agradable. Con alguien con quien se pueda discutir sin terminar sintiéndote incómodo. Con alguien que no te mire por encima del hombro,que tenga el rostro amable, el gesto humano, la palabra dispuesta a reconocer que tus razones o tus dudas o tus temores no son un error ni un pecado sino, simplemente, razones, dudas y temores que te dibujan como la mera caña pensante que eres. Con alguien que te explica sus razones (también sus dudas, también sus temores) no con la soberbia del fanático, no con la estupidez del que tiene una idea aprendida hace muchos pensamientos, sino con la cercanía de quien con-vencerte y no humillarte o derrotarte. 

Siempre me ha apasionado la política y no soy de los que reniegan de ella. Pero nunca he tenido tanta incertidumbre personal como tengo hoy de cara a depositar mi voto. Dudo y me atormento, porque soy consciente de la importancia que tiene acudir a votar: no es un acto trivial. Pero no encuentro respuestas sesudas a mis preguntas angustiosas: carezco de ese convencimiento que algunos tienen, de esa fe ciega en las fuerzas ciegas de la historia. Y carezco del cinismo suficiente para votar ilusionado si no tengo convencimiento.

No, el domingo no podré votar con convencimiento político. Pero he descubierto que podré votar con simpatía personal a alguien que tiene el rostro feliz de las personas honestas, de los que no se traicionan, de los que no juzgan, alguien con el que, además, podría tener puntos en común, espacios compartidos en los que nuestras líneas podrían cruzarse. Votaré el domingo al único de los candidatos con el que me gustaría echarme una cerveza y charlar tranquilamente, sabiendo que yo que no oteo esperanzas en el horizonte y él que ya ha sido derrotado no por las urnas sino por el marketing de los medios. 

Ya sé que en estos tiempos de certezas graníticas, de juicios morales y políticos sumarísimos, en este tiempo en el que revive la máxima de Mola del "o con nosotros o contra nosotros", en este tiempo en el que si no se quiere comulgar con ruedas de molino uno tiene que cargar con el sambenito de la equidistancia, mi voto no es un dechado de compromiso ideológico, social, ético, moral y bla bla bla. Pero es mi voto, el único para el que he encontrado una razón. Una razón personal, íntima. La única que he encontrado en mi interior, en el que no ha sido posible construir un armazón para la identificación política.

viernes, 4 de diciembre de 2015

LA COFRADÍA DE LOS CONVENCIDOS





Corren malos tiempos para los que carecen de dogmas, para los que no son titulares de fidelidades graníticas, para los que dudan; son tiempos de bonanza para quienes soldaron sus manos al mástil de una bandera, para los que se agarraron al tobillo de un líder, para los que rellenaron su cerebro con una siglas o con unos eslóganes que invitaron al pensamiento a abandonar su morada. Son tiempos buenos par exhibir las múltiples vestimentas del fanatismo, pero la última encuesta del CIS dice que más del 40% de los entrevistados no sabe lo que va a votar el próximo 20 de diciembre; yo me incluyo en esa masa de ciudadanos desorientados, de españoles confusos y desconfiados, a los que ni la esperpéntica ronda de los políticos por las televisiones ha podido sacar de su estado de incertidumbre.

Vivo acampado en el territorio de la duda. Pero hay días en los que me gustaría ser como los militantes de los partidos, que ven en el suyo el paradigma de todo bien y en el resto la encarnación de todo el mal. O como los militantes de las iglesias, que tan fácilmente asignan puestos en el cielo o en el infierno. O como los hinchas de los partidos de fútbol, rendidos a toda estupidez. Hay días en los que me gustaría ser de Podemos o de Izquierda Unida y pensar que todos los que no piensen como yo son unos fascistas. O ser del Partido Popular y tener la certeza de que todo lo que se queda fuera de la sombra de la gaviota es pasto de rojos y de separatistas. O ser del PSOE y no dudar de que, pese a las evidencias en contra, mi partido es la mejor izquierda del mundo mundial. O ser de Ciudadanos y saberme investido por la luminosidad redentora del centro. O, más modestamente, me gustaría ya tener decidido mi voto y estar seguro de que es un voto puro, inmaculado, sin mancha. 

Hay días en los que me gustaría formar parte de las prietas filas de la Cofradía de los Convencidos y saber que si la realidad desmiente mis convencimientos, es la realidad la que tiene que hacérselo mirar. Hay días en los que me gustaría no tener grietas, no habitar en las fronteras, no sentirme habitado por el estupor y por la duda y la sorpresa. Hay días en los que me gustaría saber que todo va a resbalar por la esfera de los dogmas de una conciencia henchida de certidumbres que nada ni nadie podrá turbar. Hay días en los que me gustaría poseer esa arrogancia personal, esa soberbia intelectual y esa visceralidad verbal de los que piensan que sólo existe una verdad y que esa verdad está escriturada a su nombre.

martes, 1 de diciembre de 2015

POBRES OPTIMISTAS





Me causan ternura todos aquellos que piensan que los políticos reunidos en París van a ser capaces de poner freno al cambio climático. No saben estos optimistas antropológicos que cuando la cumbre acabe se sucederán una vez más las fotos de familia, los pomposos discursos y los protocolos y tratados internacionales trufados de magníficas intenciones brillantemente redactadas y de nada más. Pero, cuando se apaguen los focos y con ellos deje de brillar el optimismo sin fundamento de los felices, los políticos regresarán a sus países sabiendo que no pueden oponerse a sus poblaciones y, mucho menos, las multinacionales que se han apropiado del planeta y que están dispuestas a exprimirle hasta la última gota de sangre para vendérnosla envasada a mayor honra y gloria del Dios Consumo. Y la Tierra seguirá sobrecalentándose, los polos terminarán totalmente descongelados, la primavera y el otoño serán recuerdos cada vez más lejanos, el verano reinará durante nueves meses y los sucesores de los actuales líderes del mundo mundial se citarán en otra cumbre decisiva en cualquier capital del mundo dentro de diez o quince años.

No sé si los seres humanos estamos hechos a imagen y semejanza de Dios (qué poco diría esto de Dios) pero ciertamente estamos hechos a imagen y semejanza de Adán y Eva y como ellos siempre tenemos alguien al lado a quien culpar del mal que hacemos. Pero la culpa del calentamiento global no es de los líderes mundiales. Al fin y al cabo, ellos hacen en sus cumbres lo único que pueden hacer: decirnos que nos preocupa mucho la evidente destrucción de nuestro hogar común, enjuagar nuestras preocupaciones, proclamar que se va a cambiar todo lo que sea necesario cambiar para salvar al mundo y, luego, de regreso a sus países, seguir gobernando como si no pasara nada. El problema del mundo no son los políticos ni las multinacionales, que también: el principal problema de la Tierra somos nosotros, los miles de millones de seres humanos que lo poblamos y que, por más que digamos, no estamos dispuestos a renunciar a nuestro disparatado modo de vida para que la Vida pueda seguir existiendo de manera razonable, viable y amable.

La Tierra tiene un problema gravísimo: sólo un tonto o un cínico pueden negar la evidencia. Pero el problema es la especie humana. Esa especie voraz que ha llenado el planeta con millones de kilómetros cuadrados de asfalto por los que cada día circulan miles de millones de vehículos. Esa especie que vierte al mar trillones de toneladas de basura y que ha convertido plantas y animales domésticos en un catálogo de basura química y tecnológica hecha de piensos, hormonas y transgénesis. Esa especie que necesita llenar el horizonte azul con miles de chimeneas bajo las cuales se producen, a ritmo frenético, los infinitos artilugios que utilizamos para vivir una vida cada vez más artificial y menos humana. La humanidad: esa es la gran epidemia que sufre la Tierra, esa es la enfermedad que la mata poco a poco.

¿Tiene cura la Tierra? Sólo podría haber una cura si fuese cierta la tesis de Lovenlock y la Tierra fuese Gaia, ese organismo vivo, autoregulado y capaz de ajustarse para sobrevivir. Sólo si esto fuese cierto y Gaia descubriese que es víctima de un cáncer llamado "humanidad", que la corroe, la destruye, la coloniza sin piedad y la metastatiza, sólo si Gaia reaccionase ferozmente contra esa plaga, sólo entonces, la Tierra podría frenar el cambio que la destruye y podría desandar el camino del disparate que los humanos hemos obligado a andar a todo el planeta: sólo entonces podría volver a llover en noviembre y habría carámbanos en enero, sólo entonces los osos polares no estarían condenados a desaparecer y el mar seguiría muriendo, plácido y eterno, en las playas del mundo. Pero Gaia no es más que una creación poética, un anhelo de salvación de un planeta condenado a padecernos y a perecer con nosotros y por nuestra causa.

París no servirá de nada. Como de nada sirvió Kioto. Y la Tierra seguirá deteriorándose mientras nosotros contemplamos la catástrofe a lomos de nuestra irresponsabilidad, visitando algún centro comercial para olvidarnos momentáneamente de la condena que hemos levantado sobre nuestras cabezas. Y dentro de diez, de quince años, cuando definitivamente se hayan perdido Groenlandia y la Antártida y el otoño y la primavera, los políticos de turno se juntarán en una ciudad noruega azotada por un eterno verano cordobés, para decir que la situación es insostenible (quién sabe cuántas guerras por el agua o por el petróleo sacudirán entonces el mundo) y que hay que tomar medidas radicales. Y después, nuevas fotos, nuevos discursos, nuevos tratados internacionales, nuevos protocolos.

Ya digo. Me causan ternura, o piedad, esos ingenuos, esos felices, esos confiados en la bondad del hombre que piensan que un grupo de políticos reunidos en una ciudad pueden corregir no sólo el cambio climático sino también la estupidez, el egoísmo y la maldad humanas. Pobres optimistas: qué grande será su cepazo.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD





El lunes, escribía en su blog Antonio Muñoz Molina que “Hay en ciertas personas una curiosa tendencia a diluir la responsabilidad concreta de los verdugos en una vaga culpa general”. Y ello, al hilo de la infinidad de artículos, comentarios o directamente exabruptos que tras la matanza de París se han encargado de recordarnos que el monstruo islámico fue creado en su día por las potencias occidentales como una parte de su estrategia política global, que las armas con las que asesinan se fabrican en nuestros países, que esas armas se las venden nuestras monarquías amigas de la Península Arábiga en el marco de la guerra religiosa que en Siria están librando suníes (los tiranos de Arabia Saudí y los del Estado Islámico lo son) contra chiíes (como el gobierno sirio) o que el Estado Islámico se financia vendiendo petróleo en el mercado negro con el que nosotros no tenemos empacho en llenar los depósitos de nuestros coches. En determinados ámbitos ideológicos se enumeran todas las causas que han hecho posible el espanto del Estado Islámico y no tanto para pedir una reformulación de la política occidental en Oriente Próximo dentro de la cual se enmarque la guerra contra el califato, cuanto para intentar convencernos de que los terroristas son simples víctimas, ellos también, de una estrategia política que los ha obligado a convertirse en monstruos y que, por lo tanto, es responsable directa de su monstruosidad. Y así, sumando eslabones en una larga cadena de causas que, si se lo proponen, pueden remontar hasta la batalla de Poitiers, encuentran razones para justificar que unos tipos arrebatados de odio sean capaces de violar de manera brutal a miles de mujeres yazidíes en Mosul, de asesinar a los niños de las minorías étnicas del norte de Irak, de quemar vivo a un piloto jordano o de decapitar a decenas de cristianos coptos: al fin y al cabo, todo esto no son más que las consecuencias de esa cadena de causas y los asesinos están presos dentro de esa espiral, que otros (nosotros) han construido. Y así, condenan sus crímenes, claro, pero en grado menor: la condena se acompaña de tantos matices, de tantos peros y de tantas notas a pie de página, que al final más parece el contrato con letra minúscula de una hipoteca que una condena.

Todo eso lo hemos visto antes, y más cerca todavía. En todo esto interviene mucho lo que Dickens llamaba filantropía telescópica: sentir tanta pena por el sufrimiento de los que están muy lejos que no se tiene tiempo de fijarse en los que padecen al lado”, añade Muñoz Molina. Y ahonda así en la grave cuestión ética del asunto: esas “ciertas personas” pueden conmoverse más con el sufrimiento de, por ejemplo, los miles de asesinados por la dictadura franquista que con el dolor que tan plásticamente narraba la viuda del joven español asesinado en Bataclán y por eso se indignan mucho más cuando el Partido Popular se niega a retirarle honores a Franco que con la visión del espanto de las calles de París. Eso, cuando no se realiza un ejercicio del dolor en función de determinadas pulsiones ideológicas que puede llegar, incluso, a desdibujar los grados de sufrimiento: conozco a quienes “empatizan” en grado máximo con el sufrimiento de una familia desahuciada por el banco y sin embargo no sienten la más mínima piedad por la familia de un guardia civil asesinado por ETA o sienten una piedad tan matizada que más parece compromiso que verdadera compasión.

Pero más grave me parece aún, desde el punto de vista ético, que esa construcción de una culpa general sólo se utilice para casos concretos que previamente son filtrados por el tamiz ideológico: hay que aceptar como dogma (so pena de ser expulsado de las filas de los demócratas) que existe una culpa general de Occidente que explicar (y si se tercia también justifica) el terror del Estado Islámico, pero si alguien tejiese una teoría de la culpa general de los vencedores de la Gran Guerra y del Pacto de Versalles para explicar el horror nazi sería inmediatamente tachado, con razón, de cómplice moral de los mayores asesinos de la historia. Y sin embargo, qué fácil sería diluir en el océano de una culpa masiva la responsabilidad de ese joven de las SS que apretaba el gatillo contra los niños indefensos en el barranco de Babi Yar: puede que su madre tuviese que prostituirse para poder darle de comer en medio de la inflación galopante, a lo peor su padre era un excombatiente de las trincheras, amargado por tanto horror y por la derrota, alcohólico que para olvidar el espanto y para superar su frustración se dedicaba a golpearlo… Y así, podemos construir todo un catálogo de causas en las que diluir la responsabilidad de los asesinos nazis. Y otro catálogo en el que diluir la responsabilidad de los asesinos franquistas. Y otro, y otro, y otro… Es una dinámica peligrosa, porque ningún criminal sería responsable de ningún crimen: si las acciones humanas son el mero resultado lógico de una suma de causas que explican a la persona, la responsabilidad moral no puede existir. Porque la responsabilidad es el resultado de un acto de libertad.

Y es que una cosa es poner sobre el tapete de la historia las causas que explican los actos humanos y otra muy distinta ligar la responsabilidad a esas causas con un nexo de determinación. Al hacer esto lo que hacemos es negar la libertad constitucional de la persona: si cada uno de nosotros fuésemos solamente consecuencia de unas causas que nos explican, no seríamos más que seres determinados, una especie de cangrejos gigantescos determinados a procrearnos y a matar al vecino que nos jodió el fin de semana. Y sin embargo, lo que realmente nos explican no son nuestras causas sino nuestra libertad: hubo miles de niños alemanes que padecieron la crisis brutal (crisis económica, social, existencial) de la Alemania de los 20, pero la mayoría no acabaron convertidos en matones de la Gestapo y en verdugos en Auschwitz; hubo miles de jóvenes católicos españoles que presenciaron con espanto como se quemaban conventos e iglesias, pero la mayoría no se dedicaron a pegarle tiros en la nuca a los maestros de la República. Y seguramente, entre algunos de esos hombres que maltratan a sus mujeres y que las matan porque las consideran un mero objeto carnal de su propiedad, hay niños que tuvieron una infancia difícil, pero no todos los niños que no fueron felices o que fueron maltratados o que sufrieron abusos están condenados a ser asesinos. Y hay miles, millones de musulmanes, que padecen las consecuencias de los movimientos de las fichas del tablero del poder mundial y de la sed de petróleo, pero la inmensa mayoría no se enfundan en uniformes negros y se dedican a secuestrar y violar mujeres, a poner bombas en los mercados, a decapitar a niños y adolescentes, a disparar a sangre fría contra los jóvenes que asisten a un concierto. Si las causas y el medioambiente social en que las personas viven determinasen sus comportamientos, el mundo, con tanto sufrimiento y tanto dolor como acumula, estaría rebosante no de personas más o menos normales que simplemente quieren ser felices y que cada día luchan contra los mil obstáculos que se lo impiden, sino de una masa compacta de criminales: ¿cuántos terroristas rebosantes de odio no habrían salido de Ruanda si fuesen ciertos los argumentos de esas ciertas personas que diluyen la responsabilidad concreta en una vaga culpa general?, ¿cuántos no habrían germinado en los desiertos de Sudán?, ¿cuántos en las selvas hondas de Vietnam o de Camboya?

Hay causas que explican, pero no hay causas que determinen y justifiquen: porque si las hubiese, no habría libertad. No me gusta mucho la palabra “culpa”, porque remite a un espacio moral de raíz religiosa que difícilmente puede cuadrar con los parámetros éticos que se fundamentan en la noción y el valor de la libertad; pero me gusta la palabra “responsabilidad”, porque equilibra los derechos y los deberes y denota aprecio por el complejo y difícil hecho de la libertad. Convencido como estoy de que no somos seres determinados y condenados, asumo que vivimos en la compleja realidad de la libertad. Y la libertad supone incertidumbre, duda, carencia de certezas absolutas, disposición para atravesar campos ricos en experiencias felices pero también páramos de desolación. Supone también, y tal vez sobre todo, responsabilidad: porque somos libres somos responsables. Responsables de dejar en la orilla del mercado de Beirut, lleno de mujeres y de niños, el coche cargado con la bomba que reventará sus cuerpos y de apretar el gatillo a sangre fría contra personas indefensas en las calles de París. Pero también responsables de preferir que lo acribillen a uno antes de permitir que asesinen a una niña que cenaba con sus padres.

Aunque sólo fuese por respeto a los muertos que causa tanto odio, haríamos bien en no diluir, en no desdibujar, la responsabilidad de los asesinos: mataron, violaron, causaron tanto dolor, simplemente porque eligieron hacerlo, porque quisieron hacerlo. Porque siendo libres para salir de la habitación en cuyo suelo había una mujer espantada, le abrieron las piernas y la violaron. Porque pudiendo simplemente dejar pasar al joven homosexual que se paseaba por las calles de Raqqa, lo apresaron y lo subieron a la terraza de un edificio y le empujaron y lo remataron a pedradas cuando, reventado, agonizaba en el suelo. Porque siendo libres para perdonar la vida del que los miraba con los ojos arrasados de miedo, apretaron el gatillo. Porque, simplemente, el mal existe. Como existen la grandeza del bien y del amor, que sólo son posibles porque somos libres.

lunes, 16 de noviembre de 2015

CIUDADANO DE PARÍS





Yo nunca he estado en París. Yo sólo he pasado por Francia camino de Italia, una vez hace muchos años. Y sin embargo, poseo una geografía y una cartografía personal de París y  de Francia, hecha de lecturas, de películas, de músicas. Supongo que para mí, como para tantos, Francia es nuestra patria de elección porque le debemos a Francia mucho de nuestra opción personal como ciudadanos libres, y París es esa ciudad de la luz, del amor y de la libertad donde nos hubiese gustado derrochar nuestra juventud. Porque Francia hace grande nuestra conciencia política y cívica y París nos ensancha el alma y las memorias y los amores aunque nunca se hayan pisado sus calles.

Si yo hubiese podido elegir dónde nacer habría elegido Francia, porque siempre me ha fascinado ese país con identidad, con valores, con compromisos y proyectos compartidos, ese país dispuesto siempre a acoger a todo el que hiciera suyos los valores de la Revolución, ese país donde la estupidez no quintaesencia la vida pública y donde el discurso cívico tiene argumentos y razones que convierte el debate en algo vigoroso y no en la reiteración de lugares comunes que padecemos aquí, porque siempre que oigo "La Marsellesa" la reconozco como mi personal himno político, civil y social. Y yo, que no creo en esa estupidez de la ciudadanía del mundo y que quiero ser ciudadano con raíces y con referencias, ciudadano con amarres y con asideros, hubiera querido ser ciudadano de París, pintor en Montmartre y amigo de las bailarinas del Mouline Rouge, fotógrafo del Trocadero, poeta de las revoluciones en Saint Denis o barrigudo horneador de croissant en un café de Montparnasse.  

Por eso el viernes sentí un escalofrío que todavía no se me ha ido de la sangre: porque los atentados sucedieron un lugar del mundo que es también mi lugar.

Vive la France.

viernes, 4 de septiembre de 2015

PREFIERO NO DECIR




Prefiero no decir porqué no traigo aquí esa foto desoladora de Aylan, el niño sirio ahogado, ese cuerpo mostrado para vergüenza de Europa (si Europa tuviese vergüenza, si Europa tuviese conciencia) en el lugar en que rompen las olas.

Prefiero no decir lo que opino de todos los líderes europeos, de todos los presidentes, de todos los primeros ministros, de todos los ministros, de todos los parlamentarios. De cualquier color, de cualquier partido, de cualquier supuesta idea, si es que Europa aún tiene ideas y no sólo interés y codicia. 

Prefiero no decir lo que opino de la Unión Europea, ese monstruo burocrático puesto al servicio de Alemania.

Prefiero no dar rienda suelta en modo de palabras a mi rabia, a mi indignación, a mi vergüenza, a mis remordimientos, a mi cobardía.

Hoy, simplemente, prefiero no decir porque todo está ya dicho, porque todo lo ha dicho el padre del niño ahogado, porque todo lo ha dicho la foto del cadáver del niño ahogado.

lunes, 13 de julio de 2015

PARTE DE LA VICTORIA





CUARTEL GENERAL
DE LAS INSTITUCIONES EUROPEAS


CONSEJO EUROPEO                                                         SECCIÓN DE OPERACIONES


PARTE OFICIAL DE GUERRA
correspondiente al día 13º de Julio de 2015, VIII Año Triunfal


En el día de hoy, cautivo y desarmado el pueblo de Grecia, han alcanzado las tropas alemanas sus últimos objetivos imperiales.

EUROPA HA TERMINADO.

BRUSELAS, 13º de Julio de 2015
Año de la Victoria
LA CANCILLER


miércoles, 1 de julio de 2015

SI YO FUESE GRIEGO





Si yo fuese griego, le daría las gracias al gobierno de mi país (lo hubiese votado o no) por haberme permitido expresarme sobre cómo quiero que sea el país que heredarán mis hijos, por haberme permitido asumir mi condición de ciudadano libre y mi responsabilidad personal y patriótica y mi dignidad cívica, haciéndome ver que mi país es mío y de mis hijos y no de las instituciones europeas secuestradas por Berlín.

Si yo fuese griego asumiría que mi país se encuentran en una situación excepcional, como si por él hubiese pasado una plaga bíblica, como si hubiese sido sacudido por un terremoto, como si acabase de salir de una guerra, como si todo fuesen escombros y cenizas y fuese necesario empezar de cero y hubiese que reconstruir la vida y la esperanza con sacrificios sin límite pero sin consentir más humillaciones de los nietos de quienes arrasaron mi país en 1941 y a los que, luego, les perdonamos sus crímenes.

Si yo fuese griego votaría "no" el domingo sabiendo que el lunes vendrán la sangre, el sudor y las lágrimas. Pero es que la sangre, el sudor y las lágrimas también vendrían si votase sí, solo que entonces, vendrían sin futuro para mis hijos.

Si yo fuese griego el domingo, después de votar, dormiría preocupado pero sin duda conciliado conmigo mismo por haber intentado rescatar la idea y el ideal de Europa de las zarpas de Alemania, restaurando la dignidad de la política de los libres sobre el imperio de la necesidad de las monedas.

Si yo fuese griego votaría no y luego maldeciría a los políticos y a los dioses y al destino y a mi mismo por el dolor que mi voto pueda causarle a mis hijos, pero lo haría con la cabeza alta de los hombres libres.

Si yo fuese griego.

lunes, 29 de junio de 2015

SALVAR A EUROPA





Grosso modo, puede que mañana nuestros hijos estudien así la historia europea del siglo que va de la Primera Guerra Mundial a nuestros días.

En 1914, la Alemania de Guillermo II intentó avasallar a Europa con la fuerza bruta del ejército prusiano y la complicidad del Imperio de los Habsburgo. Entonces, salvaron a Europa la resistencia de los ingleses y la intervención de los Estados Unidos presididos por el demócrata Woodrow Wilson.

En 1939, la Alemania de Hitler intentó avasallar a Europa con la fuerza bruta de las divisiones pánzers y de las SS y la complicidad de la Italia de Mussolini. Entonces, salvaron a Europa las guerrillas antifascistas, la resistencia de los ingleses y la intervención de los Estados Unidos presididos por el demócrata Franklin Delano Rooselvet.

En 2015, la Alemania de Merkel llevaba varios años intentando avasallar a Europa con la fuerza bruta del euro y la complicidad del Consejo Europeo y las instituciones de la Unión Europea. Entonces, salvaron a Europa la resistencia de los griegos, el euroescepticismo de los ingleses y la intervención de los Estados Unidos presididos por el demócrata Barak Obama.

(Yo entiendo por Europa ese espacio ético, moral, espiritual, cultural, histórico, político, cívico... que se funda en los derechos de las personas y en la libertad que rechaza el concepto de necesidad. Precisamente todo aquello que Alemania, entendida como concepto histórico, lleva cien años negando.)