Ya en los primeros años del siglo XX había sido posible ver romanos a caballo en la procesión de Jesús Nazareno, con relucientes corazas plateadas y penachos de plumas moradas. Y sin embargo, el 26 de marzo de 1914 –Jueves Santo– debió causar un impacto más que considerable entre los ubetenses la flamante banda de soldados romanos estrenada por la nueva Cofradía del Cristo de la Humildad.
Por muchas cosas aquella primera procesión de la Humildad fue rompedora. Primero, porque hasta entonces los guiones de las cofradías ubetenses se habían abierto con las tradicionales campanillas y las únicas trompetas presentes en las procesiones eran las de los corros de lamentos: los veinte romanos de la Humildad fueron la primera banda de tambores y trompetas. Segundo, por la presencia de autoridades, que no en vano presidió la procesión –en representación de Alfonso XIII– don José Ignacio de Sabater, senador del reino y custodiaron soldados de gala el itinerario procesional. Más de trescientos penitentes, vestidos de granate y amarillo –los colores de la bandera monárquica– participaron en aquella primera y lujosísima procesión del Cristo de la Humildad, imagen muy antigua y de largas melenas antaño venerada en San Millán.
Y desde entonces, los romanos de la Humildad han llenado con su sola presencia la tarde del Jueves Santo. Porque todos los ubetenses hemos sentido una emoción especial cuando, ya cayendo el sol, el guión de la Humildad sube por la Corredera, precedido por los romanos con sus insignias alzadas sobre la luz declinante, con sus roncos tambores, con sus trompetas marciales. Si uno busca la esquina correcta, es posible ver al Cristo humillado y escarnecido alzarse en su trono, en un plano que queda justo por detrás de los romanos, como reviviendo aquellas horas trágicas de hace veinte siglos, como si el cortejo de la procesión se hubiera detenido en un atrio del palacio de Pilatos. Durante muchos años los romanos de la Humildad se nutrieron de gentes humildes, sencillas. Juan Pasquau contó en un precioso artículo el sentimiento de un romano de la Humildad, un hombre del campo, de fe tosca pero pura, heredada de su padre y transmitida a su hijo con los colores granates y pálidos de la Humildad. Y aquel bracero que se vestía de romano para la fiesta de la cofradía el Domingo de Piñata y –ya pletórico, ya inalcanzable de dignidad– en la tarde del Jueves Santo, le recordó a Juan Pasquau la ocasión en que la banda pasó por delante de la casa del presidente de la Cofradía, don Antonio Pasquau, y dejó de tocar, pues estaba agonizando aquel hombre al que luego don Victoriano García Alonso le dedicaría la marcha fúnebre que es himno de la hermandad del Señor de la Humildad: “El Presidente ha muerto”. Y sabe Juan Pasquau –y sabemos nosotros– que la vida es ese chiquillo que siempre va de la mano de su padre –vestido de romano– “a juntarse el guión”.
Por muchas cosas aquella primera procesión de la Humildad fue rompedora. Primero, porque hasta entonces los guiones de las cofradías ubetenses se habían abierto con las tradicionales campanillas y las únicas trompetas presentes en las procesiones eran las de los corros de lamentos: los veinte romanos de la Humildad fueron la primera banda de tambores y trompetas. Segundo, por la presencia de autoridades, que no en vano presidió la procesión –en representación de Alfonso XIII– don José Ignacio de Sabater, senador del reino y custodiaron soldados de gala el itinerario procesional. Más de trescientos penitentes, vestidos de granate y amarillo –los colores de la bandera monárquica– participaron en aquella primera y lujosísima procesión del Cristo de la Humildad, imagen muy antigua y de largas melenas antaño venerada en San Millán.
Y desde entonces, los romanos de la Humildad han llenado con su sola presencia la tarde del Jueves Santo. Porque todos los ubetenses hemos sentido una emoción especial cuando, ya cayendo el sol, el guión de la Humildad sube por la Corredera, precedido por los romanos con sus insignias alzadas sobre la luz declinante, con sus roncos tambores, con sus trompetas marciales. Si uno busca la esquina correcta, es posible ver al Cristo humillado y escarnecido alzarse en su trono, en un plano que queda justo por detrás de los romanos, como reviviendo aquellas horas trágicas de hace veinte siglos, como si el cortejo de la procesión se hubiera detenido en un atrio del palacio de Pilatos. Durante muchos años los romanos de la Humildad se nutrieron de gentes humildes, sencillas. Juan Pasquau contó en un precioso artículo el sentimiento de un romano de la Humildad, un hombre del campo, de fe tosca pero pura, heredada de su padre y transmitida a su hijo con los colores granates y pálidos de la Humildad. Y aquel bracero que se vestía de romano para la fiesta de la cofradía el Domingo de Piñata y –ya pletórico, ya inalcanzable de dignidad– en la tarde del Jueves Santo, le recordó a Juan Pasquau la ocasión en que la banda pasó por delante de la casa del presidente de la Cofradía, don Antonio Pasquau, y dejó de tocar, pues estaba agonizando aquel hombre al que luego don Victoriano García Alonso le dedicaría la marcha fúnebre que es himno de la hermandad del Señor de la Humildad: “El Presidente ha muerto”. Y sabe Juan Pasquau –y sabemos nosotros– que la vida es ese chiquillo que siempre va de la mano de su padre –vestido de romano– “a juntarse el guión”.
(Publicado en Diario IDEAL el 20 de marzo de 2008, Jueves Santo)
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