A estas alturas sólo los estúpidos pueden esbozar algunas alabanzas del comunismo. Pese a haber alentado algunos de los mejores afanes del siglo XX, ya Albert Camus nos advirtió que el comunismo era una ideología esencialmente criminal. Dan fe de ello –en las cunetas desoladas de la historia– decenas de millones de muertos, cientos de millones de vidas destrozadas. De no haber sido por el horror nazi, el comunismo ocuparía en solitario el puesto de honor de la historia del crimen y el terror. Pero como existió Hitler se ha oscurecido la terrible estela de sufrimiento y muerte que dejaron Lenin, Stalin o Pol Pot.
Precisamente el régimen criminal que gobierna China –ideado por Mao sobre una montaña de cadáveres– vuelve en esta hora a dar mucho que hablar. Y lo hace para mostrarnos lo miserablemente hipócritas que somos los occidentales. ¿Cuántas veces hemos oído críticas contra la dictadura cubana y sus comportamientos inhumanos? Muchas veces, sobre todo entre los paladines de la derecha española, esos recién estrenados alféreces de la libertad. Ahora bien, ¿cuántas veces han escuchado esas mismas críticas con respecto al comunismo chino? Yo no recuerdo ninguna: al fin y al cabo luce mucho solidarizarse con los disidentes cubanos, pero es mejor callarse ante las miles de víctimas que sigue provocando el Partido Comunista chino. La cuenta es clara: los cubanos son un puñado de seres empobrecidos, poco atractivos para nuestros mercados pero valiosos para enjuagarnos la conciencia, y los chinos son millones y millones de potenciales compradores. Y ya sabemos –aunque no queramos reconocerlo– que a nosotros sólo nos importa el dinero: el comunismo chino no se critica porque en China hay mucho que vender, aunque los derechos humanos importen allí infinitamente menos que en la Roma de Nerón.
Llevamos muchos días viendo en la televisión como los jerarcas chinos estrangulan la rebelión del Tíbet. Y, por ahora, nuestras democracias guardan un silencio de cementerio. (Sí, también están calladas las izquierdas, tan dadas a dar lecciones sobre derechos humanos.) Y es que a todos nos conviene tener calmado ese inmenso mercado que es China, no sea que se enfaden los herederos de Mao y cierren las fronteras a nuestros productos. Que China esté tranquila y que crezca económicamente y que compre mucho. Si para ello el Tíbet tiene que ahogarse en sangre, dos males tienen los tibetanos: ya irán nuestros deportistas a los Juegos Olímpicos para convalidar el crimen de Pekín echándose la foto con los multimillonarios dirigentes del comunismo chino.
Nuestros soldados se vinieron de Iraq para no seguir justificando a los criminales de las Azores: exijo que los deportistas que cobran de mis impuestos no vayan a Pekín a sonreírle a los asesinos comunistas. Nuestras democracias necesitan, de cuando en cuando, un baño de dignidad. Que vale más que una medalla de oro.
Precisamente el régimen criminal que gobierna China –ideado por Mao sobre una montaña de cadáveres– vuelve en esta hora a dar mucho que hablar. Y lo hace para mostrarnos lo miserablemente hipócritas que somos los occidentales. ¿Cuántas veces hemos oído críticas contra la dictadura cubana y sus comportamientos inhumanos? Muchas veces, sobre todo entre los paladines de la derecha española, esos recién estrenados alféreces de la libertad. Ahora bien, ¿cuántas veces han escuchado esas mismas críticas con respecto al comunismo chino? Yo no recuerdo ninguna: al fin y al cabo luce mucho solidarizarse con los disidentes cubanos, pero es mejor callarse ante las miles de víctimas que sigue provocando el Partido Comunista chino. La cuenta es clara: los cubanos son un puñado de seres empobrecidos, poco atractivos para nuestros mercados pero valiosos para enjuagarnos la conciencia, y los chinos son millones y millones de potenciales compradores. Y ya sabemos –aunque no queramos reconocerlo– que a nosotros sólo nos importa el dinero: el comunismo chino no se critica porque en China hay mucho que vender, aunque los derechos humanos importen allí infinitamente menos que en la Roma de Nerón.
Llevamos muchos días viendo en la televisión como los jerarcas chinos estrangulan la rebelión del Tíbet. Y, por ahora, nuestras democracias guardan un silencio de cementerio. (Sí, también están calladas las izquierdas, tan dadas a dar lecciones sobre derechos humanos.) Y es que a todos nos conviene tener calmado ese inmenso mercado que es China, no sea que se enfaden los herederos de Mao y cierren las fronteras a nuestros productos. Que China esté tranquila y que crezca económicamente y que compre mucho. Si para ello el Tíbet tiene que ahogarse en sangre, dos males tienen los tibetanos: ya irán nuestros deportistas a los Juegos Olímpicos para convalidar el crimen de Pekín echándose la foto con los multimillonarios dirigentes del comunismo chino.
Nuestros soldados se vinieron de Iraq para no seguir justificando a los criminales de las Azores: exijo que los deportistas que cobran de mis impuestos no vayan a Pekín a sonreírle a los asesinos comunistas. Nuestras democracias necesitan, de cuando en cuando, un baño de dignidad. Que vale más que una medalla de oro.
(Publicado en Diario IDEAL el día 27 de marzo de 2008)
2 comentarios:
Tras la intervención del Ejército en las protestas de la Plaza de Tian'anmen de 1989 hubo una movilización internacional, sin duda alguna por el atractivo de saber que 1.300 millones de habitantes estaban dispuestos a comer hamburguesas, beber cocacola y comprar las marcas que son conocidas como "incomparables". El capitalismo empezaba a potenciar su mercado en este país, haciendo a la vez "oídos sordos" a las injusticias humanitarias que el mismo se cometen.
Miles de millones de dolares/euros de beneficios están aplacando, ignorando la barbarie que en el Tibet se comete. Hoy más que nunca y por cuestiones plenamente humanitarias (y no políticas como en otras ocasiones) sería necesario un replanteamiento de la asistencia de los países "civilizados" a la olimpiada de Pekín. El presidente Francés, Nicolas Sarkozy, ya ha amenazado, aunque me huelo que es más por limpiar su deteriorada imagen pública que por hacer un verdadero ejercicio de responsabilidad humanitaria.
Tiempo al tiempo.
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