El Jueves Santo es, sobre todo, la luz. Es la luz que se cuela por las rendijas de la ventana y acaricia los ojos cerrados antes de que las trompetas rompan el aire de la mañana. Es la luz que inunda los tejados, que pinta de azul las risas, que prende los recuerdos. El Jueves Santo es la claridad transfigurada en el corazón, corriendo por la sangre como por una galaxia inexplorada, como con prisa para que revivamos y nos echemos a la calle. Es la luz que lo inunda todo, que a todo le da nombre nuevo, vida nueva, que a todo pone forma y límites y fronteras a estrenar, es la luz que nos hace transparentes, “iguales a los seres resplandecientes de gloria”, que cantó Espriu. El Jueves Santo es la luz que nos inunda los ojos de emociones fosforescentes, lejanas como el mar, altas como un anhelo de felicidad. El Jueves Santo, sí, es la luz. Es la plenitud de la luz.
* * *
El cielo del Jueves Santo está multiplicado y generoso. Desde que el sol haya desperezado –en el escalofrío del amanecer– los olivares, se habrá ido estirando la luz recién nacida: primero sobre la tierra y el rocío, luego sobre la fuente de la Alameda y los tejados de San Millán, definitivamente sobre todas las torres, sobre las espadañas y las azoteas, sobre Úbeda entera hasta colarse en nuestras camas. Es aún temprano y está la mañana añil, perezosa: no es aún ese “diamante purísimo del día” con que estallarán las horas cuando Jesús sude sangre debajo de un olivo.
La luz del Jueves Santo es una luz que acaricia: porque es como una patria de la felicidad poblada de puritos americanos, de pelotas de serrín, de arrezú. La luz de la mañana no es –aún– una luz sedimentada: no tiene aposentos ni estancias, no ha levantado el día tabiques para encerrarla, que eso sucederá luego, cuando las escuadras romanas guíen hacia el patíbulo al Señor de la Humildad. Pero eso será ya a la tarde, cuando el corazón desfallezca sus emociones hondas. Ahora, nos habrán despertado los tambores y las trompetas de la Oración del Huerto: y la serenidad del aire, del día comenzado, anuda una urgencia, un recuerdo, impone una elevación. ¡Hay que darse prisa y arreglarse! ¡Hay que tomar la calle y la memoria! ¡Hay que salir al apremio del mundo, que es Jueves Santo, que nunca volveremos a vivir un día como éste: que todos los Jueves Santos vuelven y se repiten pero nunca son iguales!...
No, no estará la luz sedimentada cuando saltemos de la cama y corramos a abrir los balcones para que se llenen los cuartos y los pasillos del trino de los pájaros y el retumbar de los tambores, de la alegría de las trompetas. Está la luz revoltosa, ligera: casi niña. Corre la luz, fluye incesante, para ir ocupando como un ejército victorioso todos los fortines de nuestro espíritu: hoy sí, hoy nos rendiremos a lo que mande el luminoso espíritu de la mañana. Porque nuestros recuerdos arderán en la hoguera de la claridad, en el fulgor de la nostalgia, con una fuerza tal que –ya lo cantó el poeta– podremos leer en el cielo una “extraña/ señal de amparo y reposo”. Y sentiremos el alma y sus melancolías recostadas, reposadas, amparadas de luz, por la luminiscencia de la mañana, en la llama del mediodía, que es Jueves Santo.
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Será marzo el Jueves Santo. Estará la primavera aún desvalida, la mañana un poco fría antes de que el sol reine con todo su poder. Serán noticia –todavía– las flores y los brotes de los árboles y los primeros vencejos acabarán de irrumpir en los crepúsculos del día. Aún habrá flores en los almendros rezagados. Pero nosotros ya hemos madurado en la luz del Jueves Santo: no tememos a esta Semana Santa adelantada, que trae los acordes de la primavera sin haber realizado ni un ensayo general. Porque desde muy niños nos han doctorado en tambores y trompetas y túnicas y escalofríos y – aprobadas ya esas asignaturas primarias– sabemos ahora caminar, Dios adentro, por los senderos de la Semana Santa. Aunque sea primeriza la primavera.
Es un buen camino en la dirección de Dios la mañana del Jueves Santo.
Si no tuvieran otros méritos, tendrían las procesiones el mérito de hacernos un Dios a nuestra imagen y semejanza. Estamos en las aceras aguardando la procesión con una emoción antigua y sin embargo recién estrenada. Y presentimos la cercanía de Dios. Del Dios que se sentó sobre la tierra de la montaña para decir “bienaventurados los pobres, bienaventurados los mansos, los misericordiosos, bienaventurados los hambrientos”. Sentiremos, sí, la cercanía de ese Cristo que curó a los mudos y los leprosos y a la mujer que padecía flujo de sangre y a los ciegos; un Dios sentado entre los niños, a las orillas del mar de Galilea, entre las redes y las barcas, bajo los árboles sedientos.
Doblará Dios la esquina entre las filas de penitentes verdes y blancos –ansia y quietud–. Y comprenderemos entonces la definitiva humanidad de Cristo, su radical cercanía a cada uno de nosotros: “Padre, pase de mi este cáliz”. Porque en la mañana que llena de claridad nuestros corazones para que podamos existir más plenamente –“se existe por instantes de luz” ha dicho Rafael Guillén–, tiene Jesús el corazón lleno de angustias y de sombras. Y es que recuerda el ungüento de nardo que sobre su cabeza derramaron en Betania pero presiente el látigo, las espinas, los clavos abriendo la carne y destrozando nervios, la asfixia en la cruz, la agonía lenta. Y tiene miedo: le duele su alma divina al pensar en el dolor terebrante que ha de sentir su cuerpo de hombre. Le duele sentir la muerte posando la mano sobre su hombro, tan próxima, tan urgente. “Pase de mi este cáliz y no se unte mi cadáver con ungüento de nardo”. Y Cristo, siendo Dios, es terriblemente hombre en ese mismo miedo nuestro, en ese desfallecimiento del ánimo, en ese poder más la carne y el cuerpo que tienen que doler y morir que la misión redentora y el espíritu divino.
Está escrito ya el mensaje de la radical humanidad divina de Jesús: pero para comprender su soledad hemos necesitado esta mañana, este Cristo orante y abandonado, esos discípulos adormecidos. Está en tinieblas el corazón de Jesús, que duda: nosotros, sin embargo, vivimos en la felicidad y la seguridad de la mañana, que todo lo pudo en nuestros corazones la procesión de la luz.
(Publicado en GETHSEMANÍ, núm. 25, marzo 2008)
Es un buen camino en la dirección de Dios la mañana del Jueves Santo.
Si no tuvieran otros méritos, tendrían las procesiones el mérito de hacernos un Dios a nuestra imagen y semejanza. Estamos en las aceras aguardando la procesión con una emoción antigua y sin embargo recién estrenada. Y presentimos la cercanía de Dios. Del Dios que se sentó sobre la tierra de la montaña para decir “bienaventurados los pobres, bienaventurados los mansos, los misericordiosos, bienaventurados los hambrientos”. Sentiremos, sí, la cercanía de ese Cristo que curó a los mudos y los leprosos y a la mujer que padecía flujo de sangre y a los ciegos; un Dios sentado entre los niños, a las orillas del mar de Galilea, entre las redes y las barcas, bajo los árboles sedientos.
Doblará Dios la esquina entre las filas de penitentes verdes y blancos –ansia y quietud–. Y comprenderemos entonces la definitiva humanidad de Cristo, su radical cercanía a cada uno de nosotros: “Padre, pase de mi este cáliz”. Porque en la mañana que llena de claridad nuestros corazones para que podamos existir más plenamente –“se existe por instantes de luz” ha dicho Rafael Guillén–, tiene Jesús el corazón lleno de angustias y de sombras. Y es que recuerda el ungüento de nardo que sobre su cabeza derramaron en Betania pero presiente el látigo, las espinas, los clavos abriendo la carne y destrozando nervios, la asfixia en la cruz, la agonía lenta. Y tiene miedo: le duele su alma divina al pensar en el dolor terebrante que ha de sentir su cuerpo de hombre. Le duele sentir la muerte posando la mano sobre su hombro, tan próxima, tan urgente. “Pase de mi este cáliz y no se unte mi cadáver con ungüento de nardo”. Y Cristo, siendo Dios, es terriblemente hombre en ese mismo miedo nuestro, en ese desfallecimiento del ánimo, en ese poder más la carne y el cuerpo que tienen que doler y morir que la misión redentora y el espíritu divino.
Está escrito ya el mensaje de la radical humanidad divina de Jesús: pero para comprender su soledad hemos necesitado esta mañana, este Cristo orante y abandonado, esos discípulos adormecidos. Está en tinieblas el corazón de Jesús, que duda: nosotros, sin embargo, vivimos en la felicidad y la seguridad de la mañana, que todo lo pudo en nuestros corazones la procesión de la luz.
(Publicado en GETHSEMANÍ, núm. 25, marzo 2008)
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