El martes se cumplieron treinta años del estreno de “Verano Azul”, la mítica seria dirigida por Antonio Mercero que llenó las sobremesas de unos españoles que todavía digerían sustos como el “tejerazo”. Al hilo de la efeméride, una de las radios de más difusión en todo el país, y de tendencia progre, calificaba a la serie como “casposa”, lo que es de suponer que será la opinión que tengan también muchos millones de españoles. No deja de tener su gracia que los mismos medios de comunicación que hace a penas una semana dedicaban portadas, programas especiales y cuñas radiofónicas interminables a la penúltima gansada de la nobleza española, a la enésima manifestación del esperpento nacional, sean los que ahora califiquen como “casposa” a una serie de hace treinta años.
Es cierto que hay capítulos que pueden chirriar un tanto para el gusto de nuestros días, pero no menos cierto es que esta serie de un grupo de chavales, una pintora carcomida por la memoria del dolor y un bravío marino varado entre huertas, tiene valores que la siguen haciendo plenamente actual y necesaria. Es imprescindible no olvidar que en este país recién salido de una dictadura rancia, y esa sí, sin discusiones, casposa y cutre además de sanguinaria, “Verano Azul” comenzó a convertir en cosa común y normal el hablar de hijos de madres solteras o divorciadas, como Pancho, por ejemplo. Por no hablar de su evidente exaltación de valores como la amistad, la lealtad o el simple derecho a sonreír o equivocarse. ¿Y que decir de la normalidad con la que todavía trata el tema ineludible de la muerte, que ahora se escamotea del horizonte vital de nuestros niños y nuestros adolescentes para no “traumatizarlos”? ¿Qué la estética y la temática de “Verano Azul” pueden que hayan envejecido? Es posible, pero sólo en parte, porque sigue siendo actual todo su discurso de fondo.
Incluso más allá del mensaje, en esta serie de Antonio Mercero, como en toda su producción televisiva, hay también una urgente reivindicación de otra manera de hacer televisión, más digna, más sobria, más comprometida. Es escandaloso, o al menos a mí me lo resulta, que se califique de “casposa” una serie como “Verano Azul” mientras se glosa el baile de la momia y la supuesta valentía de quien en la vida sólo ha tenido puertas abiertas, y no como tantas y tantas abuelas de España que tuvieron que deslomarse para poder llevar el pan a sus casas y que tuvieron que soportar la humillación de la derrota y la emigración y la carestía. Esta serie de Mercero regalaba sobremesas sanas, de sano humor, donde la compañía no comprometía la propia dignidad del telespectador. Si esta serie resulta “casposa”, ¿qué son, pues, tantos y tantos programas como hoy inundan la parrilla televisiva a todas horas, y que sin importarles que pueda haber niños sentado delante de la televisión destripan los horrores y las vergüenzas de Paquirrín, la Esteban y su casta entera, Leandro de Borbón, de Aída Nízar y de una nómina incontable e inacabable de degenerados morales y vitales de la más baja estofa? Ay, basta sentarse un rato delante de la televisión para darse cuenta del valor de esta serie de Antonio Mercero y de otro puñado de series que disfrutábamos cuando éramos niños y en la hora de la siesta desfilaban por nuestros comedores David El Nomo, Ruy el Pequeño Cid, Marco o Quijote y Sancho y no la duquesa bailaora y el funcionario pensionado (¡y decía el tío que no buscaba nada!), el estercolero de Gran Hermano y las miserias de Ambiciones.
Más no es siempre sinónimo de mejor. En el caso de la televisión en España esto es evidente: nunca ha habido tanta calidad televisiva en nuestro país como cuando había tan sólo dos cadenas públicas. A medida que crecen como los salpullidos malignos las cadenas privadas, la televisión se convierte en un charco de vómito y heces, realmente insoportable.
(IDEAL, 13 de octubre de 2011)
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