sábado, 29 de octubre de 2011

DECENCIA





La patronal ya pide abiertamente algo muy parecido al despido libre y sin indemnización, el copago sanitario, el fin de los convenios y de la representación sindical en las empresas. Mientras, el consejero de Sanidad de Cataluña niega que exista un derecho a la salud, lo que cuadra con la feroz política que contra la sanidad pública están desplegando los nacionalistas catalanes: ojalá se pudiese contabilizar todo el sufrimiento y todo el dolor, e incluso toda la muerte, que están generando con esa política. E Isak Andi, fundador de Mango, dice sin empacho que se ha terminado la época de los derechos y que ahora toca “pagar la fiesta”, como si todo lo que tan trabajosamente se consiguió en Europa durante décadas de lucha de los trabajadores fueran “fiestas” y no la sustancia del más alto estado de la civilización humana, como si la jornada de 8 horas, las vacaciones remuneradas (Salvador Sostres, uno de los más destacados elementos de la prensa ultra, clamaba hace unos días contra las vacaciones por considerar que estimulan la pereza), la prohibición del trabajo infantil, la protección de los desempleados, las pensiones para los jubilados o la escuela pública que permitía al hijo del trabajador ascender en la escala social hubieran sido un jolgorio que hay que liquidar. Qué terribles palabras, y que definitorias del tiempo que viene: hay una ideología dominante que ansía volver al siglo XIX, a esas sociedades fracturadas, rotas, donde la cuna determinaba de manera irremediable la vida de cada uno y donde la miseria y la pobreza de la mayoría eran la excusa perfecta para que los acomodados se limpiaran la conciencia con sus limosnas y sus beneficencias. Todas las recomendaciones y palabras de los patronos destilan un odio infinito, una gana de revancha larvada durante años, contra aquellos que después de derrotar a Hitler los pusieron en la tesitura de aceptar un pacto social por el bienestar o enfrentarse a la revolución de unas masas desesperadas a las que la depresión de los años 30 había entregado a los fanatismos. Nos están diciendo a los europeos que como nuestros abuelos les limitaron sus derechos y su poder, nosotros tenemos que pagar por esa osadía.

En realidad, lo peor es que da igual quién gobierne, quien gane las elecciones. La laminación del pacto social del bienestar ya no se fragua en Moncloa o en el Congreso de los Diputados: esa política viene impuesta por gobiernos sin rostro y organizaciones sin alma. Quien aplique lo que otros deciden es lo de menos. Lo que no podemos es cerrar los ojos ante la resurrección de una ideología despiadada, típicamente decimonónica, que mezcla a partes iguales el conservadurismo moral, tan hipócrita —la oposición al divorcio, a la igualdad entre hombres y mujeres, al matrimonio homosexual, la exaltación de la religión como cárcel de la conciencia—, y el más feroz liberalismo económico. Durán Lleida, tan democristiano él, resume esta nueva derecha en realidad tan vieja y tan alejada de la que contribuyó a fraguar, entre las ruinas de Europa, lo que Paul Krugman ha denominado como las “sociedades más decentes de la historia”. ¿Qué fue lo que hizo posible esa decencia social que no toleraba que hubiera niños trabajando y sin escuela? Todos esos elementos que hoy se ponen en almoneda, mintiendo cuando se dice que no es posible otra política, y que Miguel Pasquau enumeraba en este periódico tras hacer un llamamiento a liberales (en el sentido alto, moral, dignísimo, de esta palabra) y socialdemócratas para recuperar “la hegemonía moral” del discurso que hizo posible la Europa decente que nos desintegran: “respeto a las minorías, protección de los perdedores, compasión por los débiles (o debilitados), dignidad de los asalariados, escuela pública, derecho a la atención sanitaria, derecho a una jubilación remunerada, igualdad de oportunidades.”

(IDEAL, 28 de octubre de 2011)

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