Soy de los que piensan que, más allá de los problemas derivados de su aplicación, la actual regulación del aborto voluntario fija el problema dentro de unos parámetros morales correctos. Y ello, porque la legislación española –y así lo expresa la Sentencia núm.53/1985 del Tribunal Constitucional– reconoce que los derechos son realidades vivas y que como tales conviven en conflicto, al que el ordenamiento jurídico debe dar soluciones ponderadas y en todo caso sensatas. Así, es razonable que la mujer cuya vida o salud corren riesgo con el embarazo o aquella embarazada como consecuencia de una violación, dispongan de la cobertura legal suficiente para que en ejercicio de su libertad puedan abortar: me siento incapaz de obligar –en virtud de no sé qué principios religiosos o morales– a una mujer violada a que tenga un hijo fruto de esa humillación, lo sensato es que ella pueda decidir en conciencia. El legislador ofreció una salida ponderada y sensata a un conflicto tan evidente y no menos sensato es dolerse con las mujeres que toman una decisión tan difícil como la de abortar en situaciones límite. Por último –y reconociendo que esos casos son muy limitados– el Constitucional reconoció como ajustada a derecho la despenalización del aborto en el caso de fetos con graves malformaciones, que pudieran hacer inviable una vida con dignidad.
El problema vino con el cuarto supuesto, laxo e indeterminado, que ha convertido la práctica del aborto en un coladero y en un método de control de la natalidad –especialmente entre adolescentes y jóvenes–, desvirtuando su condición de salida compleja y difícil a una situación extrema. Este supuesto –ya saben: la desprotección psicológica o social de la madre potencial– ha facilitado la situación actual, caracterizada por la banalización de los derechos que asisten al nasciturus, la absolutización del derecho de la mujer a disponer de su cuerpo, la negación del derecho de los padres potenciales a decidir sobre el futuro del feto y por la frivolización en torno a un tema en el que hay en juego y en conflicto bienes jurídicos y morales tan importantes.
Me inquieta que se arrogue a un derecho –el de la mujer sobre su cuerpo embarazado– el carácter de absoluto, ante el cual abdicarán sin condiciones los derechos que pueden colisionar con él. La liberalización del aborto –siquiera por un tiempo–, desatándolo de las limitaciones que ahora se le oponían como reconocimiento del conflicto de derechos, entroniza el cuerpo de la mujer a la categoría de bien absoluto que prevalece frente a cualquier otro tipo de bien jurídico. Y más aún: pasa a considerar al nasciturus como un mero apéndice del cuerpo femenino, del que ésta puede disponer libremente en un plazo de tiempo que se reclamará más o menos largo en función del grado de dogmatismo ideológico. Porque si determinados sectores feministas y políticos pretenden que el dominio excluyente de la mujer sobre su cuerpo se extienda por un periodo que va desde las 12 hasta las 16 semanas, otros –más radicales– quieren ampliarlo hasta las 24 semanas. En cualquier caso, pasado ese tiempo cesaría el derecho absoluto de la mujer sobre su cuerpo y se reconocería, nuevamente, el conflicto entre derechos, prevaleciendo ya el del nasciturus y prohibiéndose, en consecuencia, el ejercicio del aborto. Pero durante el tiempo en que se reconociese el “derecho” a abortar de la mujer, independientemente de la limitación temporal, se estaría reconociendo un derecho de tal potencia jurídica y moral que no existe parangón en el ordenamiento jurídico, ya que no es posible encontrar otro derecho que pueda desplegarse sin limitaciones, ni siquiera durante unas semanas o unos meses.
¿Es posible que durante dos, tres o cuatro meses las mujeres embarazadas adquieran un derecho totalizador y excluyente sobre su cuerpo, que no se reconoce ni siquiera a enfermos terminales y en situaciones morales donde los derechos y los bienes –la vida, la libertad, la dignidad– vuelven a colisionar? ¿Hasta que punto esa situación no redefine nuestro ordenamiento constitucional y reconoce que, con tal de que existan lobbys ideológicos que presionen lo suficiente, será factible conseguir una exención de totalidad para según qué derechos? ¿Acaso no choca esto contra la raíz misma de la democracia liberal y con la ética del conflicto que la sostiene? Nuestras sociedades son plurales porque reconocen el conflicto entre bienes morales y jurídicos: las leyes son la fina hilazón que se construye para que los derechos que colisionan sean satisfechos en la medida en que se pueden satisfacer sin vulnerar más allá de lo tolerable el otro bien. Y es eso lo que ahora, entre un argumentario frívolo, se pretende finiquitar con una ley que encumbra la posesión de la mujer embarazada sobre su cuerpo a la categoría de bien moral absoluto. El bien jurídico protegible que es el nasciturus quedará a la intemperie porque se reconoce a la mujer que, sin más argumento que su deseo de no tener el hijo, puede abortar. ¿De verdad se puede defender, sin sentir un estremecimiento, que –pongamos el caso– una joven que mantenga relaciones sexuales sin protección y libremente y se quede embarazada pueda abortar sin más, sin que la vida en potencia que hay en su vientre tenga protección ninguna por parte de los poderes públicos?
El lobby feminista está consiguiendo que la sociedad acepte como algo normal el aborto sin condiciones: están en su derecho de defender que la mujer tiene derecho a poseer su cuerpo en grado superlativo, tienen perfecta legitimidad para postular que al abortar la mujer no hace más que extirparse una parte de su cuerpo, como quien se quita un grano. Niegan la existencia de un conflicto de bienes, a favor de la primacía del cuerpo de la mujer, de igual modo que en el otro bando el integrismo católico niega la existencia de ese conflicto primando como absoluto el valor del feto. El lobby feminista ha conseguido convertir el aborto libre en bandera identificativa del progresismo: quien lo cuestione es tachado de reaccionario. Y sin embargo, habrá que decir que se puede ser socialdemócrata –que es defender la justicia social, la dignidad de los indefensos, el Estado del Bienestar, la educación y la sanidad públicas, los derechos de los trabajadores– y tener profundos reparos morales ante la ley que se avecina y en la cual es difícil encontrar ningún valor de solidaridad o de una modernidad que no esté enferma.
La relativización de los valores ha facilitado la convivencia pacífica de personas que piensan y actúan de modos muy distintos. Esa relativización ha hecho posible reconocer en el conflicto la raíz de las relaciones humanas, y en su resolución razonable y plausible éticamente la verdadera razón de ser de las democracias. Ahora se está frivolizando con el tema del aborto y como casi todos los asuntos verdaderamente importantes de las sociedades neomodernas, el aborto es un tema de tertulias doctrinarias. ¡Qué lástima que unos nieguen la realidad vital del nasciturus y que otros se olviden del sufrimiento de tantas mujeres que abortaron en situaciones límite, viviendo la experiencia como un drama personal terrible! ¡Qué pena que veamos como normal que el polvo de una noche de discoteca acabe con un feto en el cubo de la basura! ¡Qué decepción se siente cuando se desanda el camino del conflicto ético y qué preocupación al ver que se abren los caminos totalitarios de los derechos absolutos e ilimitados! Y es que tal vez la gran revolución pendiente sea reivindicarnos como personas enteras, con todas las contradicciones y dudas que ahora niegan las seguridades dogmáticas de los hunos y las hotras.
(Publicado en Diario IDEAL el día 28 de marzo de 2009)
El problema vino con el cuarto supuesto, laxo e indeterminado, que ha convertido la práctica del aborto en un coladero y en un método de control de la natalidad –especialmente entre adolescentes y jóvenes–, desvirtuando su condición de salida compleja y difícil a una situación extrema. Este supuesto –ya saben: la desprotección psicológica o social de la madre potencial– ha facilitado la situación actual, caracterizada por la banalización de los derechos que asisten al nasciturus, la absolutización del derecho de la mujer a disponer de su cuerpo, la negación del derecho de los padres potenciales a decidir sobre el futuro del feto y por la frivolización en torno a un tema en el que hay en juego y en conflicto bienes jurídicos y morales tan importantes.
Me inquieta que se arrogue a un derecho –el de la mujer sobre su cuerpo embarazado– el carácter de absoluto, ante el cual abdicarán sin condiciones los derechos que pueden colisionar con él. La liberalización del aborto –siquiera por un tiempo–, desatándolo de las limitaciones que ahora se le oponían como reconocimiento del conflicto de derechos, entroniza el cuerpo de la mujer a la categoría de bien absoluto que prevalece frente a cualquier otro tipo de bien jurídico. Y más aún: pasa a considerar al nasciturus como un mero apéndice del cuerpo femenino, del que ésta puede disponer libremente en un plazo de tiempo que se reclamará más o menos largo en función del grado de dogmatismo ideológico. Porque si determinados sectores feministas y políticos pretenden que el dominio excluyente de la mujer sobre su cuerpo se extienda por un periodo que va desde las 12 hasta las 16 semanas, otros –más radicales– quieren ampliarlo hasta las 24 semanas. En cualquier caso, pasado ese tiempo cesaría el derecho absoluto de la mujer sobre su cuerpo y se reconocería, nuevamente, el conflicto entre derechos, prevaleciendo ya el del nasciturus y prohibiéndose, en consecuencia, el ejercicio del aborto. Pero durante el tiempo en que se reconociese el “derecho” a abortar de la mujer, independientemente de la limitación temporal, se estaría reconociendo un derecho de tal potencia jurídica y moral que no existe parangón en el ordenamiento jurídico, ya que no es posible encontrar otro derecho que pueda desplegarse sin limitaciones, ni siquiera durante unas semanas o unos meses.
¿Es posible que durante dos, tres o cuatro meses las mujeres embarazadas adquieran un derecho totalizador y excluyente sobre su cuerpo, que no se reconoce ni siquiera a enfermos terminales y en situaciones morales donde los derechos y los bienes –la vida, la libertad, la dignidad– vuelven a colisionar? ¿Hasta que punto esa situación no redefine nuestro ordenamiento constitucional y reconoce que, con tal de que existan lobbys ideológicos que presionen lo suficiente, será factible conseguir una exención de totalidad para según qué derechos? ¿Acaso no choca esto contra la raíz misma de la democracia liberal y con la ética del conflicto que la sostiene? Nuestras sociedades son plurales porque reconocen el conflicto entre bienes morales y jurídicos: las leyes son la fina hilazón que se construye para que los derechos que colisionan sean satisfechos en la medida en que se pueden satisfacer sin vulnerar más allá de lo tolerable el otro bien. Y es eso lo que ahora, entre un argumentario frívolo, se pretende finiquitar con una ley que encumbra la posesión de la mujer embarazada sobre su cuerpo a la categoría de bien moral absoluto. El bien jurídico protegible que es el nasciturus quedará a la intemperie porque se reconoce a la mujer que, sin más argumento que su deseo de no tener el hijo, puede abortar. ¿De verdad se puede defender, sin sentir un estremecimiento, que –pongamos el caso– una joven que mantenga relaciones sexuales sin protección y libremente y se quede embarazada pueda abortar sin más, sin que la vida en potencia que hay en su vientre tenga protección ninguna por parte de los poderes públicos?
El lobby feminista está consiguiendo que la sociedad acepte como algo normal el aborto sin condiciones: están en su derecho de defender que la mujer tiene derecho a poseer su cuerpo en grado superlativo, tienen perfecta legitimidad para postular que al abortar la mujer no hace más que extirparse una parte de su cuerpo, como quien se quita un grano. Niegan la existencia de un conflicto de bienes, a favor de la primacía del cuerpo de la mujer, de igual modo que en el otro bando el integrismo católico niega la existencia de ese conflicto primando como absoluto el valor del feto. El lobby feminista ha conseguido convertir el aborto libre en bandera identificativa del progresismo: quien lo cuestione es tachado de reaccionario. Y sin embargo, habrá que decir que se puede ser socialdemócrata –que es defender la justicia social, la dignidad de los indefensos, el Estado del Bienestar, la educación y la sanidad públicas, los derechos de los trabajadores– y tener profundos reparos morales ante la ley que se avecina y en la cual es difícil encontrar ningún valor de solidaridad o de una modernidad que no esté enferma.
La relativización de los valores ha facilitado la convivencia pacífica de personas que piensan y actúan de modos muy distintos. Esa relativización ha hecho posible reconocer en el conflicto la raíz de las relaciones humanas, y en su resolución razonable y plausible éticamente la verdadera razón de ser de las democracias. Ahora se está frivolizando con el tema del aborto y como casi todos los asuntos verdaderamente importantes de las sociedades neomodernas, el aborto es un tema de tertulias doctrinarias. ¡Qué lástima que unos nieguen la realidad vital del nasciturus y que otros se olviden del sufrimiento de tantas mujeres que abortaron en situaciones límite, viviendo la experiencia como un drama personal terrible! ¡Qué pena que veamos como normal que el polvo de una noche de discoteca acabe con un feto en el cubo de la basura! ¡Qué decepción se siente cuando se desanda el camino del conflicto ético y qué preocupación al ver que se abren los caminos totalitarios de los derechos absolutos e ilimitados! Y es que tal vez la gran revolución pendiente sea reivindicarnos como personas enteras, con todas las contradicciones y dudas que ahora niegan las seguridades dogmáticas de los hunos y las hotras.
(Publicado en Diario IDEAL el día 28 de marzo de 2009)
2 comentarios:
Articulo interesante mochuelo. Otro dia te escribo unas cuantas razones por las que creo que se debería liberar el aborto totalmente ( en realidad esta muy despenalizado, pero la hipocresia e idiosincracia politica no quiere demostrarlo, encima se va a perder la oportunidad de hacer una ley en condiciones y van a hacer una mamarrachada). En definitiva todas mis razones van fundamentadas en una, si todos somos iguales ante la ley y todos tenemos derecho a la protección de la salud, esta tiene que ser igual para todos los españoles, pues de la siguiente manera, con unos 9000 euros puedes practicar un aborto en suiza, estancia y viaje incluidos, no tienes problemas legales, tienes acceso a asistencia sanitaria que se podria recibir aqui sin ningún tipo de problema, y por supuesto en la clinica no te preguntan que tipo de confesión, moralidad y/o etica personal practica cada uno. un saludo chico!!!
A ver, Parri, tu argumento es débil por varias razones. Pero sobre todo por una: la igualdad ante la ley no puede ser utilizada para lo que a unos grupos de presión les conviene. Tú vienes a decir que si todos somos iguales ante la ley, todas las mujeres tienen derecho a abortar libremente y a que el Estado corra con los gastos de ese aborto, porque lo contrario genera que sólo puedan abortar sin alegar razones las que tengan dinero para irse al extranjero. Vale, tengo mucho que objetar. Antes que para esto tendríamos que ser iguales para acceder a la vivienda, a los salarios dignos, a una atención hostelera de calidad en los hospitales... A lo mejor si se realizase esta igualdad material (cosa distinta de igualdad ante la ley) muchas mujeres no tendrían que abortar. De todos modos mi argumento no es económico, sino ético: ¿el derecho de la mujer a poseer su cuerpo embarazado puede ser absoluto cuando no hay ningún otro derecho que tenga carácter absoluto? ¿La desprotección del feto puede ser absoluta durante un periodo de tiempo concreto? ¿Es ético negar el conflicto de derechos y de bienes protegibles que concurre en el tema del aborto? Para mí esa es la cuestión: hay que hilar fino en la discusión ética, y los legisladores en este asunto vuelven a hilar a brochazos, atendiendo a los impulsos que le marca el lobby feminista. A mí me parece una aberración moral lo que se va a aprobar, una auténtica atrocidad que desprotege la vida potencial que es el feto. Además la escritura de este artículo coincidió con la lectura de capítulos estremecedores de la historia del nazismo: pondría los vellos de punta el ver hasta que punto pueden coincidir argumentos que pasan por modernos con argumentos de la década de los 30.
Un saludo.
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