sábado, 4 de abril de 2009

LA TRANSFORMACIÓN PENDIENTE






La imagen es una de las más bellas y perdurables de la historia del cine, apocalíptica, desesperada: en un fotograma de llamas y humo aparece, casi de pronto, una multitud de niños y ancianos y mujeres que lloran mientras llevan a sus bebés en brazos y de hombres desarmados –solo un arma llevan: la cruz de caña que alzan hacia el cielo y bajo las balas–, una multitud con miedo encabezada por el padre Gabriel, que camina sereno vistiendo un alba blanquísima y una estola dorada sobre su hábito de jesuita. Abraza con sus manos crispadas la custodia de oro que guarda a Jesús Sacramentado, mira hacia el horizonte breve de los verdugos, rodeado de esa multitud indefensa que levanta una cruz contra el horizonte denso de la selva apretada y la iglesia de palmas que devora el fuego.

En el siguiente fotograma los soldados se colocan –con la certeza de la maniobra mil veces ensayada– frente a la multitud de los hijos de Dios y cargan sus fusiles y disparan. Caen los viejos, las mujeres que dejan rojos de sangre sus vestidos de lino blanco, mueren fusilados los niños. Y el padre Gabriel sigue caminando: en su rostro no hay odio, ni miedo, en sus ojos sólo se refleja una desolación infinita y un convencimiento definitivo de que la Iglesia de Cristo es esa que camina con los que nada tienen, entre los que todo lo van a perder, la que anda hacia la muerte con los que han sido condenados por los poderes del mundo y por la Iglesia de Roma a entregarlo gratuitamente todo, hasta la libertad, hasta la vida.

Y avanzan los fotogramas. Y los soldados desaparecen pero siguen las balas acabando con las vidas de los que sólo ponen como parapeto, como trinchera, la custodia en la que resplandece el Cuerpo de Cristo: son soldados católicos, sus reyes –que son los de España y Portugal– comulgan cada día y su acción militar viene bendecida por el cardenal Altamirano, comisionado del Vaticano para ver si es conveniente entregar a los indígenas a la tiranía de la esclavitud (al final el cardenal aprueba la tropelía: ¡es tan fácil confesarse de crímenes tan horribles como ésta cobardía!), pero ni siquiera los detiene la visión de Jesús y disparan contra el sacerdote que lleva como una bandera de paz el Cuerpo que fue entregado por la redención de los hombres. Y así, las balas de las tropas católicas, las balas de los soldados justificados por el príncipe de la Iglesia cobarde, rompen el pecho del padre Gabriel, que cae –desmadejado ya, muerto ya– sobre la custodia dorada. La multitud huye de las balas, con el deber sagrado de salvar a sus hijos, de no entregar sus vidas ni sus libertades ni sus esperanzas rotas a unos reyes viles, por muy bendecidos por óleos vaticanos que estos reyes estén. Y cargan los cuerpos ensangrentados. Y uno de los indios se agacha y saca la custodia de debajo del cuerpo del jesuita asesinado y la alza como un nuevo mensaje y continúa caminando, impasible ante las balas, con Cristo alzado mientras la misión de San Carlos es ya una pura herida de fuego y cenizas.

Los últimos minutos de "La Misión", la espléndida película de Roland Joffé, son de una tensión inolvidable, de un dramatismo cósmico. Pero también son un llamamiento a la reflexión de los creyentes, un aldabonazo en nuestras conciencias de hombres que se reclaman cristianos. En el padre Gabriel, interpretado por Jeremy Irons, y en la piedad con que abraza el Cuerpo de Cristo en medio del vendaval de balas y sangres y camina con Él hacia la muerte, consciente de la potencia de su gesto heroico, se resume toda una lección de cristianismo. Ese padre Gabriel, mártir, es la imagen viva de una Iglesia doliente y comprometida que camina en medio del caos y del presentimiento de la derrota inminente, consciente de que todo el universo bellísimo cantado por los oboes sobre los horizontes vaporosos de las cataratas y los árboles inmensos, se desmenuza cada segundo en un instante de horror. Y la Iglesia, en esa encrucijada, no retrocede: antes al contrario encabeza la marcha de los que van a perderlo todo no teniendo nada.

El padre Gabriel renuncia a defender la Misión de San Carlos con las armas, que sí empuñan sus compañeros jesuitas los padres Mendoza y Fielding, pero renuncia también a avenirse a las razones criminales con las que el cardenal Altamirano vende la vida de los indígenas al yugo y al látigo de las coronas europeas. En la figura de Gabriel se materializa una Iglesia que desde la paz se compromete con la vida: es la Iglesia de la alegría y la felicidad que rezuma en cada frase del Evangelio de Jesús.

¿Y nosotros, los cristianos no del siglo XVIII en las reducciones del Paraguay sino en la Úbeda del siglo XXI, con quién estamos? ¿Y nuestra Iglesia de hoy, con quién se identifica, con ese padre Gabriel y su mensaje y su ejemplo de amor o con el cardenal Altamirano y su concupiscencia con los poderosos y con sus crímenes? No sé, pero tengo la sensación que esta Iglesia rouca y valera –el calificativo, genial, es de Jesús Tíscar– está más con los poderosos que con los que tienen hambre y sed de justicia, más con el cálculo político de determinadas opciones partidistas que con los que lloran, más haciendo cuentas para no perder nunca en el tablero de la historia que con los misericordiosos o los limpios de corazón o con los perseguidos por defender la justicia.

El padre Gabriel nos dice que la Iglesia, para ganarlo todo, tiene antes que perderlo todo: es ese el ejemplo del Jesús Torturado, del Jesús Asesinado en una cruz, del Jesús Resucitado que ahora celebramos en el esplendor barroco de nuestras procesiones. Cristo lo entrega todo para ganarlo todo por nosotros, y lo entrega desde el lado de los que nada tienen, de los que todo lo pierden, de los despreciados: Jesús está con las prostitutas, con la mujer adúltera, con los cojos y los ciegos, con los leprosos, con los niños... A ellos les habla, a ellos les promete un mundo mejor, es a ellos a los que quiere liberar de sus opresiones y de sus dolores, con ellos come y bebe y se divierte, que sus palabras son las palabras no del que regaña sino del que festeja. El suyo es un mensaje de redención y de alegría, pero no de una redención y una alegrías diferidas a un futuro indefinido: Jesús –como acertadamente señala José Antonio Marina– no habla del Reino de los Cielos, sino del Reino de Dios, esto es: de un proyecto de humanidad nueva aquí, en este mundo, un proyecto de amor y de entrega para ahora, para ya. Lo ha dicho Pedro Casaldáliga: "el Reino (...) es desafío, conquista, práctica, respuesta nuestra". Y el obispo poeta ha señalado que "la bienaventuranza se realiza en los pobres", debiendo entender pobres por todos los excluidos de nuestra sociedad.

Ahí esta Jesús: lo lleva el padre Gabriel entre sus manos antes de caer asesinado por no dejarse sobornar por los poderosos de la tierra. A Cristo le pasó lo mismo: resucitó, pero antes tuvo que entregar su vida para demostrar que el suyo no es un mensaje para después de la muerte, para dejar claro que Él no vino a jugársela para que luego ajustemos cuentas con Dios. No se trata de eso, y Jesús lo dijo claro: por eso no invita a hacer el bien, ordena la práctica del bien –del amor– como cumplimiento del proyecto de Dios –"Amaos los unos a los otros"–, porque Dios se encarna en el bien, porque Dios, que es amor, es el bien y por eso el mensaje de Jesús no tiene que producir sólo "un cambio psicológico, ni moral, sino una transformación ontológica", según Marina. Esa transformación desde la raíz, ese estar al lado de los que padecen y sufren cualquier padecimiento y cualquier sufrimiento, es la transformación pendiente de la Iglesia, nuestra transformación pendiente. Ojalá que debajo de nuestras túnicas, en nuestra soledad de penitentes, supiésemos entender esa lección suprema del amor que lleva a un hombre recto a empuñar el Cuerpo de Jesús como única bandera de la dignidad y la decencia del ser humano que ama frente al horror de los políticos, los banqueros o los obispos que han olvidado el mensaje del Sermón de la Montaña, esa revolución de los limpios corazones.

(Publicado en COMPARTIR, núm. XV, abril de 2009)

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