Hay ocasiones en las que el alma siente como un ensanchamiento, como si fuese el espíritu un pulmón de eternidades que se expande para dar cabida dentro de sí a todos los aires en los que nos reconocemos como personas. Somos el resultado de las muchas herencias que han acariciado o agitado las veletas que un día alzaron nuestros padres sobre los hombros de nuestra existencia: nuestros yos –múltiples y a veces contradictorios– salen a la superficie de los días según los momentos. Y así, unas veces somos como quieren los vientos del este, y otras actuamos de acuerdo a los soplidos de los vientos empujados por el norte de nuestra alma. Hasta que de pronto el año trae un día, un momento, una ocasión en que todos nuestros vientos antiguos concurren en las plazas del ser. Es entonces cuando sentimos ese ensanchamiento, esa expansión de lo que somos, esa presencia en nosotros de lo que heredamos de todos nuestros mayores. Yo siento esa plenitud mía, esa pleamar de lo que soy, cuando el aire tenue de la primavera anuncia los días de la Semana Santa. Es entonces cuando la veleta de mi ser apunta al corazón, como queriendo señalar el amarradero en el que late la esencia viva y más íntima de lo que soy, como indicando el punto de llegada obligado de todos los vientos que me habitan.
André Compte-Sponville –filósofo, francés y ateo– ha hablado hermosamente del “sentimiento oceánico”. Yo no sabía que era lo que sentía en mi interior cuando la tarde del Sábado de Ramos alborotaba mis yos, hasta que leí que ese sentimiento se caracteriza “por una sensación de misterio y de naturalidad indisociables, una sensación de plenitud, de unidad, de simplicidad, de eternidad, de serenidad.” ¿No es eso, acaso, lo que muchos de nosotros sentimos cuando los cohetes anuncian en la fiesta de la Cofradía del Santo Borriquillo? ¿No volvemos ese día a ser cómo niños y parece que esperamos volver a sentir la mano de nuestro padre, guiándonos segura y protegidos por entre las multitudes que acechan la procesión en las aceras? ¡Nostalgias de Semana Santa!... En mí reviven esas nostalgias –y me crecen, y me nutren, y me dan alientos para el resto del año y para los desánimos y las caídas– desde la tarde de vísperas del Sábado erizado de presentimientos: ¿hay día más hermoso cada año que el Sábado en que toda la Semana Santa está intacta, envuelta en su preciado papel de recuerdos y de ilusiones? Ese día, esa tarde, todavía podemos inventar los capiruchos de los penitentes, el sonido de los tambores o el vibrar quejoso de los lamentos de Jesús, todavía podemos reescribir las lágrimas que nos acecharán cuando amanezcan violetas las ausencias de La Consolada… No creo que haya hermosura más intensa, ni más evocadora, que la de esas horas de vísperas de Sábado de Ramos que tanto enamoraban a Juan Pasquau, o yo al menos no vivo otras horas cada año como esas en que los primeros vencejos y los cohetes vivaces nos dicen que a la mañana siguiente comenzará, nuevamente, a ritualizarse toda la plenitud que amasamos en la sangre.
Y entonces sí, entonces –cuando sobre Mágina amanezca esplendoroso y verde el Domingo de Ramos – sentimos esa sensación de plenitud. ¿Qué misterio trae con sus olores y sus sonidos la Semana Santa? ¿Misterio?, el de sentirnos unidos a los que fueron antes que nosotros y son hoy –ya idos, ya muertos– en nosotros. Mientras escribo miro a mi hijo Manuel, que duerme en su cuna, a mi lado: y sé que me gustaría dejarle como herencia ese sentimiento de felicidad, esa nostalgia de las edades que pasan, esta añoranza del tiempo que se va escurriendo sobre el reloj incierto de la piel, ese álbum de emociones pequeñas y tímidas que reviven en mí cada Semana Santa. Porque tal vez para descubrirse más persona, más yo, necesite un día encontrarse este hijo mío con lo que de su padre haya dentro de su espíritu, y con lo que en su interior perdure de sus abuelos Juan y Lola, de sus tíos, de su familia de sangre y de mis amigos, que serán como otra familia para Manuel. Tal vez un día necesite buscarse o sienta en su interior ese estallido en plenitudes de las costuras de su alma, y puede que sólo encuentre una respuesta a sus ansiedades o a sus quebrantos mientras anuda sobre su túnica morada el cíngulo amarillo, o mientras lleva de la mano a sus hijos por los recónditos espacios del Viernes Santo, sintiendo revivir al niño que un día caminará de mi mano como yo caminé de la mano de mi padre y mi padre del suyo y… ¿Misterio de la Semana Santa decimos? ¿Serenidad, unidad, plenitud…? Es eso, y lo sentimos con tanta naturalidad cada año que apenas si podemos ponerle palabras que lo nombren: llegará el Domingo de Ramos y veré a mi hijo en la tarde amarilla, y entonces tendré la certeza de que formamos parte de una cadena, la seguridad de que somos eslabón de una herencia que se proyecta en el mañana. Cuando nació Manuel, Miguel Pasquau me escribió una bella felicitación en la que me decía que ya no soy el último eslabón de una cadena. Hay ya alguien que sentirá mañana lo que mis padres sienten en mí al paso del Señor del Borriquillo –la niñez que vuelve, la pelota de aserrín atada en el pulgar: los recuerdos del niño serio que fui– o lo que mi familia siente cuando en la madrugada del Viernes Santo desperezamos en nuestro interior las honduras más hermosas de nuestro ser. Sé que eso ya no se va a perder, que hay ya un corazón anhelante que mañana volverá a fundirse conmigo y con mis padres y con todos mis antepasados –estemos ya dónde la muerte haya querido llevarnos– sintiendo esto mismo que yo siento cuando los vencejos acordonan la procesión del Borriquillo o el esplendor de los romanos de la Humildad, en la tardes de la primavera. Y me gustaría que un día Manuel se sintiera unido a mí –con una unión que supera la pura sangre, los genes impuestos por la biología– acordándose de mi emoción de niño grande cuando Alfonso llama a mi puerta con urgencia –¡de prisa, que ya está el aire lleno de trompetas del Jueves Santo!– para llevar a María del Mar –mañana también a mi hijo– a ver la procesión de la Oración del Huerto.
La Semana Santa nos trae –me trae a mí– esa certeza de ser uno con un todo, no sé qué todo, como “la gota de agua o la ola son uno con el océano”. Hay momentos que no podría cambiar por nada del mundo –las vísperas vestidas de palmas, la tarde del Miércoles Santo, el amanecer del Viernes, las horas mágicas de los fondeaderos sentimentales de San Millán–, porque no podría ser no siendo en ellos. Ahora algunos miran con suficiencia de modernidad las vivencias de la Semana Santa: “cosas de beatos, de putisantos”, dicen para despreciarlas. ¿Estaremos condenados a quedarnos fuera del tiempo nuevo –tiempo incierto– los que para ser necesitamos abrevar cada año en las aguas recónditas, en los veneros limpios de la Semana Santa, esos que resistimos en un reducto de sentimientos que tremolan en las nostalgias no ya de lo que vivimos ayer sino de aquellas primaveras que no conoceremos y que vivirán nuestros hijos por nosotros, y nosotros en ellos, en sus lágrimas? ¡Quién lo sabe! Ahora, sólo queda apuntar en el folio flanco el apunte breve que pone sobre nuestro corazón la sonrisa de Manuel, tan pequeño y que tanto llena: estamos a punto de doblar la esquina de la Cuaresma y nos traerá la primavera otro Domingo de Ramos –penitentes amarillos, palmas enhiestas, tambores, cohetes… pájaros sobre el cielo limpio–, y allí estará Manuel con sus ojos dormilones viendo pasar la vida, comenzando a sentirse gota de un océano sin nombre por donde han navegado las emociones mejores de su padre.
(Publicado en la Revista JERUSALEM, núm. 20, abril de 2009)
André Compte-Sponville –filósofo, francés y ateo– ha hablado hermosamente del “sentimiento oceánico”. Yo no sabía que era lo que sentía en mi interior cuando la tarde del Sábado de Ramos alborotaba mis yos, hasta que leí que ese sentimiento se caracteriza “por una sensación de misterio y de naturalidad indisociables, una sensación de plenitud, de unidad, de simplicidad, de eternidad, de serenidad.” ¿No es eso, acaso, lo que muchos de nosotros sentimos cuando los cohetes anuncian en la fiesta de la Cofradía del Santo Borriquillo? ¿No volvemos ese día a ser cómo niños y parece que esperamos volver a sentir la mano de nuestro padre, guiándonos segura y protegidos por entre las multitudes que acechan la procesión en las aceras? ¡Nostalgias de Semana Santa!... En mí reviven esas nostalgias –y me crecen, y me nutren, y me dan alientos para el resto del año y para los desánimos y las caídas– desde la tarde de vísperas del Sábado erizado de presentimientos: ¿hay día más hermoso cada año que el Sábado en que toda la Semana Santa está intacta, envuelta en su preciado papel de recuerdos y de ilusiones? Ese día, esa tarde, todavía podemos inventar los capiruchos de los penitentes, el sonido de los tambores o el vibrar quejoso de los lamentos de Jesús, todavía podemos reescribir las lágrimas que nos acecharán cuando amanezcan violetas las ausencias de La Consolada… No creo que haya hermosura más intensa, ni más evocadora, que la de esas horas de vísperas de Sábado de Ramos que tanto enamoraban a Juan Pasquau, o yo al menos no vivo otras horas cada año como esas en que los primeros vencejos y los cohetes vivaces nos dicen que a la mañana siguiente comenzará, nuevamente, a ritualizarse toda la plenitud que amasamos en la sangre.
Y entonces sí, entonces –cuando sobre Mágina amanezca esplendoroso y verde el Domingo de Ramos – sentimos esa sensación de plenitud. ¿Qué misterio trae con sus olores y sus sonidos la Semana Santa? ¿Misterio?, el de sentirnos unidos a los que fueron antes que nosotros y son hoy –ya idos, ya muertos– en nosotros. Mientras escribo miro a mi hijo Manuel, que duerme en su cuna, a mi lado: y sé que me gustaría dejarle como herencia ese sentimiento de felicidad, esa nostalgia de las edades que pasan, esta añoranza del tiempo que se va escurriendo sobre el reloj incierto de la piel, ese álbum de emociones pequeñas y tímidas que reviven en mí cada Semana Santa. Porque tal vez para descubrirse más persona, más yo, necesite un día encontrarse este hijo mío con lo que de su padre haya dentro de su espíritu, y con lo que en su interior perdure de sus abuelos Juan y Lola, de sus tíos, de su familia de sangre y de mis amigos, que serán como otra familia para Manuel. Tal vez un día necesite buscarse o sienta en su interior ese estallido en plenitudes de las costuras de su alma, y puede que sólo encuentre una respuesta a sus ansiedades o a sus quebrantos mientras anuda sobre su túnica morada el cíngulo amarillo, o mientras lleva de la mano a sus hijos por los recónditos espacios del Viernes Santo, sintiendo revivir al niño que un día caminará de mi mano como yo caminé de la mano de mi padre y mi padre del suyo y… ¿Misterio de la Semana Santa decimos? ¿Serenidad, unidad, plenitud…? Es eso, y lo sentimos con tanta naturalidad cada año que apenas si podemos ponerle palabras que lo nombren: llegará el Domingo de Ramos y veré a mi hijo en la tarde amarilla, y entonces tendré la certeza de que formamos parte de una cadena, la seguridad de que somos eslabón de una herencia que se proyecta en el mañana. Cuando nació Manuel, Miguel Pasquau me escribió una bella felicitación en la que me decía que ya no soy el último eslabón de una cadena. Hay ya alguien que sentirá mañana lo que mis padres sienten en mí al paso del Señor del Borriquillo –la niñez que vuelve, la pelota de aserrín atada en el pulgar: los recuerdos del niño serio que fui– o lo que mi familia siente cuando en la madrugada del Viernes Santo desperezamos en nuestro interior las honduras más hermosas de nuestro ser. Sé que eso ya no se va a perder, que hay ya un corazón anhelante que mañana volverá a fundirse conmigo y con mis padres y con todos mis antepasados –estemos ya dónde la muerte haya querido llevarnos– sintiendo esto mismo que yo siento cuando los vencejos acordonan la procesión del Borriquillo o el esplendor de los romanos de la Humildad, en la tardes de la primavera. Y me gustaría que un día Manuel se sintiera unido a mí –con una unión que supera la pura sangre, los genes impuestos por la biología– acordándose de mi emoción de niño grande cuando Alfonso llama a mi puerta con urgencia –¡de prisa, que ya está el aire lleno de trompetas del Jueves Santo!– para llevar a María del Mar –mañana también a mi hijo– a ver la procesión de la Oración del Huerto.
La Semana Santa nos trae –me trae a mí– esa certeza de ser uno con un todo, no sé qué todo, como “la gota de agua o la ola son uno con el océano”. Hay momentos que no podría cambiar por nada del mundo –las vísperas vestidas de palmas, la tarde del Miércoles Santo, el amanecer del Viernes, las horas mágicas de los fondeaderos sentimentales de San Millán–, porque no podría ser no siendo en ellos. Ahora algunos miran con suficiencia de modernidad las vivencias de la Semana Santa: “cosas de beatos, de putisantos”, dicen para despreciarlas. ¿Estaremos condenados a quedarnos fuera del tiempo nuevo –tiempo incierto– los que para ser necesitamos abrevar cada año en las aguas recónditas, en los veneros limpios de la Semana Santa, esos que resistimos en un reducto de sentimientos que tremolan en las nostalgias no ya de lo que vivimos ayer sino de aquellas primaveras que no conoceremos y que vivirán nuestros hijos por nosotros, y nosotros en ellos, en sus lágrimas? ¡Quién lo sabe! Ahora, sólo queda apuntar en el folio flanco el apunte breve que pone sobre nuestro corazón la sonrisa de Manuel, tan pequeño y que tanto llena: estamos a punto de doblar la esquina de la Cuaresma y nos traerá la primavera otro Domingo de Ramos –penitentes amarillos, palmas enhiestas, tambores, cohetes… pájaros sobre el cielo limpio–, y allí estará Manuel con sus ojos dormilones viendo pasar la vida, comenzando a sentirse gota de un océano sin nombre por donde han navegado las emociones mejores de su padre.
(Publicado en la Revista JERUSALEM, núm. 20, abril de 2009)
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