lunes, 13 de abril de 2009

¿QUÉ IGLESIA?



Durante los primeros días del mes del pasado mes de diciembre los periódicos de todos los países despacharon una noticia que debería haberle puesto la piel de gallina a todos los cristianos: el Vaticano se opuso a que se despenalizase la homosexualidad en el mundo. Francia, en nombre los veinticinco países de la Unión Europea, había anunciado su intención de presentar en Naciones Unidas una propuesta para que se despenalice la homosexualidad en el conjunto de la comunidad internacional. Europa, que tanto debe al humanismo cristiano, volvía a dar un paso adelante en la defensa de los derechos y la dignidad del ser humano y pretendía evitar que siguiera teniendo respaldo legal –y aún moral– la situación terrible que los homosexuales padecen en decenas de países asiáticos, africanos y americanos, donde legalmente pueden ser detenidos, encarcelados, vejados y torturados y en ocho países islámicos, además, asesinados vía pena de muerte. Y al Vaticano esta iniciativa le pareció un error porque “una declaración política de ese tipo crearía nuevas e implacables discriminaciones”, según el cardenal Celestino Migliore, que es el representante de la Santa Sede ante las Naciones Unidas. ¡Implacables discriminaciones!: a mí, me parece que lo que es implacable es la persecución que miles de personas sufren en todo el mundo por su condición sexual, que no deja de ser algo que les atañe a ellos y solo a ellos y que nadie causa ningún mal. Pero el Vaticano ve este asunto de otra manera –¿por qué el Vaticano siempre ve de otra manera los asuntos que causan tanto sufrimiento en el mundo?–, que es más o menos la manera en que lo ve un país tan civilizado, democrático e inspirado en los valores del humanismo cristiano como es Irán.

Siempre he pensado que la verdad es la verdad la digan Agamenón o su porquero, eso es cierto. El Vaticano puede defender que la verdad es que la homosexualidad es un crimen terrible y que eso es así aunque para defenderlo haya que cargar con un compañero de viaje tan desagradable como Irán. Lo que ocurre es que a veces la verdad no es tan fiera como la pintan e incluso los que se dicen representantes de Dios en la tierra pueden tener averiado el conocimiento de la verdad. Porque, aún suponiendo que la homosexualidad fuese el execrable crimen, el terrible pecado que la Iglesia oficial nos quiere hacer creer, ¿no es mayor pecado el de omitir la defensa de esos seres humanos consintiendo tácitamente los padecimientos a que son sometidos en tantos lugares del mundo, precisamente en nombre de Dios, de cualquier dios? Desconozco si cuando la Iglesia toma posturas políticas como ésta –no nos engañemos más: a veces la Iglesia también juega a la política, lo hemos visto muchas veces en España y se oye todos los días en una radio– sus representantes hablan después de haber estado muchos días sin leer el Evangelio. Sea cómo sea me parece que a la Iglesia de hoy –a nuestra Iglesia: a nosotros mismos, los cofrades, que somos Iglesia– le falta la frescura, la ternura y la pasión amorosa que destila el mensaje de Jesús.

Pedro Casaldáliga avisa del riesgo que para la revitalización del mensaje de Jesús supone una “Iglesia clericalizada”, esto es, una Iglesia alejada de las pulsiones de la calle, del suelo, de la realidad de la gente de carne y hueso. En ocasiones como ésta de que venimos hablando la Iglesia parece demasiado alejada del mensaje de Jesús: ¿nos imaginamos a Jesús sentado entre su legión de marginados, de sufrientes, de presas del dolor y de la exclusión, y levantándose para expulsar del grupo a la prostituta, al homosexual, al “rojo”...? No, yo no puedo imaginarme a ese Cristo, porque el mensaje de Jesús –volvemos a Casaldáliga– no fue un mensaje neutro: el Evangelio toma partido y lo hace claramente por los que sufren cualquier sufrimiento, para ofrecerles la posibilidad de la redención en la caridad, en la fraternidad y la comunión del amor y de la entrega, en la alegría de un Dios al que le gustaba comer con sus amigos, y beber buen vino y gozar de los perfumes y la charla en las noches de primavera debajo de las parras fecundas de Galilea. José Antonio Pagola ha descrito a Jesús de manera hermosísima: “Judío de Galilea, vecino de Nazaret, buscador de Dios, profeta del Reino de Dios, poeta de la compasión, curador de la vida, defensor de los últimos, amigo de la mujer, maestro de vida, creador de un movimiento renovador, creyente fiel, conflictivo y peligroso, mártir del Reino de Dios, Resucitado por Dios”. En esos títulos se resume todo el mensaje de vitalidad cristiana, toda la fuerza de su apuesta por transformar la realidad de los hombres: el “amaos los unos a los otros” no es un mero postulado estético, es un llamamiento profundo a la transformación radical –esto es, de raíz– del que escucha la palabra de Jesús. Transformación para la acción: el amor cambia a los hombres para que generen más amor: “Donde no haya amor pon amor y encontrarás amor”, que dijo nuestro San Juan de la Cruz. Y atendiendo a San Pablo podemos encontrar que el empuje del amor según Cristo es mayor aún: “el Reino de Dios no consiste en palabras, sino en acción”, en la acción de amar, en el ejercicio de la poesía de la compasión.

¿Sirve hoy la Iglesia a este Reino de Dios? ¿Es la suya –nos referimos a la Iglesia oficial, “clericalizada”, no a la Iglesia que este invierno ha dado de comer al hambriento en el comedor de Cáritas– una acción al servicio del amor sin condiciones? La Iglesia da síntomas de agotamiento: le faltan ese compromiso con el dolor del mundo y esa alegría que exhala el Evangelio. Carece de esa fuerza poética de la compasión del Nazareno. Está anoréxica de capacidad de ponerse en el lugar de los que sufren y lloran y parece incapaz de aguantar en la vera del camino cuando oye acercarse los cascabeles que anuncian el paso de los leprosos del siglo XXI.

A mí, como creyente, me gustaría una Iglesia que convocara menos manifestaciones en defensa de la familia y que se dedicara más a defender a la familia; yo quisiera formar parte de una Iglesia que se preocupa menos por la entrepierna de las personas y más por su situación económica o social: una noche de campamento, en La Barrosa, le planteábamos a Manolo Molina –y él asentía– que la obsesiva preocupación de la Iglesia por el sexo aleja a los jóvenes y a la parte más viva de los creyentes de los templos, donde por cierto nunca se oye clamar contra los empresarios que pagan mil euros o que despiden a las empleadas cuando se quedan embarazadas, que eso sí sería defender a la familia.

Yo quisiera ser Iglesia de una Iglesia que escuchara al Cardenal Martini –¡cuántos Carlo María Martini hacen falta en la Iglesia!– cuando dice que las preocupaciones de la Iglesia tienen que ser las mismas preocupaciones que tienen los jóvenes y los hombres de aquí y ahora.

A mí me gustaría que mi Iglesia estuviera llena de vida y que los templos no fueran un lugar donde las viejecitas –más o menos aburridas– van a dormitar la tarde del domingo sino el espacio alegre de celebración de un mensaje que revoluciona con la alegría y para la fraternidad entre los hombres.

A mí me gustaría ser tocado por la fuerza misteriosa de una Iglesia que está presente allí donde hay un hombre que sufre, una mujer que llora, un preso torturado, un homosexual ahorcado, un niño violado o explotado, una Iglesia que en medio del dolor alza su voz y denuncia el crimen y dice basta y pide que no se penalice el sufrimiento ni la diferencia y que sabe ver en la multiplicidad de las personas la riqueza de los hijos de Dios.

Y yo quisiera ser parte de una Iglesia que escucha atentamente las palabras de André Compte-Sponville –filósofo y ateo– cuando dice que hay que luchar “contra los fanáticos y contra el oscurantismo”, miembro de una Iglesia que sea aliada “de todos los espíritus libres, abiertos y tolerantes, crean o no en Dios”: ¿qué hace la Iglesia de Francisco de Asís votando en la ONU al lado de Irán o de Yemen, por el amor de Dios?, ¿qué hace la Iglesia de Erasmo de Rotterdam tendiendo la mano a los lefebvrianos Abrahamowicz y Williamson, que bromean con las cámaras de gas del nazismo –“Sé que las cámaras de gas existieron para desinfectar, pero no sé decir si provocaron muertos o no”–, mientras persigue a los teólogos de la Liberación que se juegan la vida en las selvas de África o de Iberoamérica?

Y me gustaría ser un creyente al que dejasen coger –con amores de hijo dolorido– la mano de la Iglesia y, como a un niño al que se le enseña a andar, ayudarle a caminar más al lado de Maximiliano Kolbe, Juan XXIII, Ignacio Ellacuría, Antonio Gutiérrez “El Viejo” o Kike Figaredo y menos al lado de Kiko Argüello, Lefebvre o Escriba de Balaguer. Y enseñarle a pronunciar más palabras como amor, gracia, auxilio, esperanza, caridad, fe, compasión en el dolor y en la amargura y en la angustia y en la soledad, y paz, y menos palabras como exclusión, pecado o portazo.

Y a mí, para terminar, me gustaría ser parte de una Iglesia más humana y menos romana, que es menos italiana y menos europea y más universal para ser más católica, una Iglesia mestiza que no vuelve a hablar en latín porque quiere seguir hablando en las lenguas en las que la gente reza y pide pan y trabajo, una Iglesia que come el Pan y el Vino con la alegría de una misa bajo los pinos de La Barrosa, una Iglesia de las personas que abre las manos y acoge y que reza con el corazón limpio porque como dice Casaldáliga la verdadera revolución cristiana sólo se podrá hacer a fuerza de mucha oración.

(Publicado en GETHSEMANÍ, núm. 26, abril de 2009)

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