miércoles, 3 de diciembre de 2008

CUENTO PROBABLE PARA EL MES DE DICIEMBRE



Él ya sabe que este año no podrá encontrar trabajo en la aceituna, porque la crisis económica ha empujado a muchos españoles desde los andamios hasta los olivares. Eso le dicen cada noche en el comedor de Cáritas, donde le dan un plato de arroz y un vaso de leche caliente. A veces se desespera, porque si no trabaja no puede enviar dinero a Senegal y ese mes ni su mujer ni su hijo ni sus padres ancianos podrán comer pan caliente o comprar medicinas. Pero no sabe a dónde ir ni dónde podrá encontrar trabajo, y aunque le ofrecen un billete de autobús que lo lleve a otro sitio sabe que el frío de diciembre es igual en todas las ciudades. La noche que se montó en el cayuco y descubrió que el frío realmente puede matar y la noche que tuvo que arrojar a su amigo por la borda, con los párpados llenos de escarcha, decidió que lo más importante es garantizarse una manta y un trozo de pan o un cuenco de sopa. Por eso no quiere irse de esa ciudad, por eso prefiere esperar aquí dando vueltas todo el día arrastrando la maleta en la que guarda un puñado de ropa arrugada y una foto de su hijo, caminando sin saber a dónde ir hasta que le duelen los pies casi tanto como la tristeza, levantando los ojos al cielo gris y pesado esperando que se produzca un milagro y un patrón le ofrezca trabajo en la aceituna durante quince o veinte días o un mes.

Esta ciudad tiene una plaza amplia, rodeada de soportales en los que se juntan los jóvenes aunque haga frío porque llevan bufandas y saben que en su casa hay un brasero y un sofá en el que descansar. Le gusta sentarse en la fuente y tocar el agua casi helada mientras oye las campanas de una vieja torre dar las horas, porque cada hora que se escapa es una menos que queda para que se produzca su milagro y llegue el señorito que le ofrezca trabajo. Le gusta sentarse, también, porque apoyado en la pared de un banco cada tarde hay un muchacho rumano que toca el acordeón, y aunque la música lo pone triste, también lo distrae y le hace soñar con las fiestas de su aldea.

El lunes apenas pudo estar sentado unos minutos, porque nada más ponerse el sol comenzó a caer sobre la plaza y la fuente un vaho frío y oscuro. El comedor queda lejos, pero piensa que puede ir hacia allí dándose un paseo, tranquilamente, y así guarda fuerzas para luego bajar más deprisa hasta el polideportivo en que tenderá sus cartones y su manta y en el que dormirá resguardado de la noche. La gente va con prisa por la plaza, comentando la posibilidad de que nieve esta noche, ajenos a la música del acordeón que a él le gusta tanto, apretados dentro de sus abrigos.

Se ha levantado y cruza la plaza mientras busca una moneda en el bolsillo de un abrigo viejo que le dieron la semana pasada. Se ha acercado al muchacho del violín –debe tener su misma edad– y deja una moneda, su única moneda, en la gorra que ha puesto en el suelo. Y no sabe por qué pero se siente más feliz y de pronto hace menos frío. Piensa que eso debe ser lo que los hombres blancos y que comen todos los días llaman dignidad. Él también es un hombre y tiene esa dignidad, y eso lo reconforta.

Y a mí, que lo vi la noche del lunes dejar esa moneda a los pies del joven del acordeón, también me reconforta pensar que entre tanta miseria y tanta desesperación hay algo no inventado en esta historia: yo no sé si se llama dignidad y decencia, pero alguien que no conozco me ha dado esta semana una lección, de lo qué sea.

2 comentarios:

Antonio M. Medina Gómez dijo...

Eso se llama bondad, Manolo. Algo que hasta el más inhumano lleva escondida debajo del alma. La paradoja es que cuanto más tienes y es más fácil aprovecharla y sacarle partido, el ser humano se vuelve más egoista con un bien que es de todos; y cuando sabes el bien que puede llegar a hacer, eso que a nosotros no nos hace falta, es cuando más fácil es darlo. La decencia y la dignidad son adjetivos inherentes de eso que nos hace humanos: la bondad.

Un abrazo. Yo también estuve en la misma plaza, escuchando el mismo acordeón y fui incapaz de hacer aquello que el chico de la fuente hizo. Somos así y no tenemos perdón.

Manuel Madrid Delgado dijo...

A raíz de tu comentario me he acordado de una frase de Unamuno que dice que además de hacer el bien hay que ser buenos. Aquel emigrante, la otra tarde, fue bueno. Nosotros, mucho me temo, de vez en cuando hacemos el bien.
Saludos.