“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.” Así comienza El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, uno de esos libros que se convierten en un tesoro del alma y que hacen que uno se sienta orgulloso de tener como patria del idioma un espacio que rebasa la mera patria física. En El amor en los tiempos del cólera la lengua fluye con una naturalidad sorprendente: ¿cómo se puede escribir tan endemoniadamente bien? ¿Cómo es posible conseguir un español tan hermoso, tan limpio, tan hondo, que cale tan profundamente en la memoria y los sentimientos del lector? Porque eso, y no otra cosa, es lo que hace García Márquez en este libro inolvidable.
Bueno, esto y levantar en nosotros esa nostalgia de Hispanoamérica que tenemos. Ya lo he dicho antes: mi patria no es solo España sino cualquier lugar del mundo en el que se hable la hermosa lengua de Castilla. Por eso nunca, cuando he tenido que cruzar mi trabajo con sus vidas, he sentido como extranjeros a los colombianos que conocí, o a los peruanos o los ecuatorianos que vienen a buscarse la vida en la Feria. Por eso no considero extranjero a un argentino cuando, en una mesa de un café de Úbeda, lo oigo hablar con su lengua que nos dice otras latitudes en las que un día construimos una aventura apasionante. Esta novela ha hecho que aflore esa parte de mi corazón que quisiera cruzar el océano y perderse por las plazas de Cartagena de Indias para encontrar unos ojos como los de Fermina Daza. Porque mi corazón tiene nostalgias americanas: de Cartagena, sí, pero también del malecón La Habana y la Plaza de Mayo de Buenos Aires, de La Moneda en Santiago de Chile, de las catedrales de Lima o de Bogotá o de Quito, del Zócalo mexicano, del océano rompiente en Valparaíso... Me moriré incompleto porque nunca podré saciar esta nostalgia de español errante que sólo puede ser español descubriendo a su patria en las calles y las plazas de Hispanoamérica: tal vez nunca pise las calles de Cartagena de Indias -¡qué nombre tan hermoso con tanta historia y tanta unión entre las dos orillas hispanas dentro!–, pero después de El amor en los tiempos del cólera seré ya siempre un enamorado de ella. Y en las tardes de la vida soñaré con mirar el mar desde sus plazas o desde sus balcones, y soñaré con remontar en un viejo vapor el río Grande de la Magdalena para descubrir en algún lugar de América que “la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada.”
Sea cómo fuera el caso es que la lectura de El amor en los tiempos del cólera es imprescindible: uno descubre entonces lo enormemente bella, lo enormemente triste, lo grandemente dulce y limpia que pueda ser nuestra lengua. Y al doblar la última página sólo queda volver a la primera y comenzar de nuevo, agradeciéndole a Dios que García Márquez haya existido para cruzar nuestro destino de lectores con las vidas de Fermina Daza y Florentino Ariza.
Bueno, esto y levantar en nosotros esa nostalgia de Hispanoamérica que tenemos. Ya lo he dicho antes: mi patria no es solo España sino cualquier lugar del mundo en el que se hable la hermosa lengua de Castilla. Por eso nunca, cuando he tenido que cruzar mi trabajo con sus vidas, he sentido como extranjeros a los colombianos que conocí, o a los peruanos o los ecuatorianos que vienen a buscarse la vida en la Feria. Por eso no considero extranjero a un argentino cuando, en una mesa de un café de Úbeda, lo oigo hablar con su lengua que nos dice otras latitudes en las que un día construimos una aventura apasionante. Esta novela ha hecho que aflore esa parte de mi corazón que quisiera cruzar el océano y perderse por las plazas de Cartagena de Indias para encontrar unos ojos como los de Fermina Daza. Porque mi corazón tiene nostalgias americanas: de Cartagena, sí, pero también del malecón La Habana y la Plaza de Mayo de Buenos Aires, de La Moneda en Santiago de Chile, de las catedrales de Lima o de Bogotá o de Quito, del Zócalo mexicano, del océano rompiente en Valparaíso... Me moriré incompleto porque nunca podré saciar esta nostalgia de español errante que sólo puede ser español descubriendo a su patria en las calles y las plazas de Hispanoamérica: tal vez nunca pise las calles de Cartagena de Indias -¡qué nombre tan hermoso con tanta historia y tanta unión entre las dos orillas hispanas dentro!–, pero después de El amor en los tiempos del cólera seré ya siempre un enamorado de ella. Y en las tardes de la vida soñaré con mirar el mar desde sus plazas o desde sus balcones, y soñaré con remontar en un viejo vapor el río Grande de la Magdalena para descubrir en algún lugar de América que “la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada.”
Sea cómo fuera el caso es que la lectura de El amor en los tiempos del cólera es imprescindible: uno descubre entonces lo enormemente bella, lo enormemente triste, lo grandemente dulce y limpia que pueda ser nuestra lengua. Y al doblar la última página sólo queda volver a la primera y comenzar de nuevo, agradeciéndole a Dios que García Márquez haya existido para cruzar nuestro destino de lectores con las vidas de Fermina Daza y Florentino Ariza.
Aquí, el hermoso bolero de Shakira inspirado en la historia de esta novela:
2 comentarios:
Gracias Manolo. Mañana viene el tío de Circulo de Lectores y no sabía que libro escoger. Te debo una.
Precioso libro, preciosa canción y preciosa mujer.
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