Se han apagado ya las luces patrioteras encendidas para celebrar la victoria de la selección española en la Eurocopa. No es que sea yo especialmente futbolero y, la verdad, me ha importado bastante poco que la selección ganara o perdiera el manido trofeo. Pero hubo veinticuatro horas en la que sentí cierto hormigueo que más tenía que ver con mi sentimiento de español que con la estúpida celebración de los hinchas. Desde luego, cualquier brisa que pudiera haberse levantado en mi interior la noche del domingo 29 de junio se apagó de golpe cuando, anochecido el lunes, la celebración del triunfo acabó en Madrid al grito de “¡arriba España!” y a los sones casposos de Manolo Escobar. Por los gritos y la música parecía que se estaba celebrando la Eurocopa ganada hace cuarenta y no sé cuántos años. Ya les digo que fue entonces cuando el encanto se rompió. Pero las horas anteriores me hicieron reflexionar sobre el ser patriota en España.
Ya sabemos que hasta ahora la izquierda progre y políticamente correcta ha vilipendiado el sentimiento español, como si España fuese un invento que viene de la caverna franquista y no la idea de libertad que nació en las Cortes de Cádiz y que –desde entonces– ha dejado sus mejores impulsos en un pensamiento liberal y cívico que nunca ha renunciado a su profundísima españolidad: la mejor España desemboca siempre en el patriotismo civil que anhela la justicia y la libertad. Es cierto que el franquismo se apropió vilmente de la idea de España y de los símbolos nacionales, pero no menos cierto es que durante la Transición la izquierda renunció a ese patriotismo civil y liberal que cifró en el amor sosegado a España –un patriotismo con las zonas templadas del espíritu, que diría Azana– los más ambiciosos proyectos de reforma de nuestro país. Aquella idea patriótica sigue viva, porque hoy es imperioso reivindicar lo español como lo esencialmente progresista: cuando la ciudadela de los derechos sociales y civiles se ve asediada por los bárbaros de Bruselas y por los trogloditas de los nacionalismos periféricos (que tanto militan en el PNV como en el PSC) la idea de España vuelve a emerger como un potente faro para construir políticas de igualdad, solidaridad y justicia social.
La victoria de la selección española ha llenado de España las calles que los políticos llevan años empeñados en llenar nacionalmente de Andalucía, Cataluña o Euskal Herria. ¿Será posible que esta reivindicación de lo español, realizada principalmente por los más jóvenes, supere los estúpidos márgenes del fútbol y, como algo natural y necesario, crezca, se expanda y dé frutos? A mí me gustaría más poder celebrar que alguno de los maltratados investigadores españoles gana un Premio Nobel, pero hoy eso es pura ficción. Y sin embargo hay que ahondar en la dirección de ese patriotismo. El fútbol nos ha brindado la oportunidad de poder decir que somos españoles y que nos sentimos tales sin que los “progres” nos tachen de fascistas. Si verdaderamente el fútbol ha abierto esta vereda de lo español, tendremos que aprovechar la senda tímidamente abierta para reivindicar lo español como una idea de futuro.
Ser patriotas. He ahí un reto para los desencantados de hoy en día. Pero no ser patriotas zarzueleros y cutres, como el fin de fiesta de la selección. Hay que ser patriotas desde la reivindicación de una escuela pública digna, de una sanidad pública de calidad, de unos servicios sociales que verdaderamente atiendan las necesidades de los ciudadanos. Hay que ser patriotas que no tienen miedo de la libertad ni de la responsabilidad ni del ejercicio de la autoridad democrática. Hay que ser patriotas reclamando una redefinición de los papeles que hoy juegan las administraciones públicas. España se enfrenta a graves retos, porque es difícil encontrar una época de tan inciertos futuros como el día de hoy, y es necesario pensar sin complejos un modelo nuevo de organización territorial. Así, desde este patriotismo civil y social, desde esta concepción de lo español como una vocación de igualdad y justicia en la libertad compartida, es urgente que el Estado asuma la gestión de la educación, de la sanidad, de la política energética, de las prestaciones sociales… Las comunidades autónomas han demostrado ser, en la mayoría de los casos, virreinatos ineficaces que abundan la desigualdad entre los ciudadanos españoles: distinta educación según dónde, diferentes políticas sociales según los territorios, desigual atención sanitaria según la comunidad en que se viva. ¿Esta concepción de la ciudadanía puede ser propia de un pensamiento progresista? Instalar la vida de los españoles en una confederación de taifas choca frontalmente con la concepción que tenían Indalencio Prieto o Fernando de los Ríos de la modernización y el desarrollo del país que tanto quisieron. ¿Dónde deja el Estado de las desigualdades autonómicas los ideales de los viejos socialistas y republicanos? ¿Es que el patriotismo de Besteiro o de Prieto no es válido para, remozado y actualizado, inspirar un camino político que lleve a la plenitud republicana de los ideales de 1789? La reivindicación de la España cívica y social de ciudadanos iguales independientemente del territorio en el que vivan, abre un camino nuevo para la izquierda. Y así, adelgazar sustancialmente el poder de las comunidades autónomas es una labor fundamental para poder avanzar en la idea cívica de España: hay que fortalecer, por arriba, a la Administración Central, y, por abajo, a los ayuntamientos y diputaciones provinciales. O sea: hay que fortalecer a la Administración que garantiza la igualdad de los españoles y hay que reforzar las administraciones más cercanas a los problemas de los ciudadanos. Por ahora, el gran mérito de las Comunidades Autónomas ha sido abundar los tratos desiguales según los territorios y asfixiar económicamente a los ayuntamientos, transfiriéndole competencias y guardándose la financiación.
No sé: la victoria de la selección me llevó a releer los papeles de Antonio Machado o los discursos de Azaña. Ya sabemos que para el presidente del Gobierno la política no es más que el discurso dentro del juego de la democracia y que no son necesarios valores externos que sostengan la acción política. Siendo todo cuestión de discurso, hasta los crudos datos de la crisis son opinables para Rodríguez Zapatero. La crisis es opinable y opinable es España. Yo no quiero un patriotismo de esencias eternas en el que reconocerme: quiero ser español dentro del patriotismo opinable y laborioso, del patriotismo cívico y convencido de lo público, del patriotismo reformista y sereno, pero del patriotismo que sí necesita amarres externos para poder decir que no somos españoles porque Franco lo quisiera sino porque esta nación tiene una nómina gloriosa de hombres justos que dedicaron sus impulsos mejores a construir una España más limpia, más alta y más fuerte. En definitiva, un país habitable de ciudadanos libres, ilustrados e iguales. Y lo progresista sigue siendo defender ese proyecto: urge, pues, reivindicar a España desde la izquierda.
(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén y Almería, el 7 de julio de 2008)
Ya sabemos que hasta ahora la izquierda progre y políticamente correcta ha vilipendiado el sentimiento español, como si España fuese un invento que viene de la caverna franquista y no la idea de libertad que nació en las Cortes de Cádiz y que –desde entonces– ha dejado sus mejores impulsos en un pensamiento liberal y cívico que nunca ha renunciado a su profundísima españolidad: la mejor España desemboca siempre en el patriotismo civil que anhela la justicia y la libertad. Es cierto que el franquismo se apropió vilmente de la idea de España y de los símbolos nacionales, pero no menos cierto es que durante la Transición la izquierda renunció a ese patriotismo civil y liberal que cifró en el amor sosegado a España –un patriotismo con las zonas templadas del espíritu, que diría Azana– los más ambiciosos proyectos de reforma de nuestro país. Aquella idea patriótica sigue viva, porque hoy es imperioso reivindicar lo español como lo esencialmente progresista: cuando la ciudadela de los derechos sociales y civiles se ve asediada por los bárbaros de Bruselas y por los trogloditas de los nacionalismos periféricos (que tanto militan en el PNV como en el PSC) la idea de España vuelve a emerger como un potente faro para construir políticas de igualdad, solidaridad y justicia social.
La victoria de la selección española ha llenado de España las calles que los políticos llevan años empeñados en llenar nacionalmente de Andalucía, Cataluña o Euskal Herria. ¿Será posible que esta reivindicación de lo español, realizada principalmente por los más jóvenes, supere los estúpidos márgenes del fútbol y, como algo natural y necesario, crezca, se expanda y dé frutos? A mí me gustaría más poder celebrar que alguno de los maltratados investigadores españoles gana un Premio Nobel, pero hoy eso es pura ficción. Y sin embargo hay que ahondar en la dirección de ese patriotismo. El fútbol nos ha brindado la oportunidad de poder decir que somos españoles y que nos sentimos tales sin que los “progres” nos tachen de fascistas. Si verdaderamente el fútbol ha abierto esta vereda de lo español, tendremos que aprovechar la senda tímidamente abierta para reivindicar lo español como una idea de futuro.
Ser patriotas. He ahí un reto para los desencantados de hoy en día. Pero no ser patriotas zarzueleros y cutres, como el fin de fiesta de la selección. Hay que ser patriotas desde la reivindicación de una escuela pública digna, de una sanidad pública de calidad, de unos servicios sociales que verdaderamente atiendan las necesidades de los ciudadanos. Hay que ser patriotas que no tienen miedo de la libertad ni de la responsabilidad ni del ejercicio de la autoridad democrática. Hay que ser patriotas reclamando una redefinición de los papeles que hoy juegan las administraciones públicas. España se enfrenta a graves retos, porque es difícil encontrar una época de tan inciertos futuros como el día de hoy, y es necesario pensar sin complejos un modelo nuevo de organización territorial. Así, desde este patriotismo civil y social, desde esta concepción de lo español como una vocación de igualdad y justicia en la libertad compartida, es urgente que el Estado asuma la gestión de la educación, de la sanidad, de la política energética, de las prestaciones sociales… Las comunidades autónomas han demostrado ser, en la mayoría de los casos, virreinatos ineficaces que abundan la desigualdad entre los ciudadanos españoles: distinta educación según dónde, diferentes políticas sociales según los territorios, desigual atención sanitaria según la comunidad en que se viva. ¿Esta concepción de la ciudadanía puede ser propia de un pensamiento progresista? Instalar la vida de los españoles en una confederación de taifas choca frontalmente con la concepción que tenían Indalencio Prieto o Fernando de los Ríos de la modernización y el desarrollo del país que tanto quisieron. ¿Dónde deja el Estado de las desigualdades autonómicas los ideales de los viejos socialistas y republicanos? ¿Es que el patriotismo de Besteiro o de Prieto no es válido para, remozado y actualizado, inspirar un camino político que lleve a la plenitud republicana de los ideales de 1789? La reivindicación de la España cívica y social de ciudadanos iguales independientemente del territorio en el que vivan, abre un camino nuevo para la izquierda. Y así, adelgazar sustancialmente el poder de las comunidades autónomas es una labor fundamental para poder avanzar en la idea cívica de España: hay que fortalecer, por arriba, a la Administración Central, y, por abajo, a los ayuntamientos y diputaciones provinciales. O sea: hay que fortalecer a la Administración que garantiza la igualdad de los españoles y hay que reforzar las administraciones más cercanas a los problemas de los ciudadanos. Por ahora, el gran mérito de las Comunidades Autónomas ha sido abundar los tratos desiguales según los territorios y asfixiar económicamente a los ayuntamientos, transfiriéndole competencias y guardándose la financiación.
No sé: la victoria de la selección me llevó a releer los papeles de Antonio Machado o los discursos de Azaña. Ya sabemos que para el presidente del Gobierno la política no es más que el discurso dentro del juego de la democracia y que no son necesarios valores externos que sostengan la acción política. Siendo todo cuestión de discurso, hasta los crudos datos de la crisis son opinables para Rodríguez Zapatero. La crisis es opinable y opinable es España. Yo no quiero un patriotismo de esencias eternas en el que reconocerme: quiero ser español dentro del patriotismo opinable y laborioso, del patriotismo cívico y convencido de lo público, del patriotismo reformista y sereno, pero del patriotismo que sí necesita amarres externos para poder decir que no somos españoles porque Franco lo quisiera sino porque esta nación tiene una nómina gloriosa de hombres justos que dedicaron sus impulsos mejores a construir una España más limpia, más alta y más fuerte. En definitiva, un país habitable de ciudadanos libres, ilustrados e iguales. Y lo progresista sigue siendo defender ese proyecto: urge, pues, reivindicar a España desde la izquierda.
(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén y Almería, el 7 de julio de 2008)
2 comentarios:
Desde que supe de tu existencia (allá por la “exaltación” de la S.S., y mas aún tras el conocimiento de tu ascendencia), vengo leyéndote y tratando de conocer tu pensamiento…
…pero te confieso que me “desconciertas” (será que aún no te conozco lo suficiente, o lo que es más probable: que no tengo capacidad de juicio para tus escritos.
Hasta lograrlo, seguiré leyendo otro camino y alabando cortésmente tu pluma.
Un saludo cordial
Querido Vicente.
He procurado siempre pensar por mí mismo y que mis ideas sean mías después de haber pensado mucho en ellas. No creo que se puedan tener ideas o sentimientos o pensamientos en el vacío (entonces son otra cosa, pero no ideas ni sentimientos ni pensamientos), pero tampoco se pueden tener sobre un solo soporte: mis ideas tienen muchos y diferentes cimientos, y algunos serían contradictorios si yo no procurará integrarlos armónicamente, sin que nadie me diga si puedo o no pensar determinadas cosas. No me gusta que nadie me diga qué, cómo y cuándo tengo que pensar las cosas, ni que me sellen para ser de tal o cual (yo soy mío, y bastante tengo).
Y si a esto le sumas que a veces las multitudes de mi yo no se ponen de acuerdo entre ellas, pues normal que te hagas un lío. Yo soy muchos yos, que parece que es mejor manera de vivir en libertad que teniendo una sola idea, firme, inamobible. Soy muchas cosas, pero no sé ser de otra manera.
Saludos y es un placer verte por aquí, de verdad.
(PD. Supongo que no te he aclarado nada tus dudas. Lo siento)
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