viernes, 4 de julio de 2008

VACACIONES



La crisis, como todo en este mundo, es clasista: beneficia a los ricos, pero se junta con las criaturas menos pudientes para dejarlas sin vacaciones en este verano que disparará los precios y la calor. Y es que la crisis ha montado sus campamentos frente a los pisos hipotecados y los sueldos de los que sólo tienen la nómina para sobrevivir, a ver si se rinden ante el asedio que ha cortado las provisiones de esperanza. Lo que no hemos podido leer –ni en este periódico ni en ninguno– es que la crisis haya reducido las vacaciones de políticos y banqueros o haya anegado los puertos deportivos y los campos de golf, retaguardias de los poderosos desde las que no cesan de llegar al frente divisiones de desilusión y apreturas, para ver si de una vez arrían su estandarte los ciudadanos.

En medio del caos que la crisis provoca en los proyectos de las personas normales, no será menor la frustración que el verano traerá cuando deje a muchos sin vacaciones, lo que aventura un septiembre deprimido. Y es que la sociedad consumista ha impuesto también un modelo de vacaciones de obligado cumplimiento: el que se queda sin vacaciones es un bicho raro y nadie, claro, quiere que el vecino lo mire por encima del hombro cuando vuelva de la playa harto de sol y de gambas descongeladas.

Yo fui niño en una familia numerosa y trabajadora, lo que ofrece la ventaja de que uno no se frustra si no hay veraneo en un hotel de cuatro estrellas. Entonces el verano eran días largos que discurrían plenos de felicidad entre libros y juegos en la calle o en un campamento a las orillas del Atlántico. No había jacuzzi, pero estaban siempre disponibles la alberca blanqueada y fresca y los murciélagos que queríamos cazar cada anochecer para verlos fumar, algo que nunca conseguimos pero que tampoco nos deprimió porque no teníamos psicólogo de cabecera que alertara del peligro que supone que los niños descubran que no todo puede tenerse en esta vida. Hace veinte años los niños todavía podíamos ser felices con lo poco que se necesita para tejer la verdadera felicidad de las personas: esperar el nacimiento de los pollos observando atentos como la gallina incuba los huevos; montar una cabaña con sacos de papel; hacer silbatos con huesos de albaricoque; cazar avispas y huir ante las libélulas o escarbar en un hormiguero con la esperanza de encontrar el premio de la hormiga reina, que suponíamos del tamaño de una naranja. Ahora los niños necesitan rellenar sus vacaciones con hoteles, mcdonals y videoconsolas: los preparamos para vivir una vida en la que no importa lo necesario sino la urgencia banal de los bienes efímeros que la televisión nos mete a presión por los ojos. Nos da miedo que nuestros hijos sueñen y que se caigan de los sueños, no sea que se rompa su verano de porcelana. Pero no es posible vivir otra vida que la del caído que a cada instante se levanta. Porque vivir es luchar y solo la muerte –que nunca está en crisis– ofrece eternas vacaciones.

(Publicado en Diario IDEAL el 3 de julio de 2008)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buenas Manolo:

Que veranos me cuentas, que recuerdos, mira que vamos para viejos. Que veranos en La Barrosa, inolvidables y por muchos años que pasa, llegan estas fechas y me siguen viniendo al recuerdo.

Me hace reflexionar tu artículo. Ahora soy padre y todo se ve desde otro prisma. Ahora entiendes muchas de las cosas que me decían mis padres y no les encontraba lógica. Ahora tengo otros miedos y te puedo asegurar que la educación de mi hijo es la más grande que tengo, quitando las enfermedades. Que sociedad les estamos dejando.

No me enrrollo más que no tengo tanto don de palabra. Un saludo.

Monte.