La historia de Europa habría sido muy otra si, en el momento oportuno, Chamberlain hubiera comprendido que en ocasiones dialogar es ya bendecir a los bárbaros: el primer ministro británico no se plantó ante Hitler y anduvo conversando y negociando y entregándole Austria o la democracia española o los Sudetes, pesando que así se aplacaría la implacable fiera. Y aunque Chamberlain es uno de los más grandes estúpidos de la historia humana, su ejemplo ha dejado una enseñanza: con las cosas de comer no se juega y hay ocasiones en que no romper la baraja lo convierte a uno en cómplice de la barbarie.
Esto viene a cuento de la ciega posición que la izquierda europea está tomando con respecto a asuntos tan graves como la jornada laboral de 65 horas o la “flexiseguridad”. Como la izquierda no sabe qué hacer con el tema de la igualdad y de la justicia social, cifra toda su acción en el discurso políticamente correcto y huero por tanto: hay que hablar mucho y no decir nada para que no se descubra que el emperador está desnudo. La derecha –los laboristas británicos también son la derecha– se sabe fuerte y no ceja en sus ataques a la sociedad del bienestar: la izquierda en lugar de plantarse y decir claramente que con esa Europa no jugamos, pues se pone a negociar, a convencer, a aplacar, a contemporizar. Pero, ay, el capitalismo es como un toro que le ha cogido la medida a la izquierda sin izquierda, y sabe que los “no” de la izquierda son flor de un día: cuando la izquierda sale a la plaza, los derechos sociales ya tienen la cornada dada.
Lo hemos visto en el último gran congreso de la izquierda “española”: cosmética postmoderna a espuertas para dejar claro que debajo no hay rostro alguno. Precisamente “en estos tiempos/ triviales como un baile de disfraces” es más necesario que nunca que la izquierda tenga un rostro –para partírselo por los humildes y los trabajadores y las familias– porque el rostro es el reflejo del alma: el rimel progre –que no progresista– de lo políticamente correcto lo único que hace es convencer a los ciegos que no ven que detrás de la máscara está el vacío. Ya les digo que esta oquedad la hemos visto hace unos días: aborto, eutanasia, leña a la Iglesia, federalismo… pero ni una palabra para dejar claro que la socialdemocracia está aquí y que no pasarán ni en 65 horas ni en 65 años, porque se cede un derecho social y después van a por otro y luego se desmoronan todos.
Hoy la izquierda puede ser más progre y más molona y más sonriente y más feliz que nunca, pero no es más socialista. Porque mirar hacia la izquierda sigue siendo mirar a la calle –que se ahoga en la crisis pese a los optimismos presidenciales– y sigue siendo hablar de justicia social y de igualdad y de libertad. Y sigue siendo hablar de escuela y sanidad públicas y de prestaciones sociales y de pensiones (sí, también de esas pensiones para las viudas del mañana que hoy tienen treinta años y que el ministro Corbacho ya ha puesto en el punto de mira). En definitiva, izquierda sigue siendo hablar de reparto de la riqueza y es más de izquierdas mirar a los socialdemócratas suecos que a los laboratorios lingüísticos.
Esta izquierda de diseño y cirugía estética adora el discurso y cree que todo puede arreglarse sin necesidad de sentarse un día en las escalinatas de la historia y decir no, simplemente no. Se tenía que haber dicho no a la directiva europea de retorno de emigrantes, porque es una norma fascista: la izquierda no tendría ni que haber negociado en este asunto, pero la izquierda no se ha leído la crónica de los primeros meses nazis y no sabe lo que vota o vota sabiéndolo, y eso es peor. A Rodríguez Zapatero la norma le parece “un avance progresista”. Claro, la directiva de Bruselas es tan progresista como Guantánamo y resultará que los equivocados son el puñado de socialdemócratas españoles y jacobinos que, con Borrell a la cabeza, votaron contra la norma de Bruselas.
La izquierda está vacía y, como vive encantada por los juegos de palabras, se derrite ante la flexiseguridad, que viene a machacar a los trabajadores. La izquierda no comprende esto porque ya no tiene valores desde los que mirar la realidad. Como la realidad se otea desde el apaño estético y el diseño guay, a nuestra izquierda lo de la flexiseguridad le parece una idea estupenda, y dice que hay que negociar para pulirla: el concepto no es malo pero hay que recortarle algunos flecos. A mí, por el contrario, me parece que no hay nada que negociar con una palabrota derechona que traducida resulta “te doy la flexibilidad de que trabajes las 65 horas cómo tú quieras y si te niegas ten la seguridad de que acabas en la puta calle”.
Pero tranquilos, que nadie se quite el glamour progre y congresual al leer esto: tal vez sea yo el que esté fuera del nuevo tiempo de la izquierda, y puede que mis diccionarios ideológicos estén estancados en Prieto, de los Ríos, Jaurés, Olof Palme, Allende o el mismo Borrell. Lo que no sé es si quiero actualizar el listado con nuevos nombres: me basta con releer y repensar los discursos que hablan de libertad y justicia social.
(Publicado en Diario IDEAL el 18 de julio de 2008)
Esto viene a cuento de la ciega posición que la izquierda europea está tomando con respecto a asuntos tan graves como la jornada laboral de 65 horas o la “flexiseguridad”. Como la izquierda no sabe qué hacer con el tema de la igualdad y de la justicia social, cifra toda su acción en el discurso políticamente correcto y huero por tanto: hay que hablar mucho y no decir nada para que no se descubra que el emperador está desnudo. La derecha –los laboristas británicos también son la derecha– se sabe fuerte y no ceja en sus ataques a la sociedad del bienestar: la izquierda en lugar de plantarse y decir claramente que con esa Europa no jugamos, pues se pone a negociar, a convencer, a aplacar, a contemporizar. Pero, ay, el capitalismo es como un toro que le ha cogido la medida a la izquierda sin izquierda, y sabe que los “no” de la izquierda son flor de un día: cuando la izquierda sale a la plaza, los derechos sociales ya tienen la cornada dada.
Lo hemos visto en el último gran congreso de la izquierda “española”: cosmética postmoderna a espuertas para dejar claro que debajo no hay rostro alguno. Precisamente “en estos tiempos/ triviales como un baile de disfraces” es más necesario que nunca que la izquierda tenga un rostro –para partírselo por los humildes y los trabajadores y las familias– porque el rostro es el reflejo del alma: el rimel progre –que no progresista– de lo políticamente correcto lo único que hace es convencer a los ciegos que no ven que detrás de la máscara está el vacío. Ya les digo que esta oquedad la hemos visto hace unos días: aborto, eutanasia, leña a la Iglesia, federalismo… pero ni una palabra para dejar claro que la socialdemocracia está aquí y que no pasarán ni en 65 horas ni en 65 años, porque se cede un derecho social y después van a por otro y luego se desmoronan todos.
Hoy la izquierda puede ser más progre y más molona y más sonriente y más feliz que nunca, pero no es más socialista. Porque mirar hacia la izquierda sigue siendo mirar a la calle –que se ahoga en la crisis pese a los optimismos presidenciales– y sigue siendo hablar de justicia social y de igualdad y de libertad. Y sigue siendo hablar de escuela y sanidad públicas y de prestaciones sociales y de pensiones (sí, también de esas pensiones para las viudas del mañana que hoy tienen treinta años y que el ministro Corbacho ya ha puesto en el punto de mira). En definitiva, izquierda sigue siendo hablar de reparto de la riqueza y es más de izquierdas mirar a los socialdemócratas suecos que a los laboratorios lingüísticos.
Esta izquierda de diseño y cirugía estética adora el discurso y cree que todo puede arreglarse sin necesidad de sentarse un día en las escalinatas de la historia y decir no, simplemente no. Se tenía que haber dicho no a la directiva europea de retorno de emigrantes, porque es una norma fascista: la izquierda no tendría ni que haber negociado en este asunto, pero la izquierda no se ha leído la crónica de los primeros meses nazis y no sabe lo que vota o vota sabiéndolo, y eso es peor. A Rodríguez Zapatero la norma le parece “un avance progresista”. Claro, la directiva de Bruselas es tan progresista como Guantánamo y resultará que los equivocados son el puñado de socialdemócratas españoles y jacobinos que, con Borrell a la cabeza, votaron contra la norma de Bruselas.
La izquierda está vacía y, como vive encantada por los juegos de palabras, se derrite ante la flexiseguridad, que viene a machacar a los trabajadores. La izquierda no comprende esto porque ya no tiene valores desde los que mirar la realidad. Como la realidad se otea desde el apaño estético y el diseño guay, a nuestra izquierda lo de la flexiseguridad le parece una idea estupenda, y dice que hay que negociar para pulirla: el concepto no es malo pero hay que recortarle algunos flecos. A mí, por el contrario, me parece que no hay nada que negociar con una palabrota derechona que traducida resulta “te doy la flexibilidad de que trabajes las 65 horas cómo tú quieras y si te niegas ten la seguridad de que acabas en la puta calle”.
Pero tranquilos, que nadie se quite el glamour progre y congresual al leer esto: tal vez sea yo el que esté fuera del nuevo tiempo de la izquierda, y puede que mis diccionarios ideológicos estén estancados en Prieto, de los Ríos, Jaurés, Olof Palme, Allende o el mismo Borrell. Lo que no sé es si quiero actualizar el listado con nuevos nombres: me basta con releer y repensar los discursos que hablan de libertad y justicia social.
(Publicado en Diario IDEAL el 18 de julio de 2008)
1 comentario:
Juan Clemente es un buen ejemplo de esta izquierda que no tiene valores y que no le importan los derechos de los trabajadores, y quiere suprimirlos. Excelente reflexión en este artículo sobre la crisis de la izquierda que sirve mucho para el caso de Úbeda.
Un compañero.
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