viernes, 18 de julio de 2008

QUERER PAN



El relato sobrecoge por lo cercano: Primo Levi y la noche anterior al traslado a Auschwitz de los judíos italianos. No puedo imaginarme rapado y tatuado y esperando ante la cámara de gas, pero sí puedo reconocerme en las madres que preparan la cena para sus hijos aún sabiendo el viaje terrible que les espera. Incluso en las puertas de la muerte, la vida se empeña en seguir viviendo y el hombre que sabe que va a morir sólo piensa en la vida, con un nudo en el alma.

Soy incapaz de ponerme en la piel de los que viajaron en trenes de ganado: se bajaron en los andenes de Auschwitz y no pudieron despedirse de los seres que amaban y se desnudaron y fueron gaseados y quemados. Pero tampoco puedo imaginarme en la costa de Marruecos esperando la noche y el cayuco, la tierra prometida. No puedo imaginarme despidiéndome de mi mujer o del hijo que viene de camino o de mis padres, ni me veo recorriendo rumbo al norte desiertos y selvas, casi desnudo, sin poder beber a manos llenas el agua que tanto quiero. ¿Cómo sería yo en medio del mar y con la piel quemada, desesperado? No puedo verme en las calles de un país que me mira como a un animal exótico, oliendo mal, sudado y sin poder ducharme, con hambre y sin dinero. Yo no puedo imaginarme poniendo un giro con unos cuantos euros para que mi mujer compre leche, ni levantándome al amanecer para ir a los olivares con un mendrugo de pan en una bolsa, viajando de pueblo en pueblo como los proscritos, pordioseando un puesto en una cuadrilla de esclavos a las órdenes de agricultores limpios y sin escrúpulos. Sencillamente yo no puedo imaginarme como actor de ese drama inmenso que es la inmigración: tanto sufrimiento me desborda. Por eso, mirar la espuma del mar en las noches del verano me provoca un temor y subleva una oración, como si mis silencios frente al océano pudieran mantener a flote los cayucos y las esperanzas de los que nada tienen.

Llegaron agotados y casi desnudos y rotos. Vinieron y les dimos los trabajos que no queríamos. Ahora nos sobran. En Italia ha vuelto el fascismo y hasta los niños gitanos serán marcados, para que nunca abandonen los campamentos que se incendian al anochecer de la democracia. En Bruselas, por ahora, se conforman con convertir Europa en un gigantesco Guantánamo en el que los emigrantes pasarán dieciocho meses cuando el mar nos los entregue. Vinieron sin nada y pensaron que les agradeceríamos su trabajo mal pagado: pero nos sobran. Lo progresista es darles una patada para que se vayan a sus países y adviertan a los que esperan en África o en las tierras hermanas de América que no los queremos, que los marcaremos con estrellas amarillas, que los vamos a tratar como apestados. Para que les digan a los hambrientos que si vienen, los esperan Berlusconi y el Parlamento Europeo para sellarlos y encerrarlos y tratarlos peor que a delincuentes.

¿Qué cuál es su delito? Tener hambre y rebelarse contra la muerte lenta, querer pan y agua y una escuela para sus hijos, tener dignidad.

(Publicado en Diario IDEAL el 17 de julio de 2008)

2 comentarios:

Juan Carlos Guijarro dijo...

Una tremenda y real comparación la que haces Manolo, Auschwitz y el Estrecho. ¡Qué lástima ver a esos niños!, niños que parecen haber nacido para penar en la vida...

Mi pregunta siempre es la misma, ¿el ciudadano de "a pie" puede hacer algo? ¿O sólo nos podemos resignar a eso?, la lástima...

Un abrazo

Antonio M. Medina Gómez dijo...

El otro día, pisando la frontera entre el mar y la tierra miraba al mar y no se me iba de la mente, lo que tu dices, las pateras, los cayucos, la inmigración. Ese día había fuerte oleaje y sentí mucho miedo las veces que me introduje algún que otro metro prohibido, cerrándo fuerte los ojos y rezando una oración por los que en ese momento estuvieran surcando el mar, en busca de "una vida mejor", en busca de una tregua en su vida. Pero qué tregua, amigo Manolo, si cuando salí del agua me los encontré, a aquellos que se han jugado la vida cruzando la estrecha franja de la muerte, navegando contra el calor y la arena, cargados de arena y sal, andando sobre la playa y luchando contra las olas de una sociedad en la que son extraños, moribundos, sin personalidad, mendigando una limosna o una sonrisa. Miré al mar y miré la playa... Manolo, qué estrecho es más peligroso. En los cayucos mantienen su identidad, cuando llegan aquí la pierden: ¿esto es un hombre?

Saludos.