lunes, 31 de diciembre de 2012

SER MEJORES





¿Qué anida en el corazón de esas personas que son perfectamente capaces de desear feliz Navidad mientras rebajan el sueldo de sus empleados sin haberse planteado ellos reducir sus beneficios, o los despiden sin pensar en sus niños, o firman órdenes de desahucio, o creen que es suficiente con comprar un kilo de garbanzos para «los pobres», por Navidad, mientras recuentan sus millones? Aunque parezca sencillo, no lo es adentrarse en el corazón de la hipocresía, porque por más que se adornen con guirnaldas de colores y flores de Pascua y misas del Gallo, las entrañas de la hipocresía son oscuras, no tienen caminos, no están cartografiadas por ningún mapa de los sentimientos. Por eso espanta tanto asomarse al corazón de estas personas en las que rostro parece transfigurarse con la llegada de la Navidad y comprobar que está negro, como podrido, por eso indigna constatar que en ese corazón atiborrado de palabras altisonantes y creencias sin sustancia nada realmente humano se ocupa porque ningún sufrimiento ni ninguna esperanza lo preocupa. Son corazones vacíos. En las bocas de estos hombres y estas mujeres que tienen el poder de crear dolores y destruir ilusiones, el deseo de una feliz Navidad es una simple catarata de palabras hueras que en nada trascienden: la feliz Navidad de tantos nace ya muerta y se agota en sus labios.

Y sin embargo y por suerte son más los otros. Los que pueden que no crean ni en dioses ni en milagros, los que están desengañados y cansados, los afligidos. Ese ejército de los humildes que se conmueven ante el despliegue de ternura y nostalgias que la Navidad trae de la mano para entregárselo a los hombres de buena voluntad; los que sienten como en su interior nace un ansia por tender la mano y por renunciar a un poco de lo poco que se tiene para hacer posible un mundo mejor, un mundo nuevo que puede que solo dure unos días, tal vez unas horas. El gran misterio de la Navidad es ese afán por ser mejores que despierta en el fondo de la carne agobiada por facturas, hipotecas, trabajos, obligaciones sociales, paros y escaseces. Llega la Navidad y nos desnuda de los aderezos de lo cotidiano para revestirnos con una especie de nueva piel en la que se transfigura el simple deseo de ser mejores, porque vivimos tan agobiados de esta vida postiza que necesitamos este reclamo de autenticidad que en el fondo es la Navidad: por la Navidad sabemos que vivimos una vida que no es nuestra vida y por la Navidad entendemos que queremos vivir nuestra vida, la vida desnuda y generosa, la vida que es mejor si nosotros somos mejores.

Puede que el llamamiento de la Navidad nos encandile durante unas horas y que luego, cuando se hayan apagado los ecos de los villancicos y el camión de la basura haya recogido los papeles de los regalos, se apaguen esas brasas inocentes que florecieron en la Nochebuena. Pero si esas ascuas pudieron vibrar atizadas por la brisa de las eternidades significa que no todo está perdido y que algún día, un viento fuerte, un aire húmedo de sentimientos, puede convertirlas en llamarada: quien una Navidad siente el deseo de ser mejor está ya íntimamente preparado para poder ser mejor, para que el deseo de la voluntad se transforme en obras, en hechos, en gestos. Quien guarda en el fondo de su ser los rescoldos del misterio no puede apagarse del todo en medio de la tormenta de la vida porque quien ardió de ternura y recuerdos ante el secreto íntimo de la Navidad arderá ya para siempre en esa vocación de transformar el mundo.

La Navidad nos convoca a la luz y a la altura. La Navidad nos convoca a ser nosotros mismos, porque somos seres hechos de alturas y de luz, no de angustias y traiciones. La Navidad nos convoca a ser mejores porque es mejor ser buenos: ese el misterio que nace cada año en la noche infinita de la Navidad.

(IDEAL, 28 de diciembre de 2012)

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