NOCHEBUENA.— María tiene una sonrisa que no puede borrarse de su cara y unos ojos marrones y grandes que parecen un anuncio de bombones. José se enamoró de ella sobre todo por los ojos, porque pensaba que era imposible naufragar en la vida si la primera ventana a la que uno podía asomarse al despertar eran los ojos sin fondo de María. Cuando los dos perdieron sus trabajos y su casa y se vieron sin nada en la calle, fueron esos ojos los que lo salvaron, porque en ellos veía un futuro o, al menos, algo que se le parece mucho. Gracias a los ojos de María construyeron una casita casi chabola en un descampado de las afueras de la ciudad, junto a inmenso sauce llorón que en diciembre tiene unas ramas infinitas y desnudas que siempre están cubiertas por la escarcha. Gracias a los ojos de María acogieron un ternero que alguien había dejado abandonado junto al sauce y a un burro lleno de magulladuras, y les construyeron un establo pequeño y pintado de azul junto a su casa. El ternero resultó ser macho y no servía para dar leche y aún así lo querían con devoción porque tenía unos ojos lánguidos, como una tarde frente al mar, como los de María; al burro lo utilizaron para ir por los pueblecitos de alrededor vendiendo los juguetes de madera que construía José y los broches de fieltro con mil formas diferentes que María hacía en las largas noches sin televisor.
Una noche de finales de marzo, con la primavera recién estrenada y con las ramas del llorón cuajadas de yemas verdes y de pájaros, María se quedó embarazada. Se lo dijo a José mientras le calentaba el café y a punto estuvo él de atragantarse con la magdalena. Aquella mañana, los ojos de María brillaban con una luz distinta y José supo que en el fondo de aquella luz había un milagro, tal vez una promesa, algo desconocido y lleno de ternura. Muy pocos días después, el embarazo de María comenzó a complicarse y tuvo que guardar reposo absoluto. No pudo seguir haciendo muñequitos de fieltro y no podía acompañar a José, montada sobre el burro de terciopelo canela, por los pueblos. Pero, feliz, porque en ella la felicidad era un estado constitutivo, se pasaba los largos días del verano sentada en la puerta de su casa, echando maíz y cáscaras de melón y sandía cortadas en pedazos minúsculos a las gallinas, contemplando los olivos, la tierra áspera de los campos recién segados, el ciprés en toda su plenitud de hojas colgantes y de cantos de gorriones.
Les costó mucho vender el ternero y el burro, porque sabían que los dos acabarían en un matadero, convertidos en filetes y en despojos, pero no tuvieron más remedio porque las medicinas de María costaban caras. Cuando el marchante de ganado puso el fajo de billetes sobre las manos de José, él no pudo evitar las lágrimas. Pero sintió detrás los ojos de María, entornados no para ocultar la tristeza sino para cobijar el futuro, y entendió que la vida es así, cruda y desagradecida, y que ellos no podían cambiarla, tal vez ni siquiera comprenderla. Se trataba, tan solo, de poder vivirla, con esa naturalidad desprendida con la que los ojos de María nombraban todas las cosas del mundo con tan solo mirarlas. Y con ese amargo convencimiento fueron pasando para José las lunas del otoño y los días cortos de diciembre, hasta que la noche del 24 María se puso de parto.
José, torpe y nervioso, descubrió que no tenían dinero para pagar una clínica y le aterraba pensar que María tendría que parir en la chabola. Pero los ojos de María lo invitaron a no tener miedo, a tener confianza. Le dijo, cogiendo su mano y calmándolo como se calma a un niño, que buscase a Melchor y a Gaspar, dos amigos, enfermeros, que trabajaban en un hospital de la beneficencia por sueldos ridículos. José y María habían sido sus padrinos de boda, y ella sabía que con su ayuda bastaría para que el niño naciera bien. «Búscalos, José, el niño esperará hasta que ellos vengan, no desesperes... ¡y quítate esa cara de pasmarote, que me dan más dolores de solo verte!». Y José, al atardecer, salió disparado a buscarlos: no estaban en su casa, ni en el pub en el que solían tomar café. Ya de noche llegó al pequeño hospital en el que trabajaban y el celador que había en la puerta le dijo que habían salido a atender a un enfermo de cáncer que se estaba muriendo. José se deslizó sobre los azulejos viejos y limpios, y en el suelo se lo encontró Baltasar.
Baltasar había llegado hacía muchos años desde algún país de África. Había cruzado el mar en una barca de plástico, había sobrevivido a un naufragio y había logrado salvar el título de médico que traía envuelto en un tubo de aluminio. Nadie lo quiso cuando llegó y se dedicó a trabajar en ese hospital humilde, casi sin recursos, en el que se atendía a los desahuciados y a los enfermos crónicos, a los que no podían pagar sus quimioterapias y sólo les quedaba el consuelo de morir sin dolor.
—¿Qué te ocurre, José? —la voz de Baltasar era húmeda, rica, llena de nieblas y de soles. Baltasar había visitado a María durante todo el otoño, acompañando siempre a Melchor y Gaspar y a José le encantaba oírlo hablar con su mujer de recetas con productos humildes que se podían coger en el campo, los dos sentados en la puerta al sol de la atardecida, charlando como dos amigos que se conocen desde siempre.
José le contó desesperado lo que pasaba y sin darle tiempo a suplicarle que fuese con él para ayudar a parir a María, Baltasar lo cogió de la mano y lo levantó, le dijo al celador a donde iba para que le diese aviso a los dos enfermeros y se marchó caminando deprisa, en medio de la ventisca que atizaba en el filo de la medianoche, hacia la casucha de José. Y allí —Melchor y Gaspar habían llegado justo cuando el niño asomaba su cabeza por entre los muslos poderosos de su madre—, mientras el gallo desafiaba a la nieve y al viento con su grito orgulloso, nació un niño al que pusieron por nombre Jesús.
NAVIDAD.— El día de Navidad, María resplandecía en su cama blanca. José nunca le había visto los ojos tan grandes ni tan brillantes. Tenía hambre y desayunó unos picatostes con chocolate que les habían traído Melchor, Gaspar y Baltasar. Se habían ido los tres ya tarde, después de recoger y limpiar todo lo que el parto había ensuciado, después de besar a la madre y al niño y de tapar con una manta a un José que se había quedado dormido, de puro cansancio y pura felicidad, en el sillón desvencijado de la chabola. Y habían acudido temprano, acompañados por un puñado de amigos que llegaron para felicitar a los padres y contemplar la inocencia feliz del niño. Sabían que José y María estaban casi sin nada y trajeron pañales, leche y biberones para Jesús. José y María, cogidos de la mano, lloraron de emoción; el niño, simplemente de hambre.
LOS INOCENTES.— María estaba aquella mañana sola en la casa. Había vuelto a hacer figuritas de fieltro, y ahora, sin ella saber por qué, sus manos sólo sabían hacer niños sobre margaritas, pájaros rompiendo el cascarón y panes adornados con rebanadas de queso. Estaba descansando mientras amamantaba a Jesús cuando irrumpieron en su salón los policías y el juez, con sus uniformes y su toga de raso brillante.
—Han levantado su casa de manera ilegal y sobre un terreno que no les pertenece. —El juez tenía una voz afilada, como de navaja recién comprada; los policías la miraban con una mezcla torpe de deseo y de asco—. Aquí tiene la orden del ayuntamiento para destruir esta mierda de casa, que yo no sé cómo pueden criar aquí a un niño. Aquí tiene la orden del juzgado para que abandonen este terreno que pertenece al banco. Aquí tiene la citación para el juicio; acudan con abogado y procurador. Firme los tres papeles encima del nombre de su marido. —Uno de los policías, al acercarle los documentos, intentó tocarle el pezón, pero ella le apartó la mano dulcemente, sin aspereza, mientras lo miraba con una mirada que él nunca había visto antes y que lo dejó temblando en un sentimiento desconocido que no sabía si era vergüenza
—No voy a firmar. Esta casa y este terreno no son míos ni de mi marido, son de mi hijo. En ellos nació, en ellos come y duerme, en ellos toma el sol y escucha como cantan los pájaros.
El juez la miró con asco y tiró los papeles dentro de la cuna que José había hecho para Jesús.
—Da igual, si no quieren por las buenas, tendrán que ser por las malas. Puta escoria...
María le contó esto a José y tuvo que abrir sus ojos más que nunca para que en ellos cupiese todo el miedo del humilde carpintero de juguetes. «No estaremos solos», le dijo mientras secaba sus lágrimas. Y al tercer día, una multitud de hombres y mujeres de buena voluntad se agolpaban en las puertas de la casa de la humilde familia para impedir que los echaran.
Lejos de aquellos gritos y de aquella rabia y de aquella esperanza, en el fondo amoquetado de su despacho, el presidente del banco descolgó el teléfono y marcó el número directo del ministro.
—Ministro, no podemos tolerar lo que está sucediendo en esa chabola dichosa. Me dice el director de mi oficina que hoy había congregadas miles de personas con sus hijos pequeños, utilizándolos como escudos humanos... sí, sin duda... una gentuza sin escrúpulos... sí, utilizar a sus hijos para eso es de no tener vergüenza... sí, que sí, pero que me deje hablar... verá, el caso es que esto no para de salir en todas las televisiones y me temo que el caso acabe afectándonos en las cotizaciones en bolsa... sí, claro, una solución rápida... sí, yo tengo pensado algo, efectivo, claro, como el corte de un bisturí... claro, lo mejor es mandar un pelotón de guardias o de soldados y ordenarles que disparen... evidentemente lo mejor es disparar contra los niños... está claro que en cuanto los padres vean a quince o veinte de esas criaturas zarrapastrosas muertas se acojonarán y dejarán de dar por culo y nosotros podremos ocupar nuestro terreno... claro que el derecho de propiedad es sagrado, ministro, y que todo el mundo entenderá su orden de hacer que se respete nuestro derecho y al final, cuando construyamos allí el prostíbulo y el casino y creemos puestos de trabajo nadie se acordará de los muertos ni mucho menos de esa familia de los cojones... eso es extraordinario, hablar con el fiscal general y con el presidente del consejo general del poder judicial para que dicten autos diciendo que no se aprecia vulneración de derechos constitucionales en la operación policial es una idea extraordinaria... claro que con esa seguridad la policía trabajará más a gusto y por supuesto que nosotros libraremos una partida extraordinaria para darles una gratificación a los agentes, faltaría más... es que no hay otra manera de que una sociedad funcione si no es restableciendo el orden y cooperando nosotros y ustedes, todos al servicio del interés general, como siempre ha sido... no tienes que agradecerme nada, ministro, soy yo el que en nombre de mis accionistas tengo que darte las gracias por esa lección de patriotismo que vas a dar en las próximas horas... sí, un beso también para tu mujer y tus hijos...
Y los policías dispararon durante toda la tarde, sin descanso, llenando y vaciando el cargador con la monotonía de los que no tienen prisa por cumplir una orden certera. «Disparen contra los niños».
Por la noche, todo el descampado estaba lleno de padres y madres y abuelos que lloraban sin consuelo. Los cadáveres de los niños parecían flores tronchadas sobre los charcos de sangre congelada. Los policías acechaban hoscos, fríos. El secretario judicial, a voz en grito, ordenaba despejar el descampado porque si no la policía tendría que actuar no con la blandura hasta ahora demostrada sino con verdadera contundencia. Los padres recogieron los cadáveres de sus hijos, los liaron en mantas, en tocas de lana, y se fueron marchando lentamente, arrastrando los pies, masticando su deseo de revancha, sus ganas de desquite.
NOCHE DE REYES.— Dentro de la chabola José recogía lo poco que les habían dejado. Les habían dado media hora para marcharse. En la puerta los esperaban Melchor, Gaspar y Baltasar. Habían traído un pequeño ataúd blanco.
María metió dentro a Jesús, le limpió el cuajarón de sangre negra de la nariz, la leche reseca de la boca a medio abrir. Le cerró los ojos ya turbios por la muerte. Le ató sus patucos de lana. Lo tapó con una manta y se abrazó a José: no había nada dentro de los ojos de su mujer, eran todo superficie barrida por el viento de la noche oscura.
—Hará frío en el fondo de la tierra... es invierno, siempre es invierno, José, siempre es invierno.
(UBEDA IDE@L, Núm. 14, diciembre de 2012)
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