Cuentan sus biógrafos que gustaba San Juan de la Cruz de embelesarse contemplando la belleza del universo y de sus criaturas: estando en El Calvario —en la sierra de Segura— sale fray Juan con sus frailes al campo y en lugar de leerles un libro les hablaba «de las maravillas de la creación, que tan espléndidas tienen ante sus ojos», dice el padre Crisógono de Jesús en su espléndida biografía del reformador del Carmelo. El olor de los campos en primavera, el canto de los pájaros o los peces de los arroyos, la inmensa oscuridad de la noche atravesada por constelaciones sin fin, el horizonte de la atardecida... todo provoca en el fraile carmelita una elevación espiritual, una especie de banquete de lo divino. Prior de conventos y rector de colegios en Alcalá de Henares o en Baeza, más debían gustar a San Juan de la Cruz —guardará siempre en el corazón su primera vocación de cartujo— los pequeños conventos de descalzos perdidos en «los valles solitarios nemorosos», esos conventos que invitaban al retiro íntimo, a la pura contemplación de lo existente, conventos rodeados de naturaleza desde los que la mirada podía internase sin atajos ni alivios por los senderos inciertos y precarios que quieren llevar a Dios. El convento de El Calvario, a poco más de dos leguas de Beas de Segura, por difícil camino; el de La Peñuela, en las faldas bellísimas de Sierra Morena; la granja de Santa Ana, regalada a los Descalzos de Baeza y situada a las orillas del Guadalimar, en el término de Castellar de Santisteban; o el convento de Los Mártires que desde el cerro de la Alhambra domina toda la Vega de Granada, tan hermosa... posiblemente en ningunos otros lugares fue Juan de Yepes tan feliz como en esos en los que bastaba con alargar la mano para tocar el misterio de la creación y para intentar saciarse de infinitudes, lugares en los que se le acrecentaba la sed de eternidades.
Dice Juan Pasquau que no se puede comprender plenamente a San Juan de la Cruz si no se parte «de un supuesto de intimismo», si «no se quiere reconocer que, dentro de cada alma, hay inmensas provincias inexploradas». Eso es lo que hace San Juan cuando se recluye en lo profundo del paisaje: explorarse por dentro, transitar los recovecos íntimos de su alma atravesada de ansias y de dudas, de albores radiantes —amaneceres como de verano— y de noches oscuras espesas, impenetrables. Todo, en San Juan de la Cruz, conduce a un abundamiento interior: sabe que lo de fuera, aún necesario para vivir, es siempre accesorio y postizo y que la única verdad es la que cada hombre pueda encontrar o construir en permanente diálogo consigo mismo. La soledad —«soledad de amor herido»— no es una cobardía ni asqueamiento del mundo o un vacuo apartamiento, sino manantial de riqueza; porque sólo el solitario puede construir un lenguaje con el que hablar a Dios y comprender el misterio desgarrado de la existencia. «Quien habla solo espera / hablar a Dios un día», dice Antonio Machado en un verso lleno de evocaciones sanjuanistas.
Por eso, para leer a San Juan de la Cruz hace falta desnudarse por dentro y ponerse en manos de lo infinito, como quien se adentra en el mar o en el amor: San Juan de la Cruz habla desde una radical intimidad, sin concesiones, y hay que comprenderlo y dialogar con él desde lo profundo de cada uno de nosotros, de abismo a abismo, sin intermediarios. Porque no hay trampas en la fe «oscura y verdadera» —verdadera por oscura— del santo de Fontiveros, fe no de santos sino de hombres que «viven acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada». Sólo puede leerse a San Juan de la Cruz sin rodeos ni aparato, sin salida de emergencia, aunque duela este hombre que le habla a la herida del corazón y no a su medicina o a su consuelo. Vivir es el permanente dolor de andar buscando una alegría para que, al final —vanidad de vanidades o plenitud de plenitudes, quién lo sabe— cese todo y nos dejemos, dejando nuestro cuidado entre las azucenas olvidado.
(IDEAL, 13 de diciembre de 2012)
No hay comentarios:
Publicar un comentario