En Lorca, el destino ha ahogado, si quiera por un día, la palabrería postiza de los políticos y ha vuelto a poner sobre el tapete de nuestras vidas lo que es realmente importante. Las manos que escarbaron los escombros para rescatar a los niños; los ancianos que cogieron una manta y un transistor y se fueron a dormir a los parques como si fueran adolescentes recién enamorados; las madres que abrazaban a los hijos queriendo protegerlos del ruido y la furia del mundo; la mezcla angustiada de hombres y mujeres de todas las razas que anoche no entendieron de diferencias y que durmieron todos juntos en las calles, compartiendo el miedo; los niños que pese a todo siguen jugando como si nada hubiera pasado y los niños que nacieron mientras rugía el suelo; las familias que hoy lloran a sus muertos, que son demasiados, y las que buscan entre las ruinas las viejas fotografías; y los médicos y los militares y los bomberos y los policías y los enfermeros y todos los que se incorporaron a sus puestos con el único afán de salvar vidas. El miedo y el espanto, el llanto, la muerte, el alivio, el abrazo, el beso, la sonrisa pese a todo: eso es la vida. La vida, que sigue arañando y mordiendo para vivir también en los días grises.
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