Se realizaron los sorteos para elegir los presidentes y vocales de las mesas electorales del próximo 22 de mayo, y las oficinas del Ayuntamiento de Úbeda (supongo que en otros lugares estará sucediendo lo mismo) son un hervidero de gente que protesta por haber sido elegido y qué pregunta por las causas que pueden alegar para excusarse: son legión los que ni por asomo quieren ocupar esos cargos. La política está tan desacreditada que entre la ciudadanía está calando la idea de que el simple hecho de sentarse en una mesa electoral, acompañado de apoderados e interventores de los partidos, lo convierte a uno en cómplice o algo así de los políticos, que se han convertido, por méritos propios, en una de las principales calamidades para los españoles.
Pero mientras la gente corriente y moliente procura huir de la política y de lo que tenga que ver con ella como si se tratase de la lepra, los políticos (ciegos y sordos pero no mudos) siguen a lo suyo. Ajenos, completamente ajenos, a la realidad: que Zapatero proclame sin empacho ni rubor que “miente como un bellaco el que diga que hemos hecho (se refiere a los socialistas) recortes”, es sólo un indicador más de que o los políticos nos consideran idiotas, o no tienen ni la más remota idea del sufrimiento instalado en miles de familias, o se ha olvidado ya de la congelación de las pensiones, el recorte del salario de los funcionarios o la reforma laboral. Y eso por no hablar de los casi cinco millones de parados que suma ya el país. Por desgracia, en la otra orilla no se atisban tampoco síntomas de sensatez o de realismo, y ahí tenemos a la derecha instalada en la bronca y buscando, sin escrúpulos, sacar rédito electoral de la lucha contra ETA. Pobre país.
Antes puede que las campañas aburriesen: ahora agotan. Agotan cívicamente, y hasta lo más hondo. Es imposible mantenerse firme en las convicciones cívicas si se hace un seguimiento de la campaña electoral. Uno sólo puede confiar en cierta regeneración del sistema político, en la recuperación de la cordura y la responsabilidad por parte de los políticos, en la devolución del poder político a la ciudadanía, uno sólo puede seguir considerándose ciudadano con convencimiento, si arranca las páginas de los periódicos que hablan de mítines, si cambia de cadena en cuanto la televisión nos muestra el rostro bobalicón de un político arrojando sandeces por la boca, si apaga la radio cuando entrevistan a cualquier candidato. Son tan previsibles, producen tanto cansancio, hablan tanto de cosas que no le importan a nadie más que a ellos, amparan con tanto convencimiento a sus corruptos, que es imposible votarlos. Realmente imposible.
Y sin embargo hay que votar. Porque a lo único que no podemos renunciar es a ese derecho que tanto costó conseguir en nuestro país. Hay que votar, sí, porque se lo debemos a nuestros abuelos y a todos los que durante tantos años no pudieron hacerlo. Entiendo que cada día que pasa de campaña invita más a alejarse de las urnas, pero hay que sobreponerse a la vacuidad de los programas y los mítines y de las banderitas de plástico movidas por los leales. Pese a la campaña y pese a los políticos, hay que acudir a votar. No, desde luego, a votar con convencimiento: creo que es imposible mantener cierta decencia cívica y confiar en unas siglas políticas. Hay que votar por cabreo, contra alguien, contra todos, contra el que va en una lista y no nos gusta, cómo sea. Pero la campaña electoral, pensada para acosar y humillar y derrotar nuestra condición de ciudadanos libres, no puede hacernos renunciar a nuestro derecho a votar. No se merecen el voto, nuestro voto, pero mucho menos se merecen nuestro silencio. El 22 de mayo, mientras los políticos repiten machacones lo de la “fiesta de la democracia” (en la que ellos no creen) somos los ciudadanos los que tenemos la palabra. Que la palabra se transforme en un garrote, porque es justo y necesario.
(IDEAL, 12 de mayo de 2011)
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