viernes, 14 de noviembre de 2008

LOS DÍAS INCENDIADOS



Joseph Conrad: “Creí que era una aventura y, en realidad, era la vida.” También yo me equivoqué: creí que Granada era una aventura y cada otoño descubro que Granada era y es la vida. El otoño me trae una añoranza de las ciudades en las que viví días felices: Madrid cercado por los verdes cansados del Guadarrama, desgajando tardes mortecinas y bellas de lluvia desde los cafés o entre las estanterías de la Casa del Libro; o Segovia recostada sobre una estepa amarilla y desnuda; y Granada. Vuelvo a Granada cada día a abrevar en los recuerdos de los días primeros del curso, cuando la ciudad quedaba transfigurada por un incendio de hojas caídas, de tardes lluviosas en las que gustaba el refugio de la cafetería de la facultad para ver la lluvia mansa corriendo entre los chinos, lavando fachadas y cúpulas, empujando hacia el lecho de los charcos las hojas prendidas en la llama de noviembre.

Después del ritmo agotador del verano –el sol, el calor, la necesidad de escapar a la calle– el otoño ofrece una pausa para el alma. Una necesaria pausa: hay que remansarse en las tardes amarillas para luego crecer. Hay que coger fuerzas y recabar estímulos para que sean posibles los brotes nuevos de la vida. Pero el otoño y el invierno han perdido su buen nombre. Son estaciones que no se estilan. Y no se estilan, no se llevan, porque cuadran poco con los ritmos de esta época nuestra: ahora mola el verano.

El otoño eriza el alma de claustros y recogimientos. Y lo que asusta es el alma recogida, no sea que le dé por discurrir y transitar corredores umbrosos donde se guardan las melancolías. ¡Lejos de nosotros las melancolías! ¡Lejos de nosotros el recogimiento que invite a la reflexión! ¡Fuera lo que pueda inventar honduras y profundidades que le compliquen la existencia al espíritu! ¡Fuera también el espíritu, que estamos en la época postiza del cuerpo y la cósmetica y de lo gaseoso, que es lo progre! ¡Paso expedito a una vida sin profundidades!

No, definitivamente no se lleva el otoño porque aspiramos a convertir la vida en un permanente verano, en juego fugaz y estúpido, lleno de músicas hueras y vocingleras que impidan cualquier conversación. Conversar: he ahí lo que realmente nos aterra. No sólo conversar con los otros y descubrir que podemos estar equivocados: lo que más nos aterra es conversar con nosotros, para no ver que hay dentro de nuestra carne moribunda un lecho de hojas amarillas y de flores mustias que son los recuerdos que nos hacen, los anhelos que se derrotaron, los fracasos que hemos ido cosechando desde que nos exiliamos del cielo de Granada, los amores y los días que perdemos en cada segundo de vida. Nos da miedo escuchar una voz que nos susurre que esto de vivir no se trata de una aventura de cómic sino de la vida, en toda su dimensión. Y que la vida, ay, tiene siempre el fin triste de las hojas caídas: pudrirse sobre el suelo para alimentar las flores de la primavera. Pero carecemos de la generosidad de las hojas incendiadas por noviembre.

(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén y Granada, el 13 de noviembre de 2008)

3 comentarios:

Antonio M. Medina Gómez dijo...

Hoy no me ha hecho falta leerlo por la pantalla. Tuve la suerte, ayer, de empaparme con tu refrescante prosa mientras inspiraba el humo del café y encendía mi primer cigarro. Tras leerlo, amigo Manuel, miré a través de la transparente cristalera: vi mi reflejo. Alrededor caían miles de caducas hojas.

Excelente, como siempre. Un abrazo.

Manuel Madrid Delgado dijo...

Muchas gracias por tus halagos. A mí también me encanta ese momento de leer el periódico mientras se toma uno un café. Es, sin duda, uno de los pequeños grandes placeres de la civilización. Y ahora que abundan los bárbaros, me sigue pareciendo que las personas que en medio del ruido de las cafeterías siguen siendo capaces de recluirse en la lectura del periódico o de un libro son uno de los más dignos reductos del hombre pensante.
Saludos.

Manuel Madrid Delgado dijo...

Es cierto, no es el primer escrito en que hago alusión a Granada, y seguramente no será el último, porque en Granada se quedó lo mejor de lo que soy. Sabina dice en una hermosa canción que "no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió", y es cierto, porque lo que yo más añoro es aquel sueño que tuve en mi juventud de vivir, trabajar y envejecer en Granada, precisamente lo que no sucedió y no sucederá. Es triste, pero al final es más fácil cumplir los sueños cuando uno se muere, porque entonces tal vez pueda encontrar un rincón de tierra en esa ciudad a la que tanto le debo. Saludos.