“No está el patio para fiestas” es uno de los argumentos manidos que se utilizan para justificar los recortes, a nivel general, tanto en cultura como en festejos. Repiten el argumento personas que de buena fe creen que no puede dedicarse a la fiesta un espacio en el calendario mientras el país se desangra con el paro, la exclusión social, la humillación de los humildes, la depresión económica o el saqueo del Estado del Bienestar en beneficio de los bancos. Pero es también el argumento repetido –con intención ideológica– por quienes saben que privando a la gente del sentido lúdico de la existencia que les ofrece una feria, una verbena o una fiesta cualquiera, se acrecienta el estado de postración moral y de temor que les permite a ellos acelerar el ritmo de destrucción de los derechos. “¿Cómo vamos a gastarnos dinero en conciertos, en teatro, en títeres o en verbenas, cuando hay tantas familias en paro?”, repiten con insistencia los mismos que ideológicamente justifican el recorte de las ayudas a esas familias en paro, que utilizan como excusa para recortar también en el ocio y en la cultura.
Es cierto que hemos vivido años de auténtico despilfarro en materia de cultura y de fiestas. Cualquier cantante de media cuarta cobraba una millonada por berrear en lo alto del escenario, y los ayuntamientos pagaban esa cantidad desorbitada con tal de “quedar bien” ante sus ciudadanos. Pero no menos cierto es que la feria o la cultura no tienen porque gestionarse desde el despilfarro y que, más allá del valor moral que en sí mismo poseen, pueden ser un elemento que estimule una economía muy decaída. El ministro de Educación ha justificado los recortes en cultura –que acabarán traduciéndose en la desaparición de orquestas, coros, bibliotecas, publicaciones, compañías de teatro, escuelas de danza y ese largo etcétera que compone un tejido cultural construido con mucho esfuerzo y que había puesto a España en un lugar puntero de Europa en materia cultural–, ha justificado los recortes en cultura, digo, alegando que la cultura es “un entretenimiento”. Y como no está la cosa para entretenerse, pues se justifica el recorte. Por suerte, el ministro en eso, como en todo, no lleva razón: la cultura, que nos divierte y nos entretiene, también nos ahonda como personas, nos hace crecer, nos hace sentir y elevarnos, nos hace pensar. Tal vez por eso le resulte molesta.
Pero es que aunque el ministro Wert llevase razón –que no la lleva–, es que aunque la cultura fuera un mero entretenimiento, habría que seguir apostando por ella: ahora más que nunca. Porque ahora más que nunca es cuando una sociedad casi sin esperanza necesita algo que le zarandee el espíritu, que la anime a echarse a la calle formando una colectividad consciente de todos los lazos que la unen. Nos lo decía el gran Juan Pasquau en su Pregón de la Feria de Úbeda de 1975: nos decía que los cohetes y los gigantes y las campanas y los ruidos del Ferial “están aquí para eso: para darnos esperanza, para quitarnos miedo, para decirnos a voces «¡Eh, que sois personas!».” Lleva razón Juan Pasquau: por eso es necesaria la fiesta, para eso es necesaria la feria, con sus ruidos y sus carruseles, con su dispendio y sus luces, con sus títeres y su teatro, con sus orquestas y sus copas, con su baile y con sus amoríos de una noche: para que podamos sentirnos personas, miembros de una comunidad, y para que respaldados por esa comunidad podamos sabernos fuertes. La fiesta humaniza, la feria, nos humaniza. El hombre es un animal político, un animal que habla, un animal que sabe que se va a morir… pero el hombre es sobre todo un animal que celebra, que festeja, que se reúne para eso, para derrochar la vida y sus dones sin más pretensión que la de “pasarlo bien”.
La celebración es tan antigua como la propia humanidad y es uno de los elementos que la definen. No hay una sola cultura en la que no haya rastro de fiestas y de ferias, de ese derroche de energía que en última instancia es la creación cultural. Los hombres de las cavernas vivían zarandeados por el hielo y en la más absoluta precariedad, y sin embargo encontraban tiempo para pintar bisontes ocres en las rocas o para elaborar collares y a buen seguro danzaban y cantaban alrededor del fuego en las noches cortas del verano. La fiesta y la cultura son elementos que vertebran las sociedades humanas desde siempre, que catalizan sus alegrías y también sus sufrimientos. Por eso, el 22 de diciembre de 1914 el director de la Opéra Comique de París contaba en los pasillos de la Cámara de Diputados como cada noche se agotaban las entradas y más de 1.500 personas se quedaban en las puertas del teatro sin poder entrar. Eran tiempos duros, durísimos: los padres, los hijos, los hermanos, los novios, los esposos, morían a millares en medio del fango y del hielo en las trincheras de Francia. ¿Quién acudía, en una situación de absoluto abatimiento como ese, al teatro? Acudían mayoritariamente mujeres de luto. “Vienen para llorar. Sólo la música mitiga y alivia su dolor”, dice el director del teatro. La cultura como bálsamo, la fiesta como elemento humanizador para hacer que cicatricen las heridas.
Durante el durísimo y brutal asedio nazi a Leningrado la cultura y la fiesta que hoy se denigran volvieron a convertirse en una tabla de salvación. “En las infernales condiciones del asedio que aislaba a los habitantes de Leningrado y los dejó a su suerte, la cultura se convirtió en un salvavidas. Tocó a la gente en lo más hondo y al hacerlo se convirtió en una poderosa fuente de afirmación”, dice Michel Jones. La gente se moría de hambre, literalmente, pero no dejaba de ir a las exposiciones de pintura, al teatro y al ballet. Y cuando la noche del 9 de agosto de 1942 la Filarmónica de Leningrado estrenó la “7ª Sinfonía” de Dmitry Shostakovich –que pudo oírse en toda la ciudad por la radio y por altavoces instalados en las principales calles– algo se transformó en el corazón de la ciudad sitiada. El director de Filarmónica en aquella noche mágica, Kart Eliasberg, dijo que la música permitió que la ciudad se reencontrará con su humanidad: “Y en aquel momento triunfamos sobre la desalmada máquina de guerra nazi.”
Seguramente en 1914 y en 1942 también había quienes decían que no era el momento de conciertos, de teatros o de verbenas. Y sin embargo, en situaciones límite, fue el “derroche” moral y económico de la cultura lo que salvó a esas sociedades del suicido espiritual. Porque al final es eso lo que no podemos consentir: que la crisis nos prive del sentido de la humanidad. Y sólo podemos ser humanos si seguimos conservando la razón y la necesidad de la celebración. De la celebración y de la cultura, que no son derroche –no es verdad que sean derroche o gasto inútil: hay que repetirlo una y mil veces– y que sólo tienen que recortarse cuando se han recortado otros muchos gastos realmente inútiles (la lista es casi interminable). ¿Qué es en realidad lo que pretenden los que defienden la poda económica de la feria y de la cultura y de los que piden acabar con ella “mientras dure la crisis”? Temen eso: que la feria nos permita reconocernos como personas y nos haga descubrir la fuerza que tenemos. Porque como dijo Juan Pasquau tenemos que “empeñarnos en reír juntos, a todos juntos, cinco minutos seguidos”. A ver si es que hay quienes quieren que sólo lloremos y por eso les estorban la feria y la cultura. A ver si es que la risa colectiva va a ser un gesto realmente revolucionario.
(IDE@L ÚBEDA, septiembre 2012)
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