Pese a la mayoría reabsoluta de Galicia, si yo fuese Mariano Rajoy hoy lo que estaría no es contento sino realmente acojonado. No ya porque Merkel haya estrechado el cerco sobre el pescuezo de España de cara a la petición de un rescate que nos aboca al abismo y a la suspensión de pagos; tampoco porque en el País Vasco se haya consolidado un poder nacionalista que dentro de muy poco acabará traducido en otro pulso independentista que sumar al que abiertamente plantea ya un amplio sector de la sociedad catalana. Lo que haría que no me llegase la camisa al pellejo es el desplome del PSOE: tal y como los políticos de la II Restauración Borbónica entienden la democracia (un mercadeo de puestos y sillones entre los grandes partidos) el PSOE es una pieza fundamental para la estabilidad de ese sistema. Pero el PSOE comienza a perder fuelle de forma alarmante y su hemorragia de apoyo social es constante. ¿Qué supone esto para Rajoy? Supone que enfrente no va a tener un partido sólido y con opciones de poder gobernar el país o con el que poder afrontar grandes pactos de Estado, sino un partido en caída libre. Y la caída del PSOE se traduce en algo que el Partido Popular teme desde el fondo de sus genes: un aumento de los partidos nacionalistas y de los situados a la izquierda de los socialistas y la pérdida de una vía de canalización del malestar social que, así, sólo tendrá en las calles y plazas un foro en el que expresar su rabia. Tiene Rajoy motivos para abandonar la sonrisa bobalicona con la que responde a todos los reveses con que le responde su errática gestión como Presidente, porque enfrente no tiene el futuro sino un agujero negro hacia el que caminamos irremediablemente.
Y, si fuese militante del PSOE, tendría motivos para comenzar a preguntarme, pero a preguntarme en serio, qué le pasa a mi partido. Aunque la respuesta tampoco está tan escondida: lo que ocurre es que no quieren encontrarla, porque la verdad duele. Y la verdad es que el PSOE se ha convertido en un partido inane, sin ideología, en el que todo cabe y todo sirve. Se podía ser consejero socialista en Cataluña aunque se fuese un declarado independentista lo mismo que podía ser concejal de personal de un Ayuntamiento un tipo que día sí día también salía despotricando de los empleados municipales. Los últimos años han hecho del PSOE un partido en el que las palabras proclamaban algo —que finalmente resultaba ser el vacío mental y moral más espantoso— y los gestos y las acciones de sus gobernantes hacían lo contrario. ¿Se hablaba de apoyo a la cultura? Y ahí tenían a sus concejales de hacienda recortando en música, en teatro o en jazz, algo que si hubieran hecho los populares hubiesen criticado como lavanderas picadas por un abejorro. ¿Proclamaban su apuesta por una economía que no fuese la del ladrillo? Pues ahí tenemos las imágenes de ZP, montado sobre la burbuja inmobiliaria, dando lecciones de superávit de las cuentas públicas nada menos que a Alemania.
El gran problema del PSOE es su incapacidad para escuchar, para entender. Se hundieron en las elecciones del pasado noviembre pero no han entendido lo que los españoles progresistas les quisieron decir. Y siguen los mismos culos sentados en los mismos o parecidos sillones: anoche, cuando oía decir que estaba acompañando a los socialistas gallegos nada menos que Gaspar Zarrías, no sabía si estábamos en 2012 o en pleno apogeo del PSOE andaluz para el que todos los tejemanejes estaban justificados. El PSOE no ha entendido nada: no se trata de Rubalcaba o de la Chacón, porque los dos son exactamente lo mismo, o Chacón incluso peor, porque es militante de un partido que ni siquiera sabe si quiere la independencia de Cataluña y porque es el ejemplar perfecto para representar la inanidad ideológica que ZP supuso para los socialistas; no se trata de esta cara o de aquella, no. Se trata de renovarse de arriba abajo, desde las agrupaciones locales hasta la dirección nacional. Se trata de apartar definitivamente de “las listas” y de los alrededores del poder los que con sus comportamientos y sus ejemplos hacían lo contrario que se supone tiene que hacer un socialista —¡¡¡cuántos ejemplos se me vienen a la cabeza, y qué cercanos!!!—. Se trata de eso: de volverse como un calcetín para volver a tener sentido, algún sentido, para volver a tener mensaje, algún mensaje, para volver a tener coherencia, alguna coherencia.
(La despreocupación de Rajoy me preocupa como ciudadano, porque al fin y al cabo ese sujeto es el Presidente del Gobierno; la despreocupación de los militantes socialistas me preocupa como persona, porque tengo muchos amigos que, ilusos, siguen pensando que el PSOE es un partido progresista y socialdemócrata.)
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