La Zaranda y Eusebio Calonge han dado forma con su magisterio escénico a la más pura expresión del dramatismo hispánico: no hay en el teatro español un binomio que haya podido dar forma teatral al ideal de lo puramente ibérico, de lo racialmente apegado a la tierra y al sentimiento trágico del pueblo español, siempre burlado por el destino. En el teatro de La Zaranda —elevado a la categoría de arte supremo por los textos mágicos, maravillosos de Calonge y por el trabajo insuperable de su director y sus actores— late un no sé qué de exaltación barroca, un lirismo incontenible de la miseria y la tragedia que siempre acechan nuestra historia: han demostrado que en medio de la basura pueden florecer las amapolas, amapolas tristes y fugaces pero bellas mientras tiemblan en el aire pálido de la tarde. Incluso cuando arrancan la sonrisa del público, se queda éste con la impresión de que una profunda tristeza se ha adueñado de todos los resortes de su ser: la risa que provoca La Zaranda es una risa atravesada de parte a parte por la certeza de la miseria humana y cuando termina la función y se apagan los aplausos y el escenario se queda vacío, el corazón se siente amarrado a la butaca, atado por un atavismo ineludible, por una nostalgia de la felicidad, como si La Zaranda lo que nos hubiese enseñado es precisamente ese abismo que se abre en el fondo de nuestro ser y que nada ni nadie pueden llenar y del que brota toda la tragedia que somos, toda nuestra sed, toda el ansia de nuestro espíritu. Porque La Zaranda hace lo que nadie hace en el teatro: hablar del espíritu y para el espíritu y por eso las obras de La Zaranda están impregnadas de un sentimiento sacral: transforman el recinto en un lugar sobrenatural, como si los gestos y las voces tristes de Paco de La Zaranda y Gaspar Campuzano y Enrique Bustos estuviesen insuflando vida a los personajes más feos, a los más grotescos de la tradición cultural hispánica. Atrapados por la maquinaria teatral de La Zaranda, uno tiene la impresión de haberse perdido en una sala de museo en la que, de pronto, comienzan a hablar y cantar y gemir y reír y llorar los bufones de Velázquez y las pinturas negras de Goya, los mascarones y los toreros y los penitentes y las mujeres ajadas de Gutiérrez Solana.
Cuesta mucho expresar con palabras —porque las palabras no pueden delimitar el perfil exacto de la emoción más honda— lo que se siente delante de La Zaranda. Es como si se paralizara la posibilidad de expresión y todo tuviese que concentrarse en digerir tanta belleza. El teatro de La Zaranda es un teatro que se puede oler y masticar, que se puede tocar, un teatro que se pinta con el trazo grueso de la pintura tenebrista: sus personajes grotescos, que son una fábula de lo que cada uno de nosotros somos, necesitan de ese feísmo estético para resaltar aún más la profundidad y la belleza de los textos de Calonge, para con esa contradicción lanzando su proclama poética al patio de butacas poder arrojarnos apresarnos en un teatro indefinible, único. La función de La Zaranda es, siempre, una obra de arte que nace, crece y muere delante de nuestros ojos —¡qué instantes eternos en los que nos parece ver sobre el escenario un cuadro de Caravaggio!—, y por eso es única, irrepetible: cuando desaparezca La Zaranda nadie nunca podrá representar esas obras sobrecogedoras de Eugenio Calonge, lo mismo que nadie ha puede escribir los esperpentos de Valle ni ha podido pintar la sordidez de los lienzos de Ribera o de Valdés Leal, a los que tanto debe La Zaranda, que hace poesía de los utensilios más feos y ya desahuciados. La genialidad es irrepetible: quien ahora se pierda el teatro de La Zaranda se habrá perdido un arte conmovedor y efímero, eterno e imprescindible, que cuando hace que vibren sobre el escenario las marchas de la Semana Santa de la Baja Andalucía desarme cualquier resistencia que se pudiese estar oponiendo a tanta belleza, a tanto mensaje. En ese momento, cautivo y desarmado, uno se sabe, ya para siempre, miembro de la iglesia universal de La Zaranda, hereje en ese teatro que es toda la vida, una fábula de toda nuestra vida como personas y como españoles, una metáfora de nuestro fracaso.
(IDEAL, 25 de octubre de 2012)
(Pintura original de Manuel Martín Morgado)
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