El día de San Francisco pone una nota de melancolía en la Feria de Úbeda: desde la atalaya de este día se contempla el horizonte entero de la Feria que se escapa entre los dedos, y todo invita a reflexionar sobre la fugacidad de lo existente. “Una Feria más”, contabilizarán los optimistas; “una Feria menos”, pensarán los que saben que estamos hechos con la materia de los sueños y que vamos pasando como pasan las ferias, como pasan las risas, como pasan las lágrimas.
Por San Francisco es como si la alegría de las multitudes que llenan el recinto ferial fuese ya consciente de la fragilidad de la felicidad, de la prontitud con la que pasa todo lo que es. Cada año, el día de San Francisco dibuja en el mapa de la ciudad una sonrisa escéptica de añoranza. Toda la efervescencia que la ciudad ha desplegado, exultante y vitalista, desde la tarde del 28 de septiembre se condensa en palideces de despedida en la tarde del día de San Francisco: se doblan por última vez los capotes en la plaza de toros y se limpia la postrera sangre de los toros sacrificados, apuran los niños las vueltas de los carruseles y los adultos el vino de Cariñena, compran los viejos el turrón y las almendras garrapiñadas que masticarán pacientemente hasta que —por Todos los Santos— llegue el momento de las castañas asadas, y las familias se congregan por última vez en los veladores de las churrerías de Torreperogil, los guiñoles ya descansan juntamente con las risas que provocaron en los niños en sus maletas de cartón. Y descubrimos que los carteles del teatro y de los conciertos se han marchitado de repente sobre las paredes y se amontonan en las aceras como un desconchón caduco de lo que fue útil y ya no lo es. Y cuando el olor a pólvora de los fuegos artificiales se eleva sobre las casetas del ferial y sobre las luces de colores —hasta perderse en la inmensidad negra de la negra de octubre— una especie de tristeza, una sensación de vacío inexpresable, se apodera de todas las calles y de las plazas de la ciudad: en ese momento el pregón de la Feria ha perdido su vigencia, ha caducado su convocatoria a la felicidad colectiva y a la ciudadanía de la alegría; y el espíritu centenario de la Feria de Úbeda —en el que se acurrucan cuarenta, cincuenta generaciones de ubetenses— espera con sosiego a que llegue el día en que otra pluma escriba sobre el folio en blanco de la vida colectiva qué y cómo será la Feria del año siguiente, la Feria nueva que echará de menos a los que ya no estén y recibirá con sus cohetes y sus gigantes y sus cabezudos a los que acaben de incorporarse a la lucha de la vida.
El bullicio de los días de Feria nos regalaba la ficción de que todavía era posible la alegría del verano: ahora, cuando en la noche de San Francisco se apagan las luces del ferial y se recogen las casetas y se desmontan los tiovivos y la noria y los escalectrix, ahora es cuando la ciudad descubre que las hojas de los árboles han comenzado a ponerse amarillas y que el fresco que se había combatido con un jersey ligero o con una copa de más en las madrugadas de la Feria, ha venido para quedarse y que ha llegado el momento de ir preparando los braseros y las faldillas; ahora, en esta noche en que se abandona el ferial con cansancio, es cuando Úbeda descubre que está ya presa del otoño y que el ritmo de la vida continúa sin paréntesis ni interrupciones, sin citas excepcionales, sin sobresaltos. La noche de San Francisco devuelve a Úbeda la rutina de lo cotidiano y la certeza de que cuando llegue otra vez el 28 de septiembre y la Feria irrumpa sin pedir permiso, como siempre ha hecho, todos tendremos más arrugas en la cara y más melancolías en el corazón.
(IDEAL, 4 de octubre de 2012)
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