domingo, 14 de octubre de 2012

LA LENGUA EN PEDAZOS




Teresa está sentada. En el teatro resuena sólo el golpe monótono del cuchillo cuando cae sobre la mesa tras haber partido la cebolla. Entra en la cocina un oficial de la Inquisición: viene a juzgar la obra que Teresa de Jesús ha principiado al abandonar el monasterio de la Encarnación para fundar el de San José —cuna de la reforma carmelitana—, viene a cortar de raíz la protesta espiritual del recién nacido Carmen Descalzo. Habla el Inquisidor y Teresa se encoge con temor, que está arrugada incluso cuando se pone de pie con su pobre indumentaria de monja que rechaza la vida lujosa de las carmelitas calzadas. Se le nota a Teresa el miedo en la voz, vacilante: sabe que el Inquisidor tiene poder suficiente para enviarla al potro de tortura y a la hoguera si se niega a volver a la obediencia del Carmen Calzado.

Y sin embargo la voz trémula de Teresa va rompiendo poco a poco el discurso pétreo con el que el Inquisidor quiere acorralarla para que renuncie a su proyecto. Más aún: el Inquisidor quiere doblegarla, partirla, vencerla, porque intuye en Teresa una amenaza terrible para el poder establecido, para la religión cosificada y ritualizada que reduce la fe a mercadeo de almas. Pero Teresa se revuelve: su voz es la de una mujer que conoce el duro papel que obliga el mundo a representar a las mujeres y que, sin embargo, no se resiste a aceptar ese sometimiento ni esa humillación. La carne de Teresa tiene miedo y tiembla, pero su voz suena pura, decidida. “A poco que hagamos las mujeres, se juzga exceso lo que hagamos”, dice Teresa cuando el fuego que abrasa su interior ha consumido todos los argumentos del Inquisidor. “Nos tiene el mundo acorraladas, mariposas cargadas de cadenas” recita Teresa cuando las palabras sin alma del Inquisidor no han bastado para doblegar su voluntad radicalmente libre, que sólo el tormento y la muerte podrían apagar ese ansia de elevación. Pero el Inquisidor no está dispuesto a llegar tan lejos: él es un hombre de seguridades, un puro de certezas inquebrantables capaz de hundir el mundo si así lo manda la ortodoxia, él cree que el sufrimiento se justifica si redime; pero él no va a llevar a Teresa a la hoguera, porque cree que su locura espiritual es ya una condena y que poco a poco se irá quedando sola en su Carmen Descalzo. Al final de la obra, el Inquisidor piensa que su decisión —dejar a Teresa sola con su “pequeño Dios”, para que sola muera— es un castigo terrible contra la monja rebelde, pero la única realidad es que Teresa y su espíritu indomable han vencido al Inquisidor.

Este es el argumento de La lengua en pedazos, una obra de Juan Mayorga que representó en Úbeda el 1 de octubre, con una interpretación sobrecogedora de Clara Sanchís y de Pedro Miguel Martínez.. Ha escrito Mayorga un texto bellísimo, que destila clasicismo y amor por la lengua y que contiene un mensaje demoledor, incómodo para los que nunca se cuestionan nada, un mensaje urgente y actual. La lengua en pedazos es una obra de temática religiosa, un intento de renovación eclesial —“la Iglesia ha de ser casa de iguales”—, un intento de hacernos ver que el único Dios verdadero es el que, estando entre pucheros, se enreda en la maquinaria de nuestra vida cotidiana y se nos hace cercano al corazón, un Dios pequeño que entiende las palabras pequeñas de nuestro día a día. Pero la obra de Mayorga es sobre todo un pregón de humanidad, una reivindicación del papel transformador de la mujer, una proclama a favor del derecho a dudar y del derecho a ser libres y a luchar por un mundo hecho a imagen de los justos. La lengua en pedazos sirve para estos tiempos negros en los que hay que defender el pan y la alegría de la furia de los inquisidores: “La lengua está en pedazos y es sólo el amor el que habla”. Es Teresa, que se dirige a nosotros, que estamos hechos pedazos, y se nos pone como ejemplo para que no escuchemos los cantos de sirena del poder, porque vivimos un tiempo en que “se llama desorden a lo que es espíritu”.

(IDEAL, 12 de octubre de 2012)

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