Cada vez estoy más convencido de que el pacto de la Transición se aceptó como un mal menor por parte de una sociedad que deseaba más que fraguar un proyecto común y compartido, poder vivir en paz y tirar para adelante, simplemente. En lugar de construir algo que sumara se optó por montar un tenderete que no restara. Al menos yo lo he vivido así desde que comencé a madurar política y cívicamente: aquella Constitución a la que mis padres le dieron el “sí” cuando a mí me faltaba un mes para cumplir tres años, no era la mejor Constitución del mundo (en realidad hay páginas enteras que son un chapuz monumental) pero al menos había permitido una etapa de paz y prosperidad para este país, y en cualquier caso era reformable y mejorable, y su sustento ideológico ayudaba no tanto a sentirse cómodo dentro de ella como a no sentirse incómodo. Con la monarquía de Juan Carlos de Borbón pues me ocurría algo similar: vistos los nombres que podían haberse aupado a la presidencia de una República (los Aznar y los ZP, las Aguirres y las Pajines), a muchos republicanos se nos hacía soportable un jefe del estado que aportaba estabilidad a un país inestable y que vendía bien la marca “España” en el resto del mundo.
Sin embargo, y creo que ya lo he escrito alguna otra vez, la crisis puede que en España se acreciente tanto que se convierta en general. Un país en el que realmente no existe conciencia nacional ni espíritu colectivo, donde no se le hace remilgos a dejar en la cuneta a los más débiles, un país así puede sostenerse en una ficción asumida por todos si las cosas van bien. Pero cuando hablamos de cinco millones de parados y creciendo, de millones de españoles sin ingresos en sus hogares, de una inmensidad de jóvenes sin futuro, hablamos de rabia y descontento, de ganas de desquitarse. Una sociedad así, tan arrojada en manos de la desesperación, carece de capacidad para construir pero tiene un potencial de destrucción inmenso: si de la rabia puede nacer algo, tiene que ser siempre previo pago de los escombros. Se ha planteado una salida a la crisis que deja el camino cuajado de cadáveres sociales, de desheredados, de expulsados: es fácil oír, en medio de esa situación, el siseo de las costuras que se rompen, el estrépito de la confianza que se resquebraja y del consentimiento a las instituciones que se desmorona.
Yo no voté la Constitución de 1978, pero la he sentido como mía, como propia, hasta antesdeayer. Como socialdemócrata y como heredero de los hombres del liberalismo español, me resultaba fácil reconocer en ella muchos de los valores en los que creo. Sin embargo, desde que en septiembre se la violó con un principio neoliberal completamente ajeno a todo el constitucionalismo europeo de la postguerra, tengo el convencimiento de que esa no es mi Constitución y de que nadie puede exigirme lealtad espiritual, cívica, para con ella. Entiendo que para muchos españoles el cambio constitucional de septiembre de 2011 nos liberó de obligaciones éticas para con el régimen de 1978, y trabajar para superarlo, desde dentro de la propia legalidad, es ya algo necesario y legítimo.
Esa sensación, todavía muy difusa, de que hay algo que se ha roto se extiende también a la monarquía. Si los escándalos de los familiares de los Borbones hubieran sucedido hace cinco, seis años, en plena orgía del derroche, tal vez le hubieran sido perdonados por una sociedad indolente desde el punto de vista cívico y democrático. Sin embargo, al estallar ahora van a acabar transformándose en un movimiento no tanto republicano cuanto antimonárquico, porque España es el país “anti” por antonomasia, porque somos la nación en la que siempre nos definimos contra algo: aquí no hay católicos sino “anti ateos” o “anti liberales”, aquí no hay laicos sino “anti católicos”, por ejemplo. A Juan Carlos, lo del Iñaki éste le ha llegado en el peor momento: había construido su reinado sobre la ficción de que él siempre había estado al lado del pueblo español (lo que hacía muy difícil que las opciones republicanas llegaran a cuajar) y cuando cada vez más españoles se preguntaban que dónde estaba “su rey” mientras los bárbaros sitiaban y tomaban al asalto el bienestar tan duramente conseguido, la única respuesta parece ser que estaba más ocupado en ocultar los desmanes de su yerno que en asegurar la existencia de un Felipe VI.
El agujero que la crisis ha abierto debajo de nuestros pies puede que no sólo se trague nuestro bienestar y el futuro de nuestros hijos. Una mañana como la de este día, en Jaca y a estas horas, unos capitanes rompían con una monarquía desacreditada y agotada. Hoy, también en los periódicos y en los corrillos y en los foros hay un ruido como de costuras que se rompen, que puede ser un runrún republicano o un coro antimonárquico. Hay un ruido como de algo que amanece y que ojalá fuese una claridad.
1 comentario:
Así sea.
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