viernes, 23 de diciembre de 2011

RESTAURAR LA NAVIDAD





La Navidad se acerca vacía de contenido: cuando el medio se convierte en fin, la fiesta desarbola todos sus significados. Y eso ha ocurrido con la Navidad: que ya nada celebramos, que nada se eleva sobre las luces, los regalos, la lotería y las cenas opulentas, y que todo eso se ha transformado en un fin en sí mismo. La celebración del nacimiento del Sol o de Cristo impregnaba la Navidad con el magnetismo de lo trascendente, con el soplo del misterio; pero hemos cambiado el guión y hoy lo numinoso es una excusa barata para justificar el despilfarro superlativo de una fiesta que atosiga al alma y agota moralmente: ¿por qué reunirse el 24 de diciembre y no el 27 de abril, por qué regalar el 6 de enero y no el 9 de noviembre? Nada bendice la cena o el regalo, nada le da significado: es como un banquete de bodas en el que no hay novios ni rito ni boda ni nada. Por eso el despliegue de platos sofisticados y de regalos incontables, genera angustia. La Navidad está vacía de contenido: y sin embargo no hay otra celebración en la que resulte tan fácil la restauración.

La Navidad no está hecha para el consumo sino para la esperanza: la esperanza pagana de los días que arañan segundos a las densas noches invernales; y también la esperanza cristiana, esa trascendencia de la felicidad tan necesaria contra este imperio de los avarientos. Los libros de los profetas están plagados de invectivas contra los ricos y los poderosos, que personifican el mal: Amós denuncia a los que oprimen a los pobres y quebrantan a los menesterosos. De pobres y menesterosos —pastores y lavanderas, el herrero, el molinero...— llenamos nuestros «nacimientos». No es algo gratuito, pues hacia su angustia apunta la luz que nace del fondo de la cueva de Belén: «Os ha nacido un Salvador», les dice el ángel posado en la rama yerta de encina, a la vera de las ascuas que esperan al viento. Y da fe que los pastores se creen la Buena Nueva, el hecho de que se levantan y cargan los corderos sobre los hombros para ofrecérselos al Dios Bebé, y movilizan con este gesto a todas las figuras del belén: a los magos que regalan la risa de los niños y a los huérfanos y viudas que quieren consuelo de su miseria y a la adúltera que quiere perdón y a los ciegos que anhelan ver y al tullido que desea poder andar. En medio de esa felicidad que destilan todas las figuras —su cara de barro es la de los pobres y los menesterosos: la de todos nosotros— qué extraños nos resultan el templo y el castillo, Herodes y los romanos, qué ajeno su torvo gesto a todo el bullicio de la liberación que asciende desde las casas de escayola y las montañas de corteza de olivo, desde el serrín y el río de papel de plata.

Por el profeta Jeremías comprendemos que la Navidad está hecha para los que esperan un Dios que sea «escondedero contra el viento y refugio contra el turbión; arroyo de aguas en tierras de sequedad y sombra de gran peñasco en tierra calurosa». He ahí, claro, la Navidad hecha para la alegría y el consuelo, la Navidad como alternativa a la ideología que nos reduce a cifras de un trágico balance. Una Navidad así —acogedora, cálida: hogar y refugio— nos regala la felicidad íntima e irresistible que merece la pena contagiar y vivirse con los otros, que no provoca hastío sino que irradia ilusión y ensancha horizontes. A los no creyentes que se sienten tocados por una luz hay que pedirles que miren hacia donde destella el misterio, hacia los fogonazos de la magia: los creyentes que compartimos con ellos la sed de justicia y liberación los necesitamos para vencer a los que han convertido la Navidad en un producto de los mercados. En una Navidad de velas henchidas por el viento de una eternidad —la qué sea: la que el Eclesiastés dice que Dios puso en el corazón de los hombres o la que levanta la contemplación del mar— y tocada por el dedo de la magia y del misterio, las cenas y los regalos tienen sentido: con ellos celebramos algo que importa y nos libera, que nos eleva y nos entrega. Los decentes, los libres, necesitamos reconstruir la Navidad: para que sea posible la hierofanía de una esperanza.

(IDEAL, 22 de diciembre de 2011)

4 comentarios:

ftz dijo...

Me apunto a esa Navidad acogedora, cálida que irradia ilusión y ensancha horizontes. Navidad que debe vivirse con los demás, que son los que nos ayudarán a descubrir la magia de un Dios que se hizo hombre.

Feliz Navidad para ti y tu familia.
Un abrazo

Miguel Pasquau dijo...

Qué gran artículo, Manolo: el mejor crisma que he recibido estos días.

Anónimo dijo...

doSencillamente redondo, genial, realmente extraordinario. De lo mejor que te le leído nunca, es una pena que un articulista con esa versatilidad tuya esté recluido en un periódico de provincias y no se pueda disfrutar a nivel nacional.

Manuel Madrid Delgado dijo...

Muchas gracias, Felipe y Miguel. Feliz Navidad a los dos. Es siempre un placer encontrarse por aquí con cristianos como vosotros, con los es fácil compartir fe y dudas, anhelos y esperanzas.
Un abrazo grande.