EL NACIMIENTO DE MAGDALENA.
«Madalena», como nosotros la llamábamos, era una vecina que vivía justo enfrente de nuestra casa en la Calle Don Juan, una de esas vecinas de toda la vida, amiga de mi abuela Juana desde que se criaron juntas en la Calle Chirinos. «Madalena» era casi de la familia y la queríamos como a una «chacha», que era como llamábamos a de pequeños a las tías-abuelas. Pero lo mejor de «Madalena» eran los tesoros que guardaba: un botijo casi mágico que siempre estaba a nuestra disposición en su portal enchinado cuando, en los días de verano, nos salíamos a jugar a la calle; una portentosa facilidad para contar cuentos e historias y dejarnos embobados, sentados a sus pies; un perro que balanceaba la cabeza diciendo siempre «si-sí, si-sí»; y un nacimiento precioso, que tenía montado todo el año en el aparador de una cocina de aquellas de antes, y en el que las figuras de barro, muy pequeñas y posiblemente con más años que la propia «Madalena», se agrupaban de manera casi perfecta en grupos que nos causaban verdadera admiración. La Virgen María embarazada y montada sobre una burra, y parada delante de la posada, era, junto con los tres reyes y un sereno embozado en una capa de recio negro, lo que más nos gustaba, quién sabe por qué.
«Madalena» no tenía problema en enseñarnos su nacimiento siempre que se lo pedíamos. Bastaba con cruzar los tres metros de la calle, llamar a la puerta y pedirle que nos dejara entrar hasta la cocina en la que una vieja leyenda de los vecinos de la calle contaba que una mañana de aceituna, después de partir la cuadrilla hasta el campo, un perro se comió una fuente de borrachuelos y se murió del empacho. El nacimiento de «Madalena» era en cierta medida de nuestra propiedad, pero mi hermano Juanito y yo queríamos tener uno nuestro, montado en nuestra casa, al modo en que nos contaban nuestras tías que lo montaban mi padre y sus hermanos cuando eran pequeños. Con qué poco se hacía felices a los niños de antes, y qué fáciles de atender eran sus sueños.
UN TESORO EN CAJAS DE SOMBRERO.
Nuestro sueño de tener un belén para nosotros se cumplió cuando yo tenía nueve o diez años. Un día de diciembre —si los recuerdos estofados sobre las volutas de mi retablo no me engañan, aquel día lloviznaba y hacía frío—, mi abuela nos llevó a Juanito y a mi a la cocina de la casa grande, que entonces nadie habitaba y que estaba tal y como se había construido en 1885. Supongo que estaríamos nerviosos: mi abuela —cara redonda, moño blanco, vestido negro— iba a darnos un tesoro que se había guardado en una alacena rinconera hacía muchos años. ¡Ah, aquel tesoro! Iban saliendo cajas redondas de los sombreros de mi abuelo Manuel, cuidadosamente atadas con cinta roja; mi hermano y yo las llevábamos, atravesando los corrales con cuidado para no escurrirnos con las piedras húmedas, hasta nuestra casa, una a una, despaciosamente, absolutamente felices. Se la dábamos a nuestra madre, y salíamos disparados para la otra casa, corral a través, hasta que nuestra abuela nos dio todas las cajas.
Las cajas cilíndricas, amontonadas allí en el pasillo de nuestra casa, sobre las baldosas de barro cocido. Creo que si me esfuerzo todavía soy capaz de revivir la emoción con la que desatamos la cinta y fuimos sacando cuidadosamente —a mi hermano Jose, que era un poco desastre, le prohibimos que se acercase para evitar que rompiera nada y porque al fin y al cabo aquel era un tesoro que habíamos conquistado Juanito y yo— las piezas del tesoro: las figuras amorosamente envueltas en papel de seda de color blanco: allí un pastor, aquí una lavandera, allí el cerdo colgado del árbol y el matarife al que le faltaban los brazos, lo que a nosotros —tan ilusionados estábamos— poco nos importó, por aquí los tres Reyes montados en caballos y no en camellos, y en el fondo de las cajas la Virgen y San José y el Niño en un pesebre de madera; las cajitas de penicilina dentro de las que se guardaban los terneros o los corderos o los patos; las casas de papel; el papel de seda azul en el que habían pegado las estrellas hechas con papel de plata; las casas de corcho y el molino y el castillo de Herodes… Si lo pienso, descubro que nunca he sido más rico que aquella tarde de vísperas de la Navidad en la que mi abuela Juana nos dio el belén que mis tíos y mi padre habían ido coleccionando cuando eran niños a fuerza de privarse de alguna chuchería, de algún capricho, nunca más rico que al ir alineando sobre la mesa del pasillo las figuras de barro y las casas de papel o de corcho.
SERRÍN, MUSGO Y CORTEZAS DE OLIVO.
La pieza del retablo que se sitúa justo al lado de la anterior es un viaje en el R-6 de mi padre. Ya teníamos todo el contenido de nuestro nacimiento, todo su despliegue de ángeles y ovejas y vacas y pastores y pastoras de toda clase. Pero faltaba el continente: del tablero de madera que, apoyado sobre una mesa, tendría que sostener toda la tramoya del nacimiento, se encargó mi padre en solitario. Pero para la fiesta de recolección de los otros elementos sí fuimos llamados: una mañana de sábado, después de desayunar, nos montó a mi hermano Juan y a mi en su flamante Renault 6 —como no tenía calefacción, supongo que llevábamos las manos entre los muslos para intentar burlar el frío— y nos llevo de viaje, nada menos que a San Bartolomé, a cuatro o cinco kilómetros de Úbeda, porque el lugar era lo suficientemente húmedo como para que en la tierra y sobre los troncos hubiera planchas de musgo que él cortó despaciosamente con un cuchillo muy afilado y que iba apilando en una espuerta. Luego, nos fuimos hasta la Cañada de la Vaca, al olivar que había heredado de mi abuelo, y con el hacha descarnó de los olivos unas gigantescas cortezas con las que haríamos las montañas y la cueva de Belén. Y por último, paramos en una carpintería para que nos diesen un saco de serrín con el que hacer los caminos que llevan a Belén. Y con todo eso, llegamos a mi casa para ayudarle a mis padres a montar el nacimiento, viendo con absoluto pasmo como se pegaba el cielo azul sobre la pared, como crecían sobre el tablón yerto los prados para las ovejas y los caminos, como se levantaban las montañas sobre las que luego echamos harina que simulaba nieve, como florecía el poblado de corcho y papel, como se quedaba vacía hasta el mismo día 24 la cuna del Niño Dios, como se había trazado el camino por el que cada noche, hasta el amanecer del 6 de enero, iríamos moviendo un poquito a los tres Reyes y como nuestro nacimiento se llenaba con esa actividad incesante que las figurillas de barro le dan a todos los nacimientos.
Aquella noche no nos cansamos de mirarlo y ya soñábamos con el año siguiente: porque mi padre había prometido que haríamos un río natural sobre un trozo de canalón, con su motor y todo para que el agua corriese. Creo que estábamos convencidos de que en pocos años, el belén en el que en la Nochebuena, antes de acostarnos, todos juntos poníamos al Niño Jesús sobre la cuna, nuestro belén, nuestro nacimiento, sería el mejor de la Calle Don Juan, ganándole incluso al de «Madalena».
(IDEAL, 27 de diciembre de 2011)
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