LA EDAD PARA LA NOSTALGIA.
Es fácil que la Navidad de ahora nos agote, con su sucesión interminable de cenas, comidas, copas, brindis, compromisos familiares y laborales, regalos, felicitaciones de cumplido, tarjetas que sólo son de papel. Y sin embargo, estoy convencido de que si cada uno de nosotros miramos en nuestro interior somos capaces de encontrar una especie de era dorada para la Navidad de nuestras vidas, un catálogo casi infinito de piezas tan pequeñas que es fácil que la mayor parte de los días pasen desapercibidas, almacenadas sin pena ni gloria en un catálogo de lo vivido, hasta que llega ese momento en que reparamos en ellas, en que tomamos el libro gordo y polvoriento de nuestro propio pasado y lo abrimos por una página en la que pone «Navidad», y descubrimos que en los días pasados de la Navidad labramos, sin nosotros saberlo y a veces incluso a pesar de nosotros quererlo, minuciosas tallas, preciosos paneles tallados con delicadeza, y que nos permiten reconstruir un retablo de Navidad, nuestro personal retablo de la Navidad. ¡Ah!, si la Navidad no estuviera tan saturada de preparaciones, de disposiciones, de compras, de calles atiborradas de gente. ¡Ah!, si fuera posible dedicar la mañana azul y fría del día de Navidad o las tardes oscuras y acogedoras en las que el tiempo invita a pararse, a simplemente contemplar nuestro paisaje interior, sentados en el brasero, dejando que una música delicada nos transporte, nos eleve, nos levante por encima de tanta obligación impuesta, o charlando con los amigos una conversación lenta, minuciosa, acordonada de café y de ponche y de mantecados o bombones. ¡Ah!, entonces, solo entonces, como podríamos quitar aderezos y hojarascas a nuestro personal retablo, como podríamos dejarlo en el esquema de sus más vívidas representaciones, en todo aquello que la niñez o la juventud nos entregaron como un precioso tesoro que hay que pulir en días como estos, para que reluzcan y nos alumbren.
LOS NIÑOS DE SAN ILDEFONSO.
¿Qué niño de mi generación no ha soñado la mañana del 22 de diciembre con ser uno de esos niños del Colegio de San Ildefonso de Madrid, que cuando nosotros nos íbamos a la escuela, ese día sin carteras ni libros, nuestras madres ya tenían puestos en la televisión o en la radio, con su cantinela tan querida: «ciento veinticinco mil pesetas»? Y nuestras madres se quedaban en la casa soñando —sueño gordo— con el «Gordo» de Navidad o conformándose, más modestas, con una simple pedrea, con sus décimos y sus papeletas apiñados debajo de una vela encendida delante de la estampa de la Virgen de Guadalupe. Y nosotros íbamos camino de la escuela, cogiendo de la mano a nuestros hermanos, allá perdidos entre una montaña de gorros y bufandas y abrigos, preguntándonos qué sería aquello de «la pedrea».
Ahora, según parece, los niños también hacen exámenes el día 22 de diciembre, incluso el 23, porque parece que así, «des-almando» la escuela, tienen que justificar los políticos de este país el haber laminado el sistema educativo. A nosotros —niños de hace veinte, de hace treinta años— ese día se nos regalaba como un día para la felicidad, y estaba permitido dedicarlo a cierta especie de laboriosa vagancia: a cantar los villancicos que habíamos aprendido durante todo el mes de diciembre, en las horas de la clase de música, a desayunar dentro de la clase si fuera hacía demasiado frío o estaba lloviendo, a hablar en grupos y… a jugar a los Niños de San Ildefonso. Qué envidia provocaban en nosotros, y cómo nos dedicábamos a imitarlos: uno cantaba un número, al azar, —«veintiocho mil trescientos cuarenta y nueve»— y el resto, henchidos de felicidad, contestábamos a coro con la cantinela de las «ciento veinticinco mil pesetas», hasta que de pronto comprendíamos que el honor verdadero era el de dar «el Gordo», e inesperadamente, nos poníamos todos de acuerdo y después del número de rigor —«mil doscientos treinta y uno»— saltábamos con lo de «ciento cuarenta y cuatro millones de pesetas». Qué barato es soñar cuando se es niño, qué fácil convertirse en protagonista de algo tan prosaico y a la par tan poético como es el universo que la voz siempre igual de los Niños de San Ildefonso ha construido en el fondo cuajado de ilusiones y proyectos de nuestra vida.
De mayores, anhelamos que uno de los números estampados en los décimos que guardamos en nuestro bolsillo sea el elegido por el azar para cruzarse en el camino de la bolita amarilla que lleva estampada la cifra del «Gordo»; de niños, lo que queríamos es ser uno de aquellos niños casi mitológicos que nos regalaban su voz y que habían dejadas llenas de esperanzas nuestras casas.
EL FRÍO Y EL CORDERO.
La pieza más antigua de mi personal retablo de la Navidad debieron tallarla mis cuatro o cinco o seis años allá por el comienzo de la década de 1980, cuando la cena de Nochebuena todavía no había sido tomada al asalto por los platos sofisticados y por el deseo de que nuestras mesas se parezcan a las de los señoritos de las series de televisión. Cojo la pieza, con mimo, temiendo que pueda romperla el lustre artificial de las Nochebuenas de hoy, y me veo en el patio de la casa de mi abuelo Juan, que olía a frío y a cielo con estrellas y al calor a paja y vaho que salía de la cuadra del mulo. Mi padre, que venía de familia de carniceros, había matado un cordero y lo iba despiezando, dejando las chuletas y los costillares en fuentes blanquísimas desde las que iría a parar a las ascuas de la cocina. Supongo que a mi hermano Juanito y a mi primo Toni y a mi, una vez que vimos como mataban el cordero y lo desangraban y lo desollaban, todo lo que siguió después debió aburrirnos y cansarnos, porque de pronto me veo sentado con ellos en el bordillo de la acera —entonces, las calles del Barrio de las Canteras todavía eran de arena prensada y humedecida por el frío oscurísimo de aquella Nochebuena poblada de estrellas que nunca se me irá de la memoria—, cada uno con nuestra pandereta en las manos, aporreándola con suavidad mientras recordábamos los versos inconexos de un villancico, intentando darnos valor para llamar a las puertas de los vecinos y cantar un puñado de villancicos a cambio del «aguinaldo», que, como ocurría con la consoladora «pedrea», no sabíamos muy bien qué era pero que debía ser algo bueno, según contaban los que eran mayores que nosotros y tenían más valor o menos vergüenza, o tal vez una zambomba, que posiblemente era imprescindible para la hazaña.
Y por último, en esta pieza tan antigua del retablo de la Navidad me veo rodeado de todos —de mis abuelos, de mis padres, mis tíos y mis tías, de mis tías solteras y jovencísimas, de mi hermano y mi primo (mis primos más pequeños debían estar en una cuna, en el dormitorio de los abuelos), yo—, acomodados a la buena de Dios en el comedor pequeño de la humilde casa, pudiésemos cenar entre el alborozo y las risas y los recuerdos de una familia muy numerosa.
(IDEAL, 26 de diciembre de 2011)
1 comentario:
Otro artículo precioso, todos tus artículos son necesarios, pero estos de Navidad que derrochan emoción y amor a la vida me gustan mucho más que los otros, enhorabuena
Francisco Jose
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