martes, 20 de diciembre de 2011

UN MUNDO GRIS





Entiendo que haya gente a la que le produzca risa, y de la grande, las imágenes de los norcoreanos que lloran a moco tendido por la muerte de su tirano. Tal vez sea inevitable: a mí, esa llantera colectiva e incontenible, también me brindó una sonrisa en el primer momento, hasta que me paré a pensar en la no-vida que viven los millones de seres humanos encarcelados dentro de las fronteras del comunismo según Corea del Norte.

Me imagino el país que ha dejado Kim Jong-il como un vasto territorio gris y atosigado de humo contaminante o de aire gélido donde las gentes actúan como robot programados desde el ordenador central oculto en un búnker de acero, como una sucesión de bloques de hormigón y cemento carentes de alma y como un muestrario de estatuas que exaltan la ideología criminal que ha convertido el norte de Corea en un gigantesco campo de concentración poblado de niños hambrientos y ateridos de frío, como un aula sin calefacción donde los niños juegan a ser cadáveres, como una estufa apagada y un mendrugo de pan duro y una bombilla fundida. Todo, al pensar en Corea del Norte, me remite a un paisaje gris: el cielo gris, los árboles grises, el sol gris, el campo gris, el mar gris, la gente gris, el hambre gris, la sed gris, la gris tortura, la ideología gris y el gris adoctrinamiento, las lágrimas grises. Una lenta muerte gris a la que se llega después de que el cerebro se haya amoldado al ambiente siniestro, plano, con el que los comunistas coreanos han decorado la Corea que llora a Kim Jong-il, que ni aún después de muerto ha podido librarse de la estética hortera y cutre de una sociedad sin espíritu, cosificada.

Corea del Norte es un país como de ciencia ficción, la perfecta pesadilla soñada por los dictadores de todos los tiempos: millones de seres a los que se les ha secado el alma adoctrinándolos desde que nacen en el culto al líder, en el odio a lo de fuera, millones de seres encerrados en una cárcel perfecta, ajenos a todo lo que ocurre más allá de sus fronteras, alimentados sólo con las palabras que quiere pronunciar el crimen que los gobierna. El siglo XX fue pródigo en el alumbramiento de totalitarismos que redujeron al ser humano a la mera condición de cosa con la que jugar y que se puede romper impunemente cuando no sirve; el comunismo, que en Occidente no pudo romper la barrera moral que levantó la disidencia de los hombres libres, ha encontrado en Corea del Norte la fórmula redonda a sus pretensiones últimas, a ese dejar al ser humano reducido a la condición de un número, porque sólo los números son iguales los unos a los otros.

El azar ha querido que la muerte de uno de los últimos tiranos comunistas, con toda su carga de crímenes y horrores, haya coincidido con la de Václav Havel, el hombre libre que encarnó a la perfección la voluntad de superación moral del régimen radicalmente criminal con los valores espirituales de la democracia. Mueren, a la par, el rayo de luz y la sombra densa y espesa. Pero al ver llorar a los norcoreanos, como actores de una comedia barata, me pregunto si en Corea del Norte el comunismo no habrá llegado hasta sus últimas consecuencias, hasta convencer a un pueblo entero de que la esclavitud es la libertad y el gris el único color.

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