miércoles, 14 de diciembre de 2011

AL ATARDECER





Los atardeceres de verano son algo espléndido: inflaman el alma con una sed de eternidades, con unas ganas de fundirnos en el mar y con el sol poderosísimo. Son atardeceres casi paganos, orgiásticos. Pero incluso embargados por esa grandeza, no podemos evitar una punzada de melancolía, la necesidad de encontrar un postigo desde el que asomarnos al interior de nuestro corazón.

Estos atardeceres rápidos y grises del otoño, que inevitablemente se deslizan hacia un suelo acordonado de recuerdos, nos hablan del alma recostada. Esas ganas de volar que sentíamos en los ocasos de julio —el alma como mariposa—, murieron y han germinado en un alma enclaustrada, enriquecida por las miradas amplias desde los cierres de la carne adormecida, que acumula fuerzas y teje esperanzas para poder resucitar con las palmas de marzo.

Cómo nos transfigura la luz de la tarde, de todas las tardes de la vida. Porque es una luz de despedida pero también de agradecimiento. Una luz propicia para el examen y el conocimiento, para el aprendizaje del propio yo: “A la tarde te examinarán en el amor”, dice San Juan de la Cruz. Es eso: aunque no sepamos ponerle palabras, lo que cada tarde sentimos latiendo dentro de nosotros es ese examen que las horas nos hacen, ese interrogatorio que la luz del sol le plantea al corazón. La luz de la tarde: que esponjea los interiores nuestros y los humedece, que los empapa de sed de vida con la melancolía de toda la vida ya vivida. “Secado se ha mi espíritu, porque se olvida de apacentarse en ti”, le dice Juan de Yepes a Dios. Para eso, precisamente para eso, está brillando la tarde gris de diciembre más allá de los montes de Mágina: para que no se nos seque el espíritu, que anda apacentado en la soberbia soledad, en el silencio lluvioso, de la creación que atardece.

1 comentario:

Fernando Gámez. dijo...

Otro bello artículo de excelente literatura, estilo "D. Juan Pasquau".¡Enhorabuena!
La tarde, el atardecer de la vida, trae la belleza que da la madurez de haber vivido amaneceres inocentes y mediodías brillantes. ¡Qué belleza de tardes bien aprovechadas y aceptadas sin miedos, ni respetos humanos.
Un abrazo.