Era, en gran medida, el último europeo, el último vestigio de una civilización que se basó en el respeto hacia los demás, en la lucha por la libertad y la oposición a toda tiranía, en la construcción y la defensa de los derechos del bienestar y de las pequeñas transformaciones que operaron grandes cambios en el modo de vida de millones de ciudadanos europeos. Militante antifascista, disidente del totalitarismo inherente al comunismo, escritor profundísimo y original, español del exilio y exiliado de los campos de exterminio de los nazis, patriota de la lengua francesa, hombre de ideas, consecuente, era un europeo de cuerpo entero, de esos que todavía asumían en sus palabras y sus gestos y su comportamiento, en su modo de estar en el mundo e incluso en su propio modo de morir y de ser enterrado —en tierra francesa, pero en la línea del horizonte que mira ya hacia un país ingrato que lo vio nacer, envuelto en “la bandera del pueblo de España”—, una herencia prodigiosa, riquísima, de los viejos europeos, de la vieja Europa que ha desaparecido ya, que no existe, que ha muerto asfixiada por la burocracia de la Unión y por su cohorte de funcionarios y políticos, por la avaricia de los nuevos dirigentes de todas las ideas, por la imposición de los banqueros, por el avance del populismo, por el euro que empuja a la miseria a legiones enteras de ciudadanos. Qué distinta esta Europa que se ha convertido en un peligro para la felicidad de nuestros hijos a esa Europa de mayo de 1945, que era promesa de algo común y mejor. La muerte de Jorge Semprún certifica la inexistencia de un espacio moral europeo, que era la única realidad tangible y posible de hacer Europa. Al pensarlo, recuerdo el impacto que me causó, allá en mis años de universidad, la lectura de La escritura o la vida, donde toda la Europa de los valores alienta y palmotea y quiere existir sobre las cenizas del espanto. Me maravilló la historia de aquel joven recién salido del infierno Buchenwald que daba testimonio del afán de ser que había en una Europa en ruinas, tan diferente de esta impostura y esta falsedad, de esta Europa puesta al servicio de los intereses de los poderosos, que deja al morir. Emociona la clarividencia de sus últimas palabras: lo que más le dolía de morirse, era que con él se perdería el testimonio vivo de cómo olía la carne humana quemada en los hornos crematorios. Puede que en el fondo supiese que esa memoria viva del horror es, hoy, más necesaria que nunca para poner freno el camino europeo que repite los mismos errores de los años 20, que abunda en la misma diferencia entre clases sociales, porque él no olvidaba el abismo al que todo aquello condujo.
2 comentarios:
"Espacio moral europeo": magnífica expresión. Qué gran argumento para seguir creyendo que debajo de la hojarasca sigue habiendo raíces. No sé si Bruselas tiene remedio, pero no puedo dejar de creer que Europa sí.
Miguel Pasquau.
Urge inventar conceptos que nos permitan comprender qué está pasando, ajustar el complicado juego de poleas, pesos y contrapesos que estructuran las relaciones sociales e internacionales. Y si ayer teníamos derecho a ser fatalistas, hoy tenemos que ser audaces por pesimistas y ahora son más necesarios que nunca hombres como Jorge Semprún. Descanse en paz.
Un saludo
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